Juan Manuel de Rosas. |
Por
Carlos Ibarguren (h)
Para
todo ciudadano arraigado a una comunidad nacional que se respete, en las
actuales circunstancias por que atraviesa el mundo, la presencia incontrastable
de los Estados Unidos tiene que resultarle obsesionante. En efecto, hoy –fuera
del conjunto absorbido por Rusia– parecería no haber país destinado a salvarse
de la fiscalización que ejercen los norteamericanos en su carácter de
propietarios de la victoria. Ya se trate del manejo de las relaciones
exteriores, económicas o culturales; ya de la orientación ideológica de su
política interna; ya del ajuste de sus instituciones tradicionales a las nuevas
exigencias del orden social; ya, en suma, se trate de cualquier manifestación
de autonomía que exteriorice un pueblo celoso de su destino; ahí, fatalmente,
dicho pueblo –margen del comunismo se entiende– habrá de tropezar con los
intereses, los perjuicios y las pretensiones que fundamentan al “coloso del
Norte”. Y si a esta exorbitante tutoría se le agrega aquella propaganda imperativa
y excluyente que no ceja ni a sol ni a sombra, tendremos entronizado, allá y
acá y en todas partes –cierto que con obstinación democrática– al famoso
imperialismo yanqui.
Dispense
usted lector la manera un tanto apocalíptica de entrar en materia. Sensibles al
ambiente que nos rodea, nosotros tampoco hemos podido prescindir aquí de los
Estados Unidos; pero fuimos a buscarlos en otro momento trascendental de la
Historia Argentina, en la época de Rosas, cuando por dos veces el gobernador
porteño afrontó, solo, sin “doctrina” de Monroe, acaudillando a un pueblo
enardecido, los atropellos de las grandes potencias europeas: Francia y Gran
Bretaña.
* *
*
En
aquel tiempo la Argentina estaba muy lejos de los Estados Unidos; no obstante
éstos haber reconocido la independencia hispanoamericana, colectivamente, en
1822.
César
Rodney, el primer plenipotenciario estadounidense, llegó a nuestro país
convenientemente advertido por el Secretario de Estado Adams, de que “más que
cualquiera otra de las provincias suramericanas, Buenos Aires ha sido también
teatro de intrigas europeas” (1). Y, generalizando más tarde estas
preocupaciones y desconfianzas antieuropeas para todo el continente, el 2 de
diciembre de 1823, el presidente Monroe declaraba en un mensaje que sería
famoso: “Consideramos peligroso para nuestra paz y seguridad cualquier
propósito (de las potencias de la Santa Alianza) de extender sus sistemas a una
porción cualquiera de este hemisferio. No podríamos contemplar sino como
manifestación inamistosa para los Estados Unidos, que cualquiera potencia
europea interviniese en ellos para oprimirlos o dominar sus destinos. . . Es
imposible que las potencias extiendan su sistema sin poner en peligro nuestra
paz y nuestra felicidad, no pudiendo creer nadie que nuestras hermanas
meridionales, si se las dejara por su cuenta, lo aceptarían por su propio
acuerdo. . .” (2).
El
gobierno del general Las Heras, encargado de las relaciones exteriores en las
Provincias del Río de la Plata, al tener conocimiento oficial de los términos
del mensaje de Monroe, consideró “de su deber apoyarlos, y en tan sentido
aprovechará cualquier oportunidad que para ello se presente” (3). Las Heras no
tenía porque sospechar, en esa ocasión, que la susodicha “doctrina” estuviese
urdida, exclusivamente, para la defensa propia y el engrandecimiento
territorial de los Estados Unidos. Daniel Webster sería bien explícito al
respecto, en 1826 en el Parlamento de Washington, al manifestar que aquella
actitud del presidente Monroe “no nos obliga a tomar las armas por todo
sentimiento hostil de las potencias europeas hacia la América del sur. Si los
Aliados (Santa Alianza) hubieran enviado una armada poderosa a las provincias
más lejanas a nosotros, como Chile o Buenos Aires; la distancia del teatro
–puntualizaba al representante de Boston– nos habría obligado a contentarlos
con hacer una advertencia. Pero el caso habría sido diferente –concluía
Webster– en las costas del golfo de México” (4). ¡Cómo se mostraba de encogida,
antaño, la “solidaridad continental” de los Estados Unidos!
En
1831, a raíz de una protesta del cónsul estadounidense en Buenos Aires motivada
por haberse capturado a unas goletas de su nación que, clandestinamente,
cazaban ballenas en jurisdicción de las islas Malvinas, el buque de guerra
norteamericano “Lexington”, por sorpresa, atacó al puerto Soledad arrasándolo
todo. Tal procedimiento escandaloso entre naciones civilizadas que no fue
desautorizado desde Washington, provocó una enérgica reclamación de nuestro
gobierno; y con el nuevo Encargado de negocios venido del norte, Rosas rehusó
negociar sobre el asunto sin antes recibir satisfacciones por el atentado a
nuestra soberanía. El funcionario extranjero entonces, destempladamente, hizo
abandono de Buenos Aires, aconsejando –nos ilustra su compatriota el
historiador John J. Cady– “a los Estados Unidos declararán la guerra al
insolente gobierno de Buenos Aires” (5). Meses atrás (debería decir: Meses
después) –nadie lo olvida–, la corbeta inglesa “Clio”, a nombre de Su Majestad
Británica, tomó posesión indefinida de las islas Malvinas con el visto bueno de
los Estados Unidos, cuyo Departamento de
Estado alegaría, mucho después, que la “doctrina” de Monroe no estuvo afectada,
en este caso, en razón de que las pretensiones de Albión sobre nuestro
archipiélago eran anteriores a 1823.
Los hechos expuestos determinaron
una interrupción de relaciones diplomáticas entre la Argentina y la República
del Norte, hasta 1844.
* *
*
Entre tanto –de 1838 a 1840– va a
desenvolverse, aquí, el drama de una intervención europea, mezclada a la guerra
civil, que tuvo su punto de arranque en esas reclamaciones (los casos Lavié,
Bacle y Despouy y el enrolamiento de los residentes franceses en las milicias)
hechas por un vice-cónsul francés, a quien Rosas, con derecho, desconoció
personería suficiente.
No vamos a volver sobre los
pormenores del entredicho con sus largas derivaciones belicosas y diplomáticas.
Para ello recomendamos al lector el notable trabajo de Roberto de Laferrere
intitulado “El Nacionalismo de Rosas” publicado en el volumen 2 y 3 de esta
Revista. Definitivamente averiguado está, por lo demás, que aquéllas
reclamaciones de Roger fueron esgrimidas como un pretexto destinado a “no dejar
escapar esta ocasión favorable para someter a Rosas o derrocarlo, y establecer
la influencia de Francia, a la vez, en Buenos Aires y en Montevideo” (6)
–diciéndolo con palabras del propio comandante de la escuadra agresora– . Y
triste, resulta repetirlo, a remolque de los navíos que nos envió la monarquía
de Luis Felipe, en su calidad de “auxiliares” subvencionados con dinero
francés, Fructuoso Rivera y la Comisión unitaria de Montevideo, desencadenaron
la guerra contra la Confederación Argentina, que, a la sazón, enfrentaba un
conflicto armado contra Bolivia.
Pero, como nadie ignora, a don Juan
Manuel de Rosas no se le achicó el ánimo en ese trance decisivo y terrible. Con
inquebrantable energía supo resistir las ínfulas del vice-cónsul Roger; la
artillería desafiante del almirante Leblanc; la defección de tantos
compatriotas suyos, que –como escribiera Lavalle a Chilavert– “por un interés
propio muy mal entendido, quieren trastornar las leyes eternas del patriotismo,
del honor y del buen sentido” (7). Rosas, repitámoslo una vez más, con la
bandera de la nacionalidad en alto, nunca estuvo dispuesto a transigir si se le
coaccionaba “en forma militar a aceptar reclamaciones que encontrarían poca
dificultad en ser admitidas de ser presentadas por persona debidamente
autorizada para tratar de ellas”. “Exigir –agregaba arrogante nuestro caudillo–
sobre la boca del cañón privilegios que solamente pueden concederse por
tratado, es a lo que este gobierno, tan insignificante como se quiera, nunca se
someterá” (8).
En consecuencia, los franceses
estrechan el bloqueo; la crisis económica y mercantil se agudiza; Martín García
cae en poder del enemigo; en Buenos Aires irrumpe iracunda la Mazorca. Lavalle
–trastornado al fin por Varela invade el territorio nacional apoyado por la
escuadra de Francia; y, en la propia Confederación acosada, en el litoral, al
sur, al norte, en Cuyo, estallan los levantamientos y abortan las
conspiraciones al influjo anarquizante de la prepotencia extranjera.
* * *
Frente
a esta guerra traída al Río de la Plata por un imperio europeo resuelto a
“establecer la influencia de Francia en Buenos Aires y en Montevideo”, el
gobierno de Washington –árbitro discrecional e inapelable de la “doctrina” de
Monroe–, juzgó prudente guardar silencio. Ni la más leve “advertencia” –que
recomendara Webster para los casos en que las potencias europeas “hubieran
enviado una armada poderosa contra las provincias más lejanas como Chile o
Buenos Aires”– sería formulada por los hombres de la Casa Blanca. Y eso que
Foster –modesto cónsul estadounidense en
Buenos Aires– desde la ciudad bloqueada, exasperado con las trabas a que eran
sometidas las embarcaciones de su bandera por la escuadra de Leblanc, se había
permitido sugerir, el 2 de abril de 1838, al presidente Van Buren declarase
que: “en virtud de la Constitución y la política de los Estados Unidos, todo el
estuario del Plata constituía mar territorial de la Argentina” (9).
Tal
sugerencia –“absurda”, según Cady– perdida en un insignificante informe
consular reservado, resulta, acaso, el único testimonio de solidaridad
“oficial” –digamos así– que pueden hacer valer los yanquis para aquella
emergencia. Y no se nos alegue que los políticos del norte desconocían entonces
la naturaleza del conflicto. Del “Noticiero de Ambos Mundos”, editado en Nueva
York, son estos conceptos que recoge Saldías: “Hemos visto al gobierno de
Montevideo dar favor y ayuda a los injustos agresores, lo mismo que a los
descontentos de Buenos Aires refugiados allí… En medio de esto un héroe vemos
brillar: este héroe es el presidente de Buenos Aires, el general Rozas.
Llámenle enhorabuena tirano sus enemigos; llámenle déspota, nada nos importa
todo esto; él es patriota, tiene firmeza, tiene valor, tiene energía, tiene
carácter y no sufre la humillación de su patria”. Y en un banquete dado, precisamente en
Washington, por el plenipotenciario austríaco barón de Marechal, con asistencia
del Secretario de Estado, el cuerpo diplomático y las altas autoridades locales,
el caballero Bodisco representante de Rusia dirigiéndose al general Alvear,
agente de “buena voluntad” destacado allí por el gobierno de Rosas le dijo “que
acababa de manifestarle al Secretario de Estado y a varios senadores que era
sensible y singular la conducta que observaban con la Confederación, dejándola
oprimir y ultrajar por Francia” (10). Pero el gobierno yanqui –que economizaba
energías para arrancarle a México 500.000 millas cuadradas de territorio– no
estaba dispuesto a enredarse en un remoto pleito rioplatense, que, desde luego,
estrictamente, nada tenía que hacer con “la paz y la felicidad de los Estados
Unidos”. Se explica así, que al llegarles de tan lejos, amortiguado, el eco de
las andanadas francesas –que retumbaban en Martín García, en Zárate, en Atalaya
y en el Sauce–, los intérpretes exclusivos de la “doctrina” de Monroe hicieran oídos de mercader.
* *
*
El
riguroso bloqueo impuesto por la flota de Francia, provocó, en aguas del Plata,
una peligrosa tensión internacional. Los barcos ingleses y norteamericanos
afectados por las medidas del almirante Leblanc en sus derechos de navegación,
originaban continuos incidentes; y el comodoro Nicolson, jefe de las fuerzas
navales de los Estados Unidos, más de una vez, estuvo a punto de romper a
cañonazos su obligada neutralidad.
La repetición constante de tales
incidentes, decidió al jefe norteamericano a ofrecer sus “buenos oficios” a las
partes en disputa. En abril de 1839, Nicolson –previo acuerdo verbal tenido con
Leblanc y con Bouchet de Martigny, Encargado de Negocios de Francia en
Montevideo presentó a Rosas las siguientes bases para un arreglo: 1)
Reconocimiento a favor de los ciudadanos franceses de la condición de nación
más favorecida, hasta la concertación de un tratado; 2) Dispensa a los
residentes franceses del servicio en las
milicias argentinas; 3) Pago de una indemnización por los perjuicios sufridos
por súbditos franceses; 4) La cuestión de la indemnización se someterá a una
comisión neutral, y será incluida en cláusula secreta para el caso de no
llegarse a un arreglo por negociación directa.
Rosas,
prevenido, conoció enseguida que Nicolson era un simple correveidile de los
franceses. Por lo pronto, el gobernador de Buenos Aires arguyó que él no podía
negociar con el señor Martigny sin antes, éste, haber acreditado su carácter
diplomático ante su gobierno. Además si
las proposiciones que le traía el yanqui contaban con la anuencia de la otra
parte, resultaba elemental que, asimismo, la Argentina hiciera valer sus puntos
de vista, no tomados en cuenta para nada por el oficioso comodoro
norteamericano. En tal sentido, como correspondía, Rosas hizo conocer también
sus condiciones, a saber: 1) Los súbditos de Francia quedaban, como hasta
entonces, obligados al servicio militar al igual que los demás residentes
extranjeros sin tratado. 2) Se aceptaba indemnizar a los súbditos franceses,
pero Francia, a su vez, se comprometía a pagar a la Argentina los daños y
perjuicios ocasionados como consecuencia del bloqueo y de las hostilidades
resultantes. En caso de no llegarse a un acuerdo sobre el monto de las
indemnizaciones, dicho monto sería fijado amigablemente por el gobierno
británico. 3) La isla de Martín García tendría que ser devuelta al gobierno
argentino en el estado en que se hallaba al ser ocupada.
Estas bases de Rosas fueron
consideradas de una intransigencia inaudita “que ni por un momento podían
aceptarse aquellos términos, porque eran del todo inadmisibles” (11), contestaron
Leblanc y Martigny al improvisado negociador norteamericano. Así, la
negociación se rompe; Francia intensifica sus violencias; y el comodoro
Nicolson –símbolo armado y fugaz de la “doctrina” de Monroe en el Río de la
Plata– hace mutis por el foro.
* * *
Cuando
el Rey de los franceses tuvo que enviar a Buenos Aires la “persona debidamente
autorizada” –que Rosas exigía desde el primer día– para zanjar aquellos
agravios pendientes, el 29 de octubre de 1840, don Felipe Arana, Ministro de
Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, y el Barón de Mackau,
representante diplomático inobjetable de Francia, firmaron la paz.
La Convención “Mackau-Arana” –donde
ambas partes, de igual a igual, se hicieron mutuas concesiones– protocolizó, en
síntesis lo siguiente: 1) El Gobierno de Buenos Aires reconocía las
indemnizaciones debidas a los franceses que han experimentado pérdidas o
sufrido perjuicios en la Argentina; la suma de estas indemnizaciones sería
arreglada por seis árbitros, tres por cada parte, nombrados de común acuerdo;
de no haber acuerdo, esta cuestión debería someterse al arbitraje de una
tercera potencia designada por Francia. 2) Francia levantaba el bloqueo de los
puertos argentinos y devolvía la isla de Martín García con reposición de todo
su material y armamento, tal como estaba al 10 de octubre de 1838; y los buques
de guerra argentinos capturados, también con su material y armamento completo
se ponían a disposición del gobierno porteño.
3) Si en el término de un mes los proscriptos unitarios deponían su
actitud hostil hacia el gobierno argentino, éste les daba permiso para entrar
al territorio de la patria, siempre que su presencia “no sea incompatible con
el orden y la seguridad política”. Para aquellos que se hallaban con las armas
en la mano, habría amnistía si las deponían a los ocho días de ser comunicada
la Convención a sus jefes por medio de un agente francés y otro argentino
especialmente encargados al efecto. No
estaban comprendidos en la amnistía los generales, jefes y oficiales con mando
de tropa, “excepto aquellos que por sus hechos ulteriores se hagan dignos de la
clemencia y consideración del gobierno de Buenos Aires”. 4) El gobierno de
Buenos Aires reconocía la independencia del Uruguay en los términos del tratado
de 1828 ajustado con el Brasil, “sin perjuicio de sus derechos naturales, toda
vez que los reclame la justicia, el honor y la seguridad de la Confederación
Argentina”. 5) Los ciudadanos franceses en la Argentina y los argentinos en
Francia disfrutarían de la cláusula de la nación más favorecida, hasta tanto se
firmase un tratado de comercio y
navegación. 6) Sin embargo de lo estipulado en el artículo anterior –y aquí
Rosas, clarividente, preservaba los derechos de esta parte de América contra
las pretensiones del imperialismo foráneo dejando la puerta abierta para las
futuras alianzas regionales– “si el gobierno de la Confederación Argentina acordase a los ciudadanos de algunos o de
todos los Estados Sudamericanos
especiales goces civiles o políticos, más extensos que los que disfrutan
actualmente los súbditos de todas y cada una de las naciones amigas y
neutrales, aún la más favorecida, tales goces no podrán ser extensivos a los
ciudadanos franceses residentes en el territorio de la Confederación Argentina,
ni reclamar por ellos” (12).
Estas
son las “exigencias humillantes” y “vergonzosas”, “mucho mayores que las
propuestas por Nicolson”, a que, según sus enemigos póstumos, Rosas hubo de
someterse. Si en aquella ocasión el jefe de la Confederación Argentina pudo
sacar mejores ventajas, no es asunto para discutir ahora. Lo cierto fue que
–sin que funcionara para nada la “doctrina” de Monroe– la “influencia” de
Francia perdió bastante terreno en el Río de la Plata, y que sus auxiliares
unitarios, ante los términos del tratado de paz se enfurecieron de tal manera,
que, uno de ellos, Bartolomé Mitre, invocando los manes de Napoleón desde
Montevideo, en lamentables rimas se desahogaba así:
El honor francés, la sangre
Que Rosas ha derramado,
Todo será indemnizado,
Con dinero, sí Señor.
Y el precio de la cabeza
Del amigo y del hermano
Recibirán del tirano,
¡Gracias Señor de Mackau!
Vencedor de cien batallas
Alzad del polvo la frente
Ved cual se mancha vilmente
De vuestra Patria el honor.
Vosotros nobles franceses
De vuestras glorias amantes
Decid al noble Almirante:
Gracias Señor de
Mackau.
La
bandera de Austerliz
Flameaba en Martín García,
Y a su lado relucía
Del Oriente el pabellón.
Y hoy entre el polvo se ven
Porque el inmundo tirano
Las arrancó con su
mano!
Gracias Señor de Mackau.
Banderas que se elevaron
Con la sangre de cien bravos,
Sobre los cuerpos de esclavos
Y entre el humo del cañón.
De esas banderas gloriosas
Coronadas de
mil flores
¿Quién ensució los colores?
El Almirante Mackau (13).
Como
ya se dijo, en 1843 las relaciones diplomáticas
entre la Argentina y los Estados Unidos seguían interrumpidas. Las
autoridades de la Casa Blanca, por el momento, concentraban toda su atención
mucho más cerca: en Tejas, México, allá donde desbordaba incontenible el
“destino manifiesto” del pueblo norteamericano; aunque, aquí, en el extremo sur
del continente –a despecho del
monroísmo– Buenos Aires continuara siendo “teatro de intrigas europeas”
precursoras de una segunda intervención agresiva –ahora franco-británica–
enderezada, evidentemente, a “dominar sus destinos”.
La
lucha implacable de unitarios y federales proseguía, entretanto su curso y se
prolongaba a la Banda Oriental. La Comisión unitaria, acorralada en Montevideo,
viéndose perdida, implora, a cualquier costo, la ayuda extranjera: a cambio de
Entre Ríos, de Corrientes y Misiones, si se aceptaban en Europa aquellas
repugnantes ofertas de Florencio Varela que indignaron al general Paz.
Sin
dar la cara, el Brasil, cauto siempre, receloso de la creciente influencia que
Rosas iba adquiriendo en las ex provincias que formaron el antiguo virreinato,
proponía, también, a las cancillerías interesadas de ultramar, por medio del
vizconde (pág. 84) de Abrantes, la mediación armada de la cuestión platense. “El gobierno imperial –explicaba
Abrantes, el 9 de noviembre de 1844, en un memorial destinado a los gobiernos
de Inglaterra y Francia– juzga que es su deber, y deber que no puede
prescindir, mantener la independencia e integridad del Estado Oriental del
Uruguay y contribuir para que la República del Paraguay continúe siendo libre e
independiente. Juzga también que siendo la independencia de estas dos
repúblicas de interés general, es forzoso adoptar medidas que tengan por objeto
contener al gobierno de Buenos Aires dentro de los límites marcados por el
derecho de gentes y hacer frustráneos sus proyectos ambiciosos. Finalmente
juzga que la humanidad, cuya causa debe ser defendida por los gobiernos
cristianos del viejo y nuevo mundo, y los intereses comerciales que se hayan
ligado a los progresos de la civilización y de la paz, exigen imperiosamente
que se ponga término a la guerra encarnizada que se mueve en el territorio del
Estado Oriental”. En nota del 6 de febrero de 1845 dirigida a su gobierno,
Abrantes escribía: “La conversión de Corrientes y Entre Ríos en estados
independientes, a pesar del ejemplo del Uruguay que tantas incomodidades nos
causa, juzgo con todo que no nos traería ningún inconveniente. Este estado será
un obstáculo más a la realización del plan de Rosas (que tal vez puede pasar a
sus sucesores) de unir por los lazos federativos todas las provincias que
formaron antes el Virreinato: plan que si se llevase a efecto, nos daría un
vecino asaz poderoso que mucho nos inquietaría”. Otra comunicación del
vizconde, fechada en Berlín el 27 de enero de 1846, refiriéndose al equilibrio
entre el Brasil y la Confederación Argentina, expresaba: “la independencia de
la República del Paraguay es evidentemente necesaria para complementar dicho
equilibrio. La anexión del Paraguay a la Confederación daría a ésta, además del
orgullo de conquistadora, un aumento de territorio y de fuerzas tales que el
equilibrio dejaría de existir…” (14).
Empero
pese a los esfuerzos y a los argumentos antedichos, esta vez Gran Bretaña y
Francia estimaron inconveniente hacer causa común con el Imperio de los
Braganza –mucho menos con Florencio Varela–; por lo que desdeñaron todo
compromiso con los siniestros postulantes sudamericanos. “Es evidente que el
gobierno del Rey –argumentaba Guizot aludiendo al Brasil y achicándole el
título a don Pedro– habría aprovechado nuestra intervención para perseguir
objetivos propios y (pág. 85) complicarnos en asuntos en los que no tenemos
ningún interés (15). A su debido tiempo, tanto Francia como Gran Bretaña, se
encargarían de movilizar sus escuadras en apoyo de sus exclusivos intereses. Y
esa oportunidad llegó en 1845, cuando el triunfo de Rosas y de Oribe apareció
evidente, y se hizo cierta, para la Argentina y el Uruguay, la posibilidad de
imponer sus derechos naturales e históricos de soberanía en el Río de la Plata
y sus afluentes en detrimento de las miras imperialistas extranjeras. Recién
entonces la diplomacia franco-inglesa decidiríase por la guerra; hasta entonces, pues, en torno
a la política de Rosas, ambas potencias europeas prolongaron las negociaciones,
las intrigas y las coacciones intimidatorias. “El gobierno de Buenos Aires
reflexionará maduramente antes de repulsar la amistosa intervención que hoy se
le ofrece por dos potencias tan poderosas” (16), amenazaban en dúo sus agentes
diplomáticos Mandeville y Lurde, en 1842.
Por
su parte Rosas, incansable en la maniobra, venía ofreciendo franquicias
mercantiles a Inglaterra en procura de un acercamiento con ella que, de
producirse, quebraría la “entente” cordial anglo-francesa.
Y
fue así como tiempo después, una modificación de derechos de tonelaje, resuelta
por las autoridades porteñas que otorgaban apreciables ventajas comerciales a
la marina mercante británica por sobre las otras extranjeras, hubo de
determinar al gobierno de Washington, inesperadamente –¡business are
business; que diablos!– a realizar
las gestiones conducentes al restablecimiento de sus relaciones diplomáticas
con la Confederación Argentina.
Rosas
que, como es de suponer, no subestimaba el posible apoyo que podría prestarle
la patria de Monroe contra la agresión europea que veía venir, allanó todo
inconveniente. Sin hacer hincapié en el asunto pendiente de las Malvinas, se
dispuso a recibir a Mr. Watterson, “agente especial” del Departamento de Estado,
llegado con tal fin a Buenos Aires.
Watterson
–nos asegura Cady– “quedó poco menos que abrumado por la cordialidad y halagos
con que Rosas lo recibiera. Llegó a la conclusión de que el gobernador era un
segundo Jackson, es decir, un gran hombre del pueblo, uno de los elegidos por
la naturaleza”; por lo que, en abril de 1844, transmitió a Washington de que el
caudillo argentino “deseaba grandemente la reanudación de las relaciones
diplomáticas” (17). En (pág. 86) consecuencia, el 15 de noviembre de ese año,
William Brent como Encargado de Negocios de los Estados Unidos, quedaba
acreditado ante el gobierno de Rosas.
* *
*
Era
Brent uno de esos yanquis sin ninguna experiencia diplomática; un puritano
convencido de que los principios de Filadelfia, las máximas de Benjamín
Franklin y los apotegmas de Monroe, constituían las bases ideológicas y morales
del muevo mundo. De entrada nomás, el flamante Encargado de Negocios, hubo de
trabarse en una agria disputa, precisamente con su compatriota el capitán Pendergast,
de la marina de guerra estadounidense.
Rosas
bloqueaba, a la sazón, a Montevideo, usando de un derecho de guerra
universalmente admitido. No obstante ello, el capitán Pendergast –tomando
ejemplo en el comodoro inglés Purvis–, con parcialidad manifiesta, desconoció
ese derecho argentino, porque, como lo escribiera el propio Brent sin el menor
asomo de “solidaridad continental”, Buenos Aires carecía del requisito esencial
de todo bloqueo: “la fuerza y el poder de resistir con eficacia cualquier oposición”
(18).
La
crudeza oportunista del argumento indignó al bueno de Brent que abogaba a favor
del respeto al bloqueo impuesto por Rosas y reprochaba la ingerencia de los
marinos extranjeros, aunque fueran norteamericanos, en las contiendas
intestinas de Sudamérica. Sus protestas en este sentido no resultaron, del todo
estériles: el Secretario de Marina de la Unión le dio la razón al dirigir, el
27 de mayo, al comodoro Turner, jefe de la escuadra, el siguiente reproche:
“Este Ministerio, habría visto complacido que las naves de la marina de los
Estados Unidos diesen el ejemplo del respeto a los derechos de la potencia más
débil en momentos en que una escuadra europea violaba los derechos de una
nación americana”. Por lo demás, las
autoridades navales desautorizaron a su subordinado Pendergast con la siguiente declaración terminante: “La
doctrina de que la potencia bloqueadora debe ser lo suficiente poderosa, no
sólo para resistir a su enemigo sino también para imponerse a los neutrales
no puede ser admitida, toda vez que ello
limitaría el derecho del bloqueo únicamente a aquellas naciones que ejercen un
manifiesto predominio sobre los mares” (19).
Se
dijera, hilando muy fino, que este documento norteamericano referido a la
actuación de uno de sus tantos capitanes diseminados por el mundo, en sus
entrelíneas, con tímidas alusiones, pretendía cohonestar la inoperancia oficial
de los Estados Unidos ante los golpes de fuerza asestados meses atrás por el
jefe de la flota inglesa estacionada en el Plata, comodoro Purvis, con
menosprecio absoluto de la “doctrina” de Monroe.
El
conflicto que se estaba ventilando en la Banda Oriental, era, sin duda,
esencialmente americano: en última instancia sería un conflicto a resolverse
entre la Argentina y el Brasil. Nada pues, tenía que hacer allí –si nos
atenemos a la “doctrina” norteamericana–
Francia y Gran Bretaña. Empero, ambos imperios europeos, hacían y deshacían a
su antojo en la “Nueva Troya”. Al extremo de que en 1843, gracias al
entrometimiento del comodoro Purvis, Montevideo, en situación desesperada,
habíase salvado de caer en poder de Oribe. En efecto, el ejército federal
estrangulaba completamente a la ciudad, mientras que los barcos de Brown,
frente a su puerto, impedían la entrada de toda embarcación que condujera
abastecimiento de guerra “dejando en
todo lo demás a los buques y el comercio extranjero la misma libertad de que
han disfrutado hasta la fecha” (20), según órdenes expresas de Rosas.
Conviene
recordar que esta declaración del bloqueo, un día antes de hacerse efectiva,
había sido comunicada oficialmente por las autoridades de la Confederación al
cuerpo diplomático extranjero –integrado por el ministro inglés Mandeville–
quien le reconoció al gobierno argentino sus atribuciones de beligerante para
hacer uso de aquel derecho.
Mas,
en el agua, el fragoroso comodoro Purvis valido de su escuadra, pasando por
sobre Mandeville, resolvió desconocer nuestra soberanía debido a que, según él,
“había antecedentes de actos sancionados por el gobierno de S. M. estableciendo
el principio de no reconocer a los
países de Sud América como potencias marítimas autorizadas para el ejercicio de
tan importante y alto derecho como el bloqueo” (21). En consecuencia, pasando
de las palabras a los hechos, sus navíos apresan a la flotilla argentina: la
marinería extranjera desembarcada en Montevideo reabastece la plaza; y dos
legiones mercenarias de aventureros franceses e italianos, con armamento
completo, vienen a sumarse a su guarnición desmoralizada. Así se salvó Montevideo
en 1843. Inglaterra y Francia, desde entonces –¡y bien que lo sabía el
Departamento de Marina de los Estados Unidos!–, dictaban su ley en la ciudad
uruguaya como si se tratara de un protectorado común.
* *
*
(pág.
88) Puesto completamente fuera de combate Rivera, el 27 de marzo de 1845, en la
batalla de India Muerta, el pleito oriental parecía resuelto a favor de Manuel
Oribe, que dominaba, con excepción de dos puertos, Montevideo y Maldonado, todo
el territorio de su patria; al frente de 5.000 uruguayos y de 8.000 argentinos
a sus órdenes.
El
11 de abril de aquel año, con el beneplácito de Rosas, Brent, el Encargado de Negocios de los Estados Unidos,
interpone su influencia personal para que la plaza de Montevideo fuera
restituida, “sin violencias ni derramamiento de sangre” (22) a las autoridades
del Cerrito.
En
esto se estaba, cuando el arribo a dicha plaza del Comisionado Británico Ouseley frustra las buenas intenciones de
Brent. “Montevideo no debe ser tomada”, notifica apresuradamente el recién
venido a Mandeville que estaba en Buenos Aires. Y, el 10 de mayo, arremetía
Ouseley contra el gobierno porteño con un memorandum amenazante conminándolo a respetar “al
gobierno legítimo de Montevideo”. “Los términos de esta demanda –apunta Cady–, en
sí mismo, eran infundados ya que no había habido elecciones regulares en el
Uruguay desde el retiro de Rivera”.
Así
las cosas, se suceden entrevistas e intercambios de notas entre Ouseley, Arana
y Brent; hasta que, el 24 de mayo, el Ministro argentino, resuelve hacer saber,
concretamente, al Comisionado inglés, que su gobierno repudiaba toda
intromisión extraña en los asuntos del Estado Oriental; que las tropas
argentinas se retirarían del frente de Montevideo cuando su aliado el general
Oribe, Presidente legal del Uruguay, lo estimare pertinente, que como primer
paso para un acuerdo pacificador debería de reconocer Inglaterra el derecho
argentino de bloqueo; y que, con prioridad a la mediación británica, el
gobernador de Buenos Aires había aceptado la del Encargado de negocios de los
Estados Unidos.
La
nota de Arana, como era previsible, fue rechazada por Ouseley. El siguiente
comentario suyo refleja el fastidio que le produjo la oficiosidad del Encargado
de Negocios yanqui en el asunto que nos ocupa: “El hecho es que Mr. Brent
–escribía Ouseley al Foreing Office– nuevo en la diplomacia, aun cuando de edad
avanzada, ansioso de destacarse en su primer cargo diplomático y ambicionando
colocar a los Estados Unidos ante el mundo como el único campeón de toda la
América y especialmente de estas Repúblicas, es instrumento fácil en manos del
general Rosas. El Gobernador, explotando su vanidad senil y halagando sus
prejuicios personales y nacionales y su hostilidad (pág. 89) a Inglaterra, le
hace dirigir notas, convocar a reuniones diplomáticas, hacer protestas, etc.,
todo a gusto de S. E.” (23).
Un
día después de que Ouseley desechara la nota argentina, llegaba el
representante de Francia barón Deffaudis al teatro de los sucesos. Ambos
Comisionados dábanse cita en estas playas para imponer la mediación europea y
abrir, de paso, “las grandes arterias del continente sudamericano a la libre
circulación del comercio” (24) como dijera lord Aberdeen en el Parlamento de
Londres. SI Rosas se negaba a ello o se atrevía a oponer algún reparo, “los
comandantes de las escuadras Inglesa y Francesa recibirán órdenes de obtener
esos objetivos por la fuerza” (25) –rezaban inequívocamente, las instrucciones
para Ouseley–. “Las escuadras combinadas ocuparán los ríos, si es necesario, y
establecerán un bloqueo efectivo” (26); había recomendado también,
explícitamente, Guizot a Deffaudis.
Reunidos,
pues, los bien aleccionados mensajeros del imperialismo europeo, el francés
adhirió enseguida, con entusiasmo, a las medidas ya tomadas por su colega; por
lo que la gestión pacifista de Brent quedó definitivamente en la nada.
Algunos
escarceos dilatorios tuvieron todavía lugar entre los representantes del viejo
mundo y el Ministro Felipe Arana, hasta que, por fin, el 8 de julio,
presentaron aquellos al gobierno de la Confederación un ultimátum donde exigían
que los batallones argentinos se retiraran inmediatamente de frente a
Montevideo y dieran fin a una guerra que
“con sus horrores estremecía al mundo civilizado”, además de perjudicar los intereses
mercantiles ingleses y franceses. La mediación europea se transformaba, así,
súbitamente, en franca intervención favorable a los enemigos de Rosas: los
unitarios, Rivera y el Brasil.
“El
pretexto de la obstrucción del comercio en el Río de la Plata y sus afluentes
–comenta Saldías–, respondía al propósito de la Gran Bretaña y de la Francia de
crearse privilegios exclusivos. Estas potencias exigían la libre navegación de
los ríos argentinos; pero no sujeta a los principios generales del derecho de
gentes, sino una libre navegación especial para ellas… No la libertad para que
sus buques permaneciesen, cargasen y descargasen en todos los puertos
argentinos abiertos al comercio, sino el derecho de internarse en los afluentes
y navegar de puerto argentino a puerto argentino, sin mayores requisitos ni
condiciones. Como el texto de los tratados –prosigue Saldías– excluía de todo
punto este monstruoso privilegio, pues el gobernador argentino reservaba
naturalmente para la bandera nacional el comercio de uno a otro de sus puertos…
la Gran Bretaña y la Francia forzaron a cañonazos la entrada de los ríos
argentinos… Tal fue –concluye Saldías– la libertad de navegación que el
gobierno de Montevideo y la prensa unitaria exaltaron como una conquista de la civilización”
(27).
Rosas
no cedió ante el imperialismo insolente. Esta “nueva y gloriosa nación”
hispanoamericana, sin ayuda de nadie, conscientemente, aceptó el desafío
desproporcionado que le traían los dos imperios más poderosos de la tierra…
* * *
Si
la “doctrina” de Monroe fuera lo que afirman sus propagandistas –algo así como
la obligación internacional norteamericana para salir en defensa de “una
porción cualquiera de este hemisferio” cuando esa “porción” sufriese la
agresión de “cualquier potencia europea” para “oprimirla y dominar sus
destinos”–, evidente era que el gobierno de la Casa Blanca estaba en el deber
de asumir una actitud positiva ante la agresión anglo-francesa, cuya finalidad
consistía en establecer, por la fuerza, factorías comerciales en el Río de la
Plata.
Así
lo entendía por su parte, el Encargado de Negocios Brent, quien acá, en el
lugar mismo de los sucesos, se había tomado muy en serio los tópicos del
mensaje de 1823. Al extremo de que, el 2 de agosto de 1845, dirigió al Secretario
de Estado Buchanan una larga comunicación, donde luego de transcribir algunas
opiniones de Jefferson y de Monroe que reforzaban su tesis, planteaba la
urgente necesidad de que el gobierno tomara cartas en aquel asunto de flagrante
atentado europeo al continente americano.
Por
inspiración de Brent –según supone Cady– el “Daily Union” de Washington, vocero
del partido Demócrata, publicaba, sin firma, una carta de Buenos Aires de donde
se extractan estos párrafos sugestivos: “Ha existido durante mucho tiempo y
existe aún, un decidido propósito, especialmente por parte del gobierno
británico, de obtener una posición segura en estos países… El gobierno de los
Estados Unidos y el pueblo de los Estados Unidos deberían abrir los ojos ante
la crítica situación de estas repúblicas. ¿No es llegado el momento de saber
qué es lo que los Estados Unidos se proponen hacer de acuerdo con la carta de
M. Jefferson del 24 de octubre de 1823, dirigida a Mr. Monroe, el mensaje de
éste de diciembre de 1823 y el de Mr. Tyler del 11 de agosto de 1842? … ¿Se
permitirá a los países del Plata administrar sus propios asuntos sin la
intervención de las potencias europeas? ¿O serán reducidos por éstas a un
vasallaje comercial o sometidos tal vez a la misma forma de gobierno que la (pág.
91) India, Berbería, Grecia (y China tal vez)? … Los Estados Unidos pueden por lo menos
ejercer alguna influencia moral contra esta intervención europea en los asuntos
americanos. Lo que pueden, quieran o deban hacer, es cosa que debe ser resuelta
por los que están al frente del gobierno”.
Asimismo
algunos periódicos neoyorquinos trataron el tema –acaso subvencionados por
nuestro ministro Alvear–. “The New York Sun”, había dicho: “Nos complacemos en
ver que nuestro Encargado de Negocios ha protestado contra la injustificada
intervención en los asuntos domésticos de una república americana”. Y el “New
York Herald”, escribió “Esta injusta intervención revela el deseo de
introducirse (Europa) en el hemisferio occidental. El general Rozas se opone
heroicamente… La gran lucha entre el antiguo régimen y la joven democracia está
próxima a estallar…”
A
fines de 1845 –lo consigna Saldías–, en Nueva York tuvo lugar un mitin que votó
esta interesante conclusión: “Resuelto que miramos con sospecha y alarma la intervención
de los poderes europeos en los negocios del continente americano y que
confiamos en que el presidente Polk reiterará la política del presidente Monroe
respecto a resistir la intervención europea; y que en nuestra opinión la
poderosa misión de la Unión Americana exige que no permita que el despotismo
del viejo mundo transforme el principio
de la libertad republicana en ocasión de que se esfuerza en presentarse en todo
su esplendor en este continente”. Y “The
Journal of Comerce” estampaba por esas fechas: “No somos panegiristas del
gobernador Rosas, pero deseamos que nuestros compatriotas conozcan su verdadero
carácter… Verdaderamente él es un gran hombre; y en sus manos ese país (la
Argentina) es la segunda república de América”.
No
obstante los testimonios citados que traducen expresiones aisladas de la
inmensa opinión pública estadounidense, en su mensaje de 1845, la voz suprema
del presidente Polk ni siquiera mentó los atropellos europeos producidos en el
Río de la Plata. Y al invocar a la “doctrina” de Monroe, quizás para eludir
complicaciones peligrosas, el jefe de los Estados Unidos resolvió restringir
sus alcances con sospechosa modestia: “En ninguna parte del continente norteamericano
–precisó el primer magistrado– se implantará o establecerá, con nuestro
consentimiento, ninguna futura colonia o dominio europeo” (28).
De
la advertencia presidencial se infiere, sin equívoco posible, que, en el
extremo sur del continente, Gran Bretaña y Francia se encontraban fuera de la
jurisdicción de Monroe para ejercitar plenamente sus tropelías imperialistas!
Empero,
desde su cargo lejano, William Brent era el único funcionario yanqui que se
había tomado en serio la vieja alocución de 1823. Bloqueado en la ciudad porteña, se
desesperaba por encontrar una fórmula capaz de detener el inminente ataque
naval de los imperios europeos. Febrilmente despachaba órdenes a su paisano
Pendergast –el capitán de los mustios cañones– para que, en el río, hiciera
respetar los sagrados postulados monroístas. Mas, Pendergast, no le hacía caso,
y, para colmo, sostenía que los europeos siempre tuvieron razón. Brent se
revolvía indignado. Hasta que el 2 de septiembre de 1845, sin poder aguantarse
más, lanzó contra cada uno de los almirantes europeos esta advertencia tremenda,
si no fuera irresponsable: “En nombre de Estados Unidos de Norteamérica, niego,
señor, que esta decisión de los plenipotenciarios de Francia e Inglaterra
(Deffaudis y Ouseley) tenga validez alguna para declarar el bloqueo de las
costas y puertos de la Provincia de Buenos Aires. Desconozco también el derecho
de la escuadra aliada o de los jefes de las escuadras de Francia e Inglaterra
para establecer tal bloqueo. Y desconozco toda validez al mal llamado bloqueo
establecido en virtud de la decisión adoptada con tal motivo” (29).
La
expedición al Paraná fue la respuesta de los destinatarios al verbalismo
amenazador del Encargado de Negocios norteamericano. Y en tanto las baterías
vomitaban su metralla en la Vuelta de Obligado, míster Brent, fracasado, impotente
en Buenos Aires, conjuraba en vano contra Francia y Gran Bretaña al rayo
fulminante de Monroe!
* *
*
Quede
Brent clamando inútilmente en Buenos Aires. Otro colega suyo ha de reclamar
ahora nuestra atención en el asunto que nos ocupa: el ministro de los Estados
Unidos Mr. Henry H. Wise, acreditado ante la corte de Braganza en Río de
Janeiro.
En
1844, mientras, muy en secreto, a nombre de su patria, el vizconde de Abrantes
–haciendo caso omiso de la “doctrina” de Monroe– gestionaba en Europa la
intervención anglo-francesa contra el eje, americanísimo, Rosas-Oribe;
mientras, por otra parte, con duplicidad inaudita, las autoridades cariocas –al
revés de Sinimbú, su agente en Montevideo– aseguraban a nuestro ministro Guido
que el derecho argentino para bloquear los puertos uruguayos sería reconocido
por el Imperio; mientras esta diplomacia del Palacio de San Cristóbal parecía
multiplicar al infinito las intrigas de su pérfido juego, el canciller Franca
–con bien poca franqueza, a la verdad–
dirigíase al representante norteamericano Wise
preguntándole “si los Estados Unidos
no se unirían al Brasil para poner fin a la guerra, por la fuerza si
fuese necesario, antes de permitir que Inglaterra y Francia se interpusiesen y
adquiriesen una influencia predominante en la región del Plata” (30).
Parecen
mentiras tantas mentiras juntas. Sin embargo la estilización del embrollo ha
constituido una técnica para los internacionalistas del Brasil. Detrás de un
cúmulo de engaños y de contradicciones superficiales, enmascararon ellos
siempre un propósito invariable, firmísimo: impedir la integración de una
grande Argentina futura dentro de los límites históricos del virreinato del Río
de la Plata. Ese ha sido, es y será, el objetivo fundamental de la política
exterior brasileña. Al logro de tal fin todos los medios han de resultarle
lícitos.
Sorprende,
por lo tanto, comprobar, que el ministro Wise viviera tan desprevenido en Río
de Janeiro ignorando los entretelones de aquella política tradicional; al extremo
de que –con una indiscreción digna de mejor causa– satisfizo la curiosidad de
Francia, a quien adelantó que los Estados Unidos, sin duda, apoyarían al Brasil
en sus propósitos, “e interpondrían sus
buenos oficios para detener la guerra entre Montevideo y Buenos Aires” (31).
Es
que Wise, completamente engatusado con las lisonjas que a diario recibía de los
funcionarios cariocas, ambicionaba para su persona un papel de primera fila en
el ajetreo diplomático continental. Suyas son las siguientes apreciaciones
sobre un monroísmo compartido, que trasmitió a Washington en enero de 1845: “El
tema favorito de todos aquellos a quienes trato es el de la política Americana.
Los Estados Unidos y el Brasil son las hermanas mayores del Norte y Sudamérica
y son moralmente responsables por toda la familia de naciones del Nuevo Mundo.
Me reclaman la intervención de los Estados Unidos en los asuntos de Montevideo
y Buenos Aires y mi respuesta favorable es que el Brasil debe tener la
preferencia para ofrecer sus buenos oficios y mediar en Sudamérica. Los Estados
Unidos –y aquí concordaba Wise con el mensaje de Polk– bastante hacen con
defender la política americana en el continente Norteamericano” (32).
La
opinión privada del señor Wise –heresiarca, en definitiva, del monroísmo– era
de que, descartada la mediación de los Estados Unidos en la cuestión del Plata,
al Brasil, en su calidad de “hermano mayor”, le correspondía ser el árbitro
regulador en los asuntos sudamericanos. Tan luego el Brasil que en esos (pág.
94) precisos instantes –desde el punto de vista yanqui– profanaba a la
“doctrina” de Monroe instigando una intervención europea que impidiese la
consolidación de un Caudillo popular en esta parte de América; al Brasil cuya
cancillería, dos años atrás, no había tenido escrúpulos en proponer al gobierno
de Rosas la intervención conjunta al Uruguay, so pretexto de que allí Rivera
fomentaba las sublevaciones de Río Grande; al Brasil que acababa de dar uno de
sus clásicos golpes reconociendo la independencia del Paraguay, para sumarlo a
los enemigos de la Confederación Argentina. Ese Imperio postizo y esclavócrata,
desintegrador de pueblos hermanos, apéndice sempiterno de las grandes potencias
imperialistas de afuera, estaría destinado –según opinaba Wise– a ejercer, por delegación
norteamericana, la superintendencia monroísta en la altiva América del Sur. Así
cuando el diplomático yanqui tropezó con Ouseley en su breve recalada por Río
de Janeiro de paso para Buenos Aires, intentó convencerlo, no sin ingenuidad,
de que Inglaterra debía apoyar las demandas brasileñas contra Rosas, ya que los
Estados Unidos “como no habían sido parte de la cuestión debían quedarse
alejados de ella”.
Como
míster Ouseley no atravesaba el Atlántico para defender los intereses del
Brasil y sí los del Imperio Británico –aunque aquellos, de rebote, se
favorecían con una humillación argentina–, el Comisionado inglés desechó los
proyectos tropicales del ministro norteamericano, instrumento inconsciente, al
perecer, de la diplomacia de San Cristóbal.
*
*
*
A
fines de julio de 1845, llegaba a Río de Janeiro, en tránsito para la Asunción
del Paraguay, Edward A. Hopkins, agente especial del presidente Polk ante el
gobierno de Carlos Antonio López.
Hopkins
venía destinado a representar en el Paraguay los intereses comerciales
norteamericanos al par que asegurarle al mandatario de esa nueva república:
“que los Estados Unidos estaban sumamente interesados por la independencia y
prosperidad de ese país y de precaverle
de otorgar privilegios especiales o comprometerlo en alianzas” (33). En cuanto
a la irreductible posición de Rosas negándose a reconocer a la vieja provincia
guaraní como Estado independiente y a internacionalizar los ríos interiores
argentinos, Hopkins daría seguridades a Carlos López de que “el gobierno de los
Estados Unidos, si fuese menester, interpondrá sus buenos oficios ante el de
Buenos Aires, para inducirlo a abrir ese gran río al comercio de las demás naciones”.
Además, si el Paraguay “hubiese adquirido la estabilidad y solidez propias de
una nación independiente”, el presidente Polk
recomendaría al Congreso yanqui el reconocimiento formal de su
independencia.
“Wise
–nos refiere Cady– procedió de inmediato a apropiarse de la misión Hopkins para
sus fines personales”, que –extraña coincidencia– concordaban punto por punto,
con las miras de la diplomacia brasileña. El agente de Polk, aleccionado ahora
desde Río de Janeiro, partió para la Asunción a fin de convencer a López
–envuelto ya por los sucesos políticos que se precipitaban a su alrededor–
adoptase una “tercera posición” que consistía en no ceder ante Rosas, ni pactar
con las potencias europeas. En adelante el Paraguay, junto con Corrientes, su
aliada, debería de obrar de común acuerdo con el Brasil; aunque en todo momento,
claro está, contra el Caudillo de la unidad argentina.
Con
estas directivas Hopkins arribó a su destino; y después de agenciarse del
presidente López la concesión exclusiva para instalar una compañía de
navegación a vapor por aguas paraguayas, “comprometió a su gobierno en forma
incondicional al reconocimiento del Paraguay” (34). Cash and carry; toma
y daca: López le aseguraba al yanqui el monopolio de lo que prometía ser un
fabuloso negocio, y, el yanqui, en cambio, a su vez, a nombre de los Estados Unidos,
se encargaría de presionar para que Rosas admitiese los hechos consumados,
reconociendo la independencia paraguaya con la libre navegación de sus ríos.
Por
esas fechas el Paraguay y Corrientes se encontraban en guerra con la
Confederación Argentina. Vigilando las cosas desde su observatorio de Río de
Janeiro, el incansable Wise estimó conveniente movilizar a su oficioso colega
en Buenos Aires, Brent, para que éste, en su carácter de diplomático,
propusiese a Rosas la mediación de los Estados Unidos en aquel conflicto
argentino-paraguayo. El gobernador porteño –cuyas tropas acababan de desbaratar
en Corrientes a Paz y a los Madariaga–, aceptó, en principio, la oferta que le
traía Brent, ordenando a Urquiza detener su marcha de invasión al Paraguay. Pero
antes de haberse recibido en Río de Janeiro esta noticia tranquilizadora, el
ministro Wise, siempre a título personal, había despachado a Hopkins para
Buenos Aires con encargo de intimidar enérgicamente, nada menos que a don Juan
Manuel de Rosas.
Arana
recibió en privado al terrible Hopkins, el 28 de febrero de 1846, y le hizo
saber que su falta de credenciales lo inhibían para tomar parte en cualquier
negociación de carácter diplomático. El yanqui enfurecido entonces, luego de
refugiarse sano y salvo en un barco de guerra, hizo llegar a Rosas una carta
insolente –“tal vez única en los anales de la diplomacia norteamericana”,
piensa equivocadamente Cady.
Comenzaba
Hopkins por decir que “puesto que los compatriotas del Dictador no se atrevían
a hablar, él daría algunos consejos bien necesarios. La patria de Rosas –agregaba– bien merecido
tenía el desprecio de que entonces era objeto. Su crédito estaba perdido, la
libertad suprimida, el Poder Ejecutivo era despótico, la judicatura instrumento
corrompido de opresión, y la Legislatura títere servil del Dictador. ¿Por qué
no se ponía el Gobierno a la altura de los acontecimientos, olvidaba el pasado,
limpiaba la prensa soez, celebraba un tratado con el Brasil, reconocía la
independencia del Paraguay como lo harán los Estados Unidos, y confiaba la cuestión de la
navegación de los ríos al Congreso General?”. “Ahora es el momento –continuaba
diciendo textualmente la carta– en que como los griegos de la antigüedad… los
estados sudamericanos deben poner fin a sus guerras intestinas para combatir al
enemigo común... ¿Por qué no declarar con decisión la guerra a Gran Bretaña y a
Francia y confiscar todos los bienes de ambas naciones? –pontificaba el émulo
subalterno de Monroe– Completamente sumergido en ese delirio de fariseismo
democrático a que nos tienen acostumbrados los sajones del norte, Hopkins se
encaraba con Rosas: “Vd. conoce el motivo de esta carta; Vd. sabe que proviene
del amor que ha nacido en mí, amor puro y sagrado, superior a todos los demás,
amor de quien sacrificaría, si le fuese posible, diez mil vidas por América…” Y
aludiendo a los Estados Unidos y a su propia persona, en tono de sermón,
Hopkins le endilgaba a don Juan Manuel las siguientes advertencias filosóficas:
“Este país y este hombre son ahora sus mejores amigos y harían por Vd., si se
les permitiese, más que nadie en la tierra. Deténgase antes de añadirlos a la
lista de sus enemigos. La vida se conquista fácilmente en medio de la anarquía
y de la confusión; ella constituye un menguado don, unida a la deshonra. Se
vuelve entonces castigo, que se torna más grande y terrible por cada hora que
se prolonga” (35).
Este
documento grotesco, dado a conocer en Montevideo, puso definitivamente en
ridículo la política de los Estados Unidos en Sudamérica. El trío
Hopkins-Wise-Brent, fue removido; y el Departamento de Estado dejó en suspenso
el reconocimiento del Paraguay: “Solamente por respeto a la República Argentina
–explicaba Buchanan a Harris, sucesor de Brent en Buenos Aires– y en consideración
a la lucha heroica que está librando contra la intervención armada de Gran
Bretaña y Francia en los asuntos de las
repúblicas del río de la Plata y sus tributarios” (36). Hasta el propio
presidente Polk hubo de dar excusas al representante argentino general Alvear;
y, con evidente disgusto, estampó en su diario íntimo este juicio lapidario:
“La conducta de Mr. Wise en el Brasil y de Mr. Brent en la República Argentina
al intervenir en los asuntos internos de los gobiernos sudamericanos y, en
especial, al ofrecer la mediación de su gobierno, no solamente carecía de
autorización sino que estaba destinada a ocasionar graves daños. Mr. Brent ha
sido sustituido por Mr. Harris, y Mr. Wise regresará en el curso del próximo
invierno. Sus sucesores recibirán instrucciones de no poner ni comprometer a su
gobierno en situaciones difíciles. Es en verdad irritante que representantes en
el extranjero como Mr. Wise y Mr. Brent –concluía Polk– hayan actuado con tan
poca circunspección y juicio” (37).
* * *
¿Cuál
era, pues, la política oficial del presidente de los Estados Unidos frente a estos ataques europeos al continente
americano? La interpretación de la “doctrina” de Monroe tuvo entonces –apunta
Carlos Pereyra– “a las tres cabezas, y en cada cabeza no sólo una concepción
distinta de las cosas, sino una actitud diferente. Monroe –sigue Pereyra–
estuvo representado por un Encargado de Negocios, Brent, en Buenos Aires; por
un marino, Pendergast, que navegaba en aguas del Plata, y por el Ejecutivo Federal
con residencia en Washington” (38). ¿Qué pensaba la cabeza de Washington? Si
nos atenemos al recordado mensaje presidencial de 1845, la “doctrina” monroísta
tendría aplicación dentro del área norteamericana y nada más: si las palabras
inequívocas de Polk habían sido terminantes a este respecto, las actitudes de
su Secretario de Estado, Buchanan, no lo serían menos, como veremos enseguida.
Antes
dijimos que, en varias oportunidades, los periódicos de Washington y de Nueva
York (Alvear sabía estimular positivamente al periodismo) se ocuparon en
recordar a los hombres de la Casa Blanca que tenían deberes monroístas que
cumplir frente a los imperialismos europeos que atacaban a la Argentina.
Precisamente, a raíz de un comentario del “Daily Unión” sobre la agresión
anglo-francesa al Río de la Plata donde se leía: “Este es el comienzo del plan
europeo de hacer y deshacer gobiernos a su gusto… Niegan toda intención de
adquirir territorios, pero en cambio esos territorios deben ser gobernados en
la forma que ellos impongan. Nuestros intereses comerciales en el Río de la (pág.
98) Plata son demasiados importantes para que consintamos en dejarlos
sacrificar. Es aún de mayor importancia vital para nuestra reconocida política
nacional mantener a este Continente libre e inviolable frente a la agresión
extranjera” (39); precisamente a raíz de este comentario –decíamos–, el
embajador británico en Washington, Mr. Pakenham, se entrevistó, el 13 de
octubre de 1845, con el secretario Buchanan, quien dio seguridades de “que el
gobierno de los Estados Unidos no tenía intención de intervenir u oponerse en
forma alguna a los esfuerzos realizados por el gobierno de Su Majestad y el de
Francia para la pacificación de ambas repúblicas sudamericanas” (40).
Poco
tiempo después, a propósito de aquel entrometimiento oficioso de Brent que
Rosas estimuló hábilmente, Pakenham, de nuevo, por orden superior del Foreing
Office, debió entrevistarse sin demora con Buchanan para “llamar la atención
del gobierno de los Estados Unidos por la conducta de Mr. Brent e invitarle a
dar a éste instrucciones que aseguren en lo futuro su abstención de intervenir
en las negociaciones pendientes, a menos de ser invitado por todas las partes
interesadas” (41).
El
posterior informe que Pakenham mandó a Londres relatando los pormenores de
aquella entrevista con el Secretario de Estado, expresaba lo que sigue: “Mr.
Buchanan me repitió en forma categórica… respecto a la decisión del Presidente
de disponer el regreso de Mr. Brent… Pero… las palabras de Mr. Buchanan al
declinar toda responsabilidad por los procedimientos de Brent fueron menos
claras y satisfactorias que las vertidas en anteriores entrevistas… Se refirió
al recelo con que el pueblo americano veía toda intervención en los asuntos de
este continente, y agregó que comenzaba a difundirse la idea de que los
gobiernos de Gran Bretaña y Francia se proponían retener la isla de Martín
García con el propósito de asegurarse para sí franquicias comerciales
exclusivas en esa región del mundo… El gobierno de los Estados Unidos no
abrigaba tal sospecha… él se había referido a ella tan sólo como prueba de la
susceptibilidad del pueblo americano en todas esas cuestiones” (41).
Así
estaban las cosas, cuando con desagradable sorpresa fue conocido en Washington
el irresponsable desafío verbal de Brent a los almirantes europeos: “Mr.
Buchanan –informó entonces el “Daily Unión recogiendo la palabra oficial– se
expresó en términos de absoluta desaprobación y declaró que ello había
aumentado el deseo del presidente de destituir a Mr. Brent de su cargo… Agregó,
clara y explícitamente, que la persona que sucediese a Brent recibiría
instrucciones de abstenerse de toda intervención en las actividades de los
gobiernos de Gran Bretaña y Francia en esa región del mundo” (42).
En
el mes de marzo de 1846, Pakenham volvía a comunicar a Londres que Buchanan le
había asegurado terminantemente que “las instrucciones de Mr. Harris (sucesor
de Brent) serán de observar la más estricta neutralidad, de no intervenir en
forma alguna en las actividades de Inglaterra y Francia en el Río de la Plata” (43).
Esas instrucciones para Harris aludidas por Pakenham, precisaban la real
posición del Departamento de Estado con respecto a la cuestión del Plata; ellas
son –juzga Cady con verdad– la “prueba
final de que el gobierno de Polk venía tolerando en forma deliberada de
violación de la Doctrina Americana”.
Tales
instrucciones redactadas por Buchanan con fecha 30 de marzo de 1846, en su
parte pertinente, dicen así: “El último mensaje anual del Presidente al
Congreso ha expuesto en forma clara la gran Doctrina Americana de oposición a
la intervención de los gobiernos europeos en los asuntos internos de las
naciones de este continente, que parece innecesario agregar una palabra más a
este respecto. Es evidente para el mundo entero que la Gran Bretaña y Francia
han violado este principio en forma
flagrante con su intervención armada en el Plata. Si bien las
circunstancias reinantes impiden a los Estados Unidos tomar parte en la guerra
actual, el Presidente, sin embargo, desea que toda influencia moral de esta
república sea puesta a favor de la parte agraviada. Deseamos, cordialmente, que
la República Argentina tenga éxito en su lucha contra la intervención extranjera. Es por estas razones que, aunque el gobierno
de los Estados Unidos nunca autorizase a su antecesor Mr. Brent a ofrecer su
mediación en los asuntos de Gran Bretaña y Francia con la República Argentina,
ello no ha sido desaprobado públicamente. Vd. sin embargo, no deberá seguir su
ejemplo sin instrucciones expresas… Será de su deber de vigilar atentamente los
pasos de esas dos potencias en esa región, y en caso de que cualquiera de
ellas, en violación de la (antes mencionada) declaración, intentare adquirir
territorios, Vd. deberá hacerlo saber de inmediato al gobierno… Todas las
naciones del continente deberían abrigar el propósito de resistir la
intervención europea y mantener la libertad e independencia de sus respectivos
gobiernos. El Gobierno y el pueblo de la República Argentina, con su conducta,
ha revelado a todo el mundo que comprenden la importancia de afirmar esos
principios y que tienen el valor de sostenerlos contra dos de las mayores
potencias de Europa. Deberá, por
consiguiente, esforzarse de continuo, tanto
en público como en privado, en expresar a ese gobierno y al pueblo, cuán
profundamente nos interesamos por su éxito y cuán deseosos estamos de mantener
con ellos las relaciones más amistosas” (44).
* *
*
El
encogido mensaje presidencial de 1845 también tuvo –con relación a los
acontecimientos rioplatenses– alguna repercusión parlamentaria. El senador
Allen, de Ohío, presentó un proyecto altisonante al Senado en el sentido de que
el cuerpo debía “declarar solemnemente al mundo civilizado” que los Estados Unidos
estaban dispuestos a “imponer por la fuerza” los principios de Monroe cada vez
que las potencias extracontinentales se inmiscuyeran en los asuntos de América.
La
manida retórica de Allen resultaba peligrosa en esos momentos de que la
prepotencia europea campeaba por el Río de la Plata; por eso, inmediatamente,
fue objetada por el viejo Calhoun, quien aclaró, en primer término, que según
las informaciones que tenía en su poder “la intervención de Francia e
Inglaterra en los asuntos del gobierno de Buenos Aires constituye una afrenta
de carácter arbitrario sin precedentes en la historia de las naciones. Pero,
–agregó, prudente– la cuestión importante que involucraba esa declaración de
Allen era “si debíamos nosotros tomar bajo nuestra tutela toda la familia de
estados americanos y obligarnos a otorgarles nuestra protección contra toda
agresión extranjera… Si el senador por Ohío fuera sincero –siguió diciendo el
prócer– debió proponer una declaración invitando al gobierno a intervenir
enseguida a favor de Buenos Aires, prepararse para poner esa República bajo
nuestra protección y rechazar la intervención de Francia en sus asuntos…” Y más
adelante, al replicar al senador Cass que apoyaba también aquella moción de
Allen, Calhoun, en su carácter de patriarca, de único sobreviviente del
gabinete histórico de Monroe, hizo fracasar el belígero proyecto de su colega
con estas palabras sencillas, sinceras, casi confidenciales: “Monroe era un
hombre inteligente, y no tuvo propósito alguno de agobiar al país con una tarea
que no pudiese cumplir… Si se aprueba la declaración (de Allen) nos veremos
obligados a intervenir cada vez que una nación europea, justa o injustamente,
entre en conflicto armado con cualquiera de las naciones del continente. ¿No
será mejor esperar que se produzca la emergencia en la que tengamos suficiente
interés como para intervenir y el poder necesario para hacer eficaz nuestra
intervención? ¿Qué efecto práctico podrán tener las bravatas y las
baladronadas? ¿No provocarían la
desconfianza de Inglaterra?” Y con esta
recomendación digna de Perogrullo o de Sancho Panza, Calhoun terminaba su
peroración parlamentaria: “Debemos considerar cada caso en sí, de acuerdo con
las propias circunstancias, teniendo siempre cuidado de no afirmar nuestros
derechos hasta no sentirnos capaces de defenderlos” (45).
* *
*
Tales
fueron, en síntesis, las diversas actitudes, oficiales y oficiosas, asumidas
por el gobierno y los funcionarios estadounidenses durante las reiteradas
agresiones europeas en tiempo de Rosas.
Cien
años de experiencia histórica –donde se acumulan tantos hechos lejanos y
cercanos– destruyen muchas patrañas. Los argentinos, a esta altura de la vida,
sabemos a qué atenernos cuando la propaganda panamericana nos aturda con
aquella “solidaridad” proverbial de los Estados Unidos para con sus
contrapuestos e ineluctables vecinos del hemisferio occidental.
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- - - - o 0 o - - - - -
(1)
“Correspondencia Diplomática de los Estados Unidos concerniente a la
independencia de las Naciones de Latino América”, recopilada por W.R. Manning.
(2) “De Monroe a
la Buena Vecindad”, por Carlos Ibarguren (h).
(3) “La Doctrina
de Monroe y su aplicación en la República Argentina”, por José M. Rosa (h).
(4) Transcripto
en “El Mito de Monroe”, por Carlos Pereyra.
(5) “La
Intervención Extranjera en el Río de la Plata, 1838-1850”, por John F. Cady.
(6)
“Negotiation” del Archivo del Almirante Leblanc, existente en la biblioteca del
Jockey Club.
(7) “Historia de
la Confederación Argentina”, por Adolfo Saldías.
(8) Cady, ob. cit.
(9) Cady, ob. Cit.
(10) Saldías, ob.
Cit.
(11) “Correspondencia
sostenida entre el Exmo. Gobierno de Buenos Aires, etc., etc., y el Sr. don B.
Nicolson, capitán comandante, etc. etcétera, sobre la cuestión promovida por la
Francia, etc., etc.; folleto editado en Bs.
As. el año 1839.
(12) Imprenta
del Estado 1840.
(13) Versos
extraídos del volumen “Apuntes sobre la juventud de Mitre y Bibliografía de
Mitre”, por Adolfo Mitre, Manuel Conde Montero y Juan A. Farini.
(14) Citadas en
“La Independencia del Paraguay”, por Alberto Ezcurra Medrano.
(15) Cady, ob. cit.
(16) Citado en “Los
Cinco Errores Capitales de la Intervención Anglo-Francesa en el Plata”, por
José Luis Bustamante.
(17) Cady, ob. cit.
(18) Cady, ob. cit.
(19) Cady, ob. cit.
(20) Saldías, ob.
cit.
(21) Saldías,
ob, cit.
(22) Cady, ob. cit.
(23) Cady, ob. cit.
(24, 25, 26) Bustamante, ob.
cit.
(27) Saldías,
ob. cit.
(28) “La
Diplomacia de los Estados Unidos en la América Latina”, por Samuel Flagg Bemis.
(29, 30) Cady, ob. cit.
(31, 32) Cady, ob. cit.
(33) Cady, ob. cit.
(34) Cady, ob. cit.
(35) Cady, ob. cit.
(36, 37) Cady, ob. cit.
(38) “Rosas y
Thiers”, por Carlos Pereyra.
(39, 40, 41) Cady, ob. cit.
(42, 43) Cady, ob. cit.
(44) Cady, ob. cit.
(45) Cady, ob. cit.
Fuente:
Revista del Instituto de
Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 14, Buenos Aires, Febrero de 1949, pp. 75-101.
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