jueves, 29 de enero de 2015

LOS ESTADOS UNIDOS Y LAS AGRESIONES EUROPEAS EN LOS TIEMPOS DE ROSAS


Juan Manuel de Rosas.



Por Carlos Ibarguren (h)

Para todo ciudadano arraigado a una comunidad nacional que se respete, en las actuales circunstancias por que atraviesa el mundo, la presencia incontrastable de los Estados Unidos tiene que resultarle obsesionante. En efecto, hoy –fuera del conjunto absorbido por Rusia– parecería no haber país destinado a salvarse de la fiscalización que ejercen los norteamericanos en su carácter de propietarios de la victoria. Ya se trate del manejo de las relaciones exteriores, económicas o culturales; ya de la orientación ideológica de su política interna; ya del ajuste de sus instituciones tradicionales a las nuevas exigencias del orden social; ya, en suma, se trate de cualquier manifestación de autonomía que exteriorice un pueblo celoso de su destino; ahí, fatalmente, dicho pueblo –margen del comunismo se entiende– habrá de tropezar con los intereses, los perjuicios y las pretensiones que fundamentan al “coloso del Norte”. Y si a esta exorbitante tutoría se le agrega aquella propaganda imperativa y excluyente que no ceja ni a sol ni a sombra, tendremos entronizado, allá y acá y en todas partes –cierto que con obstinación democrática– al famoso imperialismo yanqui.
Dispense usted lector la manera un tanto apocalíptica de entrar en materia. Sensibles al ambiente que nos rodea, nosotros tampoco hemos podido prescindir aquí de los Estados Unidos; pero fuimos a buscarlos en otro momento trascendental de la Historia Argentina, en la época de Rosas, cuando por dos veces el gobernador porteño afrontó, solo, sin “doctrina” de Monroe, acaudillando a un pueblo enardecido, los atropellos de las grandes potencias europeas: Francia y Gran Bretaña.
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En aquel tiempo la Argentina estaba muy lejos de los Estados Unidos; no obstante éstos haber reconocido la independencia hispanoamericana, colectivamente, en 1822.
César Rodney, el primer plenipotenciario estadounidense, llegó a nuestro país convenientemente advertido por el Secretario de Estado Adams, de que “más que cualquiera otra de las provincias suramericanas, Buenos Aires ha sido también teatro de intrigas europeas” (1). Y, generalizando más tarde estas preocupaciones y desconfianzas antieuropeas para todo el continente, el 2 de diciembre de 1823, el presidente Monroe declaraba en un mensaje que sería famoso: “Consideramos peligroso para nuestra paz y seguridad cualquier propósito (de las potencias de la Santa Alianza) de extender sus sistemas a una porción cualquiera de este hemisferio. No podríamos contemplar sino como manifestación inamistosa para los Estados Unidos, que cualquiera potencia europea interviniese en ellos para oprimirlos o dominar sus destinos. . . Es imposible que las potencias extiendan su sistema sin poner en peligro nuestra paz y nuestra felicidad, no pudiendo creer nadie que nuestras hermanas meridionales, si se las dejara por su cuenta, lo aceptarían por su propio acuerdo. . .” (2).
El gobierno del general Las Heras, encargado de las relaciones exteriores en las Provincias del Río de la Plata, al tener conocimiento oficial de los términos del mensaje de Monroe, consideró “de su deber apoyarlos, y en tan sentido aprovechará cualquier oportunidad que para ello se presente” (3). Las Heras no tenía porque sospechar, en esa ocasión, que la susodicha “doctrina” estuviese urdida, exclusivamente, para la defensa propia y el engrandecimiento territorial de los Estados Unidos. Daniel Webster sería bien explícito al respecto, en 1826 en el Parlamento de Washington, al manifestar que aquella actitud del presidente Monroe “no nos obliga a tomar las armas por todo sentimiento hostil de las potencias europeas hacia la América del sur. Si los Aliados (Santa Alianza) hubieran enviado una armada poderosa a las provincias más lejanas a nosotros, como Chile o Buenos Aires; la distancia del teatro –puntualizaba al representante de Boston– nos habría obligado a contentarlos con hacer una advertencia. Pero el caso habría sido diferente –concluía Webster– en las costas del golfo de México” (4). ¡Cómo se mostraba de encogida, antaño, la “solidaridad continental” de los Estados Unidos!
En 1831, a raíz de una protesta del cónsul estadounidense en Buenos Aires motivada por haberse capturado a unas goletas de su nación que, clandestinamente, cazaban ballenas en jurisdicción de las islas Malvinas, el buque de guerra norteamericano “Lexington”, por sorpresa, atacó al puerto Soledad arrasándolo todo. Tal procedimiento escandaloso entre naciones civilizadas que no fue desautorizado desde Washington, provocó una enérgica reclamación de nuestro gobierno; y con el nuevo Encargado de negocios venido del norte, Rosas rehusó negociar sobre el asunto sin antes recibir satisfacciones por el atentado a nuestra soberanía. El funcionario extranjero entonces, destempladamente, hizo abandono de Buenos Aires, aconsejando –nos ilustra su compatriota el historiador John J. Cady– “a los Estados Unidos declararán la guerra al insolente gobierno de Buenos Aires” (5). Meses atrás (debería decir: Meses después) –nadie lo olvida–, la corbeta inglesa “Clio”, a nombre de Su Majestad Británica, tomó posesión indefinida de las islas Malvinas con el visto bueno de los Estados  Unidos, cuyo Departamento de Estado alegaría, mucho después, que la “doctrina” de Monroe no estuvo afectada, en este caso, en razón de que las pretensiones de Albión sobre nuestro archipiélago eran anteriores a 1823.
            Los hechos expuestos determinaron una interrupción de relaciones diplomáticas entre la Argentina y la República del Norte, hasta 1844.
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           Entre tanto –de 1838 a 1840– va a desenvolverse, aquí, el drama de una intervención europea, mezclada a la guerra civil, que tuvo su punto de arranque en esas reclamaciones (los casos Lavié, Bacle y Despouy y el enrolamiento de los residentes franceses en las milicias) hechas por un vice-cónsul francés, a quien Rosas, con derecho, desconoció personería suficiente.
           No vamos a volver sobre los pormenores del entredicho con sus largas derivaciones belicosas y diplomáticas. Para ello recomendamos al lector el notable trabajo de Roberto de Laferrere intitulado “El Nacionalismo de Rosas” publicado en el volumen 2 y 3 de esta Revista. Definitivamente averiguado está, por lo demás, que aquéllas reclamaciones de Roger fueron esgrimidas como un pretexto destinado a “no dejar escapar esta ocasión favorable para someter a Rosas o derrocarlo, y establecer la influencia de Francia, a la vez, en Buenos Aires y en Montevideo” (6) –diciéndolo con palabras del propio comandante de la escuadra agresora– . Y triste, resulta repetirlo, a remolque de los navíos que nos envió la monarquía de Luis Felipe, en su calidad de “auxiliares” subvencionados con dinero francés, Fructuoso Rivera y la Comisión unitaria de Montevideo, desencadenaron la guerra contra la Confederación Argentina, que, a la sazón, enfrentaba un conflicto armado contra Bolivia.
           Pero, como nadie ignora, a don Juan Manuel de Rosas no se le achicó el ánimo en ese trance decisivo y terrible. Con inquebrantable energía supo resistir las ínfulas del vice-cónsul Roger; la artillería desafiante del almirante Leblanc; la defección de tantos compatriotas suyos, que –como escribiera Lavalle a Chilavert– “por un interés propio muy mal entendido, quieren trastornar las leyes eternas del patriotismo, del honor y del buen sentido” (7). Rosas, repitámoslo una vez más, con la bandera de la nacionalidad en alto, nunca estuvo dispuesto a transigir si se le coaccionaba “en forma militar a aceptar reclamaciones que encontrarían poca dificultad en ser admitidas de ser presentadas por persona debidamente autorizada para tratar de ellas”. “Exigir –agregaba arrogante nuestro caudillo– sobre la boca del cañón privilegios que solamente pueden concederse por tratado, es a lo que este gobierno, tan insignificante como se quiera, nunca se someterá” (8).
           En consecuencia, los franceses estrechan el bloqueo; la crisis económica y mercantil se agudiza; Martín García cae en poder del enemigo; en Buenos Aires irrumpe iracunda la Mazorca. Lavalle –trastornado al fin por Varela invade el territorio nacional apoyado por la escuadra de Francia; y, en la propia Confederación acosada, en el litoral, al sur, al norte, en Cuyo, estallan los levantamientos y abortan las conspiraciones al influjo anarquizante de la prepotencia extranjera.
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Frente a esta guerra traída al Río de la Plata por un imperio europeo resuelto a “establecer la influencia de Francia en Buenos Aires y en Montevideo”, el gobierno de Washington –árbitro discrecional e inapelable de la “doctrina” de Monroe–, juzgó prudente guardar silencio. Ni la más leve “advertencia” –que recomendara Webster para los casos en que las potencias europeas “hubieran enviado una armada poderosa contra las provincias más lejanas como Chile o Buenos Aires”– sería formulada por los hombres de la Casa Blanca. Y eso que Foster  –modesto cónsul estadounidense en Buenos Aires– desde la ciudad bloqueada, exasperado con las trabas a que eran sometidas las embarcaciones de su bandera por la escuadra de Leblanc, se había permitido sugerir, el 2 de abril de 1838, al presidente Van Buren declarase que: “en virtud de la Constitución y la política de los Estados Unidos, todo el estuario del Plata constituía mar territorial de la Argentina” (9).
            Tal sugerencia –“absurda”, según Cady– perdida en un insignificante informe consular reservado, resulta, acaso, el único testimonio de solidaridad “oficial” –digamos así– que pueden hacer valer los yanquis para aquella emergencia. Y no se nos alegue que los políticos del norte desconocían entonces la naturaleza del conflicto. Del “Noticiero de Ambos Mundos”, editado en Nueva York, son estos conceptos que recoge Saldías: “Hemos visto al gobierno de Montevideo dar favor y ayuda a los injustos agresores, lo mismo que a los descontentos de Buenos Aires refugiados allí… En medio de esto un héroe vemos brillar: este héroe es el presidente de Buenos Aires, el general Rozas. Llámenle enhorabuena tirano sus enemigos; llámenle déspota, nada nos importa todo esto; él es patriota, tiene firmeza, tiene valor, tiene energía, tiene carácter y no sufre la humillación de su patria”.  Y en un banquete dado, precisamente en Washington, por el plenipotenciario austríaco barón de Marechal, con asistencia del Secretario de Estado, el cuerpo diplomático y las altas autoridades locales, el caballero Bodisco representante de Rusia dirigiéndose al general Alvear, agente de “buena voluntad” destacado allí por el gobierno de Rosas le dijo “que acababa de manifestarle al Secretario de Estado y a varios senadores que era sensible y singular la conducta que observaban con la Confederación, dejándola oprimir y ultrajar por Francia” (10). Pero el gobierno yanqui –que economizaba energías para arrancarle a México 500.000 millas cuadradas de territorio– no estaba dispuesto a enredarse en un remoto pleito rioplatense, que, desde luego, estrictamente, nada tenía que hacer con “la paz y la felicidad de los Estados Unidos”. Se explica así, que al llegarles de tan lejos, amortiguado, el eco de las andanadas francesas –que retumbaban en Martín García, en Zárate, en Atalaya y en el Sauce–, los intérpretes exclusivos de la “doctrina” de Monroe  hicieran oídos de mercader.
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El riguroso bloqueo impuesto por la flota de Francia, provocó, en aguas del Plata, una peligrosa tensión internacional. Los barcos ingleses y norteamericanos afectados por las medidas del almirante Leblanc en sus derechos de navegación, originaban continuos incidentes; y el comodoro Nicolson, jefe de las fuerzas navales de los Estados Unidos, más de una vez, estuvo a punto de romper a cañonazos su obligada neutralidad.
           La repetición constante de tales incidentes, decidió al jefe norteamericano a ofrecer sus “buenos oficios” a las partes en disputa. En abril de 1839, Nicolson –previo acuerdo verbal tenido con Leblanc y con Bouchet de Martigny, Encargado de Negocios de Francia en Montevideo presentó a Rosas las siguientes bases para un arreglo: 1) Reconocimiento a favor de los ciudadanos franceses de la condición de nación más favorecida, hasta la concertación de un tratado; 2) Dispensa a los residentes franceses  del servicio en las milicias argentinas; 3) Pago de una indemnización por los perjuicios sufridos por súbditos franceses; 4) La cuestión de la indemnización se someterá a una comisión neutral, y será incluida en cláusula secreta para el caso de no llegarse a un arreglo por negociación directa.
Rosas, prevenido, conoció enseguida que Nicolson era un simple correveidile de los franceses. Por lo pronto, el gobernador de Buenos Aires arguyó que él no podía negociar con el señor Martigny sin antes, éste, haber acreditado su carácter diplomático ante su gobierno.  Además si las proposiciones que le traía el yanqui contaban con la anuencia de la otra parte, resultaba elemental que, asimismo, la Argentina hiciera valer sus puntos de vista, no tomados en cuenta para nada por el oficioso comodoro norteamericano. En tal sentido, como correspondía, Rosas hizo conocer también sus condiciones, a saber: 1) Los súbditos de Francia quedaban, como hasta entonces, obligados al servicio militar al igual que los demás residentes extranjeros sin tratado. 2) Se aceptaba indemnizar a los súbditos franceses, pero Francia, a su vez, se comprometía a pagar a la Argentina los daños y perjuicios ocasionados como consecuencia del bloqueo y de las hostilidades resultantes. En caso de no llegarse a un acuerdo sobre el monto de las indemnizaciones, dicho monto sería fijado amigablemente por el gobierno británico. 3) La isla de Martín García tendría que ser devuelta al gobierno argentino en el estado en que se hallaba al ser ocupada.
           Estas bases de Rosas fueron consideradas de una intransigencia inaudita “que ni por un momento podían aceptarse aquellos términos, porque eran del todo inadmisibles” (11), contestaron Leblanc y Martigny al improvisado negociador norteamericano. Así, la negociación se rompe; Francia intensifica sus violencias; y el comodoro Nicolson –símbolo armado y fugaz de la “doctrina” de Monroe en el Río de la Plata– hace mutis por el foro.
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Cuando el Rey de los franceses tuvo que enviar a Buenos Aires la “persona debidamente autorizada” –que Rosas exigía desde el primer día– para zanjar aquellos agravios pendientes, el 29 de octubre de 1840, don Felipe Arana, Ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, y el Barón de Mackau, representante diplomático inobjetable de Francia, firmaron la paz.
           La Convención “Mackau-Arana” –donde ambas partes, de igual a igual, se hicieron mutuas concesiones– protocolizó, en síntesis lo siguiente: 1) El Gobierno de Buenos Aires reconocía las indemnizaciones debidas a los franceses que han experimentado pérdidas o sufrido perjuicios en la Argentina; la suma de estas indemnizaciones sería arreglada por seis árbitros, tres por cada parte, nombrados de común acuerdo; de no haber acuerdo, esta cuestión debería someterse al arbitraje de una tercera potencia designada por Francia. 2) Francia levantaba el bloqueo de los puertos argentinos y devolvía la isla de Martín García con reposición de todo su material y armamento, tal como estaba al 10 de octubre de 1838; y los buques de guerra argentinos capturados, también con su material y armamento completo se ponían a disposición del gobierno porteño.  3) Si en el término de un mes los proscriptos unitarios deponían su actitud hostil hacia el gobierno argentino, éste les daba permiso para entrar al territorio de la patria, siempre que su presencia “no sea incompatible con el orden y la seguridad política”. Para aquellos que se hallaban con las armas en la mano, habría amnistía si las deponían a los ocho días de ser comunicada la Convención a sus jefes por medio de un agente francés y otro argentino especialmente encargados al efecto.  No estaban comprendidos en la amnistía los generales, jefes y oficiales con mando de tropa, “excepto aquellos que por sus hechos ulteriores se hagan dignos de la clemencia y consideración del gobierno de Buenos Aires”. 4) El gobierno de Buenos Aires reconocía la independencia del Uruguay en los términos del tratado de 1828 ajustado con el Brasil, “sin perjuicio de sus derechos naturales, toda vez que los reclame la justicia, el honor y la seguridad de la Confederación Argentina”. 5) Los ciudadanos franceses en la Argentina y los argentinos en Francia disfrutarían de la cláusula de la nación más favorecida, hasta tanto se firmase un tratado de comercio  y navegación. 6) Sin embargo de lo estipulado en el artículo anterior –y aquí Rosas, clarividente, preservaba los derechos de esta parte de América contra las pretensiones del imperialismo foráneo dejando la puerta abierta para las futuras alianzas regionales– “si el gobierno de la Confederación Argentina  acordase a los ciudadanos de algunos o de todos los Estados  Sudamericanos especiales goces civiles o políticos, más extensos que los que disfrutan actualmente los súbditos de todas y cada una de las naciones amigas y neutrales, aún la más favorecida, tales goces no podrán ser extensivos a los ciudadanos franceses residentes en el territorio de la Confederación Argentina, ni reclamar por ellos” (12).
Estas son las “exigencias humillantes” y “vergonzosas”, “mucho mayores que las propuestas por Nicolson”, a que, según sus enemigos póstumos, Rosas hubo de someterse. Si en aquella ocasión el jefe de la Confederación Argentina pudo sacar mejores ventajas, no es asunto para discutir ahora. Lo cierto fue que –sin que funcionara para nada la “doctrina” de Monroe– la “influencia” de Francia perdió bastante terreno en el Río de la Plata, y que sus auxiliares unitarios, ante los términos del tratado de paz se enfurecieron de tal manera, que, uno de ellos, Bartolomé Mitre, invocando los manes de Napoleón desde Montevideo, en lamentables rimas se desahogaba así:

                                              El honor francés, la sangre
                                              Que Rosas ha derramado,
                                                 Todo será indemnizado,
                                               Con dinero, sí Señor.
                                               Y el precio de la cabeza
                                               Del amigo y del hermano
                                               Recibirán del tirano,
                                               ¡Gracias Señor de Mackau!

                                               Vencedor de cien batallas
                                               Alzad del polvo la frente
                                               Ved cual se mancha vilmente
                                               De vuestra Patria el honor.
                                               Vosotros nobles franceses
                                               De vuestras glorias amantes
                                               Decid al noble Almirante:
                                               Gracias Señor de Mackau.

                                               La bandera de Austerliz
                                               Flameaba en Martín García,
                                               Y a su lado relucía
                                               Del Oriente el pabellón.
                                               Y hoy entre el polvo se ven
                                               Porque el inmundo tirano
                                               Las arrancó con su mano!
                                               Gracias Señor de Mackau.

                                               Banderas que se elevaron
                                               Con la sangre de cien bravos,
                                               Sobre los cuerpos de esclavos
                                               Y entre el humo del cañón.
                                               De esas banderas gloriosas
                                               Coronadas de mil flores
                                               ¿Quién ensució los colores?
                                                El Almirante Mackau (13).
       
Como ya se dijo, en 1843 las relaciones diplomáticas  entre la Argentina y los Estados Unidos seguían interrumpidas. Las autoridades de la Casa Blanca, por el momento, concentraban toda su atención mucho más cerca: en Tejas, México, allá donde desbordaba incontenible el “destino manifiesto” del pueblo norteamericano; aunque, aquí, en el extremo sur del continente  –a despecho del monroísmo– Buenos Aires continuara siendo “teatro de intrigas europeas” precursoras de una segunda intervención agresiva –ahora franco-británica– enderezada, evidentemente, a “dominar sus destinos”.
La lucha implacable de unitarios y federales proseguía, entretanto su curso y se prolongaba a la Banda Oriental. La Comisión unitaria, acorralada en Montevideo, viéndose perdida, implora, a cualquier costo, la ayuda extranjera: a cambio de Entre Ríos, de Corrientes y Misiones, si se aceptaban en Europa aquellas repugnantes ofertas de Florencio Varela que indignaron al general Paz.
Sin dar la cara, el Brasil, cauto siempre, receloso de la creciente influencia que Rosas iba adquiriendo en las ex provincias que formaron el antiguo virreinato, proponía, también, a las cancillerías interesadas de ultramar, por medio del vizconde (pág. 84) de Abrantes, la mediación armada de la cuestión  platense. “El gobierno imperial –explicaba Abrantes, el 9 de noviembre de 1844, en un memorial destinado a los gobiernos de Inglaterra y Francia– juzga que es su deber, y deber que no puede prescindir, mantener la independencia e integridad del Estado Oriental del Uruguay y contribuir para que la República del Paraguay continúe siendo libre e independiente. Juzga también que siendo la independencia de estas dos repúblicas de interés general, es forzoso adoptar medidas que tengan por objeto contener al gobierno de Buenos Aires dentro de los límites marcados por el derecho de gentes y hacer frustráneos sus proyectos ambiciosos. Finalmente juzga que la humanidad, cuya causa debe ser defendida por los gobiernos cristianos del viejo y nuevo mundo, y los intereses comerciales que se hayan ligado a los progresos de la civilización y de la paz, exigen imperiosamente que se ponga término a la guerra encarnizada que se mueve en el territorio del Estado Oriental”. En nota del 6 de febrero de 1845 dirigida a su gobierno, Abrantes escribía: “La conversión de Corrientes y Entre Ríos en estados independientes, a pesar del ejemplo del Uruguay que tantas incomodidades nos causa, juzgo con todo que no nos traería ningún inconveniente. Este estado será un obstáculo más a la realización del plan de Rosas (que tal vez puede pasar a sus sucesores) de unir por los lazos federativos todas las provincias que formaron antes el Virreinato: plan que si se llevase a efecto, nos daría un vecino asaz poderoso que mucho nos inquietaría”. Otra comunicación del vizconde, fechada en Berlín el 27 de enero de 1846, refiriéndose al equilibrio entre el Brasil y la Confederación Argentina, expresaba: “la independencia de la República del Paraguay es evidentemente necesaria para complementar dicho equilibrio. La anexión del Paraguay a la Confederación daría a ésta, además del orgullo de conquistadora, un aumento de territorio y de fuerzas tales que el equilibrio dejaría de existir…” (14).
Empero pese a los esfuerzos y a los argumentos antedichos, esta vez Gran Bretaña y Francia estimaron inconveniente hacer causa común con el Imperio de los Braganza –mucho menos con Florencio Varela–; por lo que desdeñaron todo compromiso con los siniestros postulantes sudamericanos. “Es evidente que el gobierno del Rey –argumentaba Guizot aludiendo al Brasil y achicándole el título a don Pedro– habría aprovechado nuestra intervención para perseguir objetivos propios y (pág. 85) complicarnos en asuntos en los que no tenemos ningún interés (15). A su debido tiempo, tanto Francia como Gran Bretaña, se encargarían de movilizar sus escuadras en apoyo de sus exclusivos intereses. Y esa oportunidad llegó en 1845, cuando el triunfo de Rosas y de Oribe apareció evidente, y se hizo cierta, para la Argentina y el Uruguay, la posibilidad de imponer sus derechos naturales e históricos de soberanía en el Río de la Plata y sus afluentes en detrimento de las miras imperialistas extranjeras. Recién entonces la diplomacia franco-inglesa decidiríase  por la guerra; hasta entonces, pues, en torno a la política de Rosas, ambas potencias europeas prolongaron las negociaciones, las intrigas y las coacciones intimidatorias. “El gobierno de Buenos Aires reflexionará maduramente antes de repulsar la amistosa intervención que hoy se le ofrece por dos potencias tan poderosas” (16), amenazaban en dúo sus agentes diplomáticos Mandeville y Lurde, en 1842.
Por su parte Rosas, incansable en la maniobra, venía ofreciendo franquicias mercantiles a Inglaterra en procura de un acercamiento con ella que, de producirse, quebraría la “entente” cordial anglo-francesa.
Y fue así como tiempo después, una modificación de derechos de tonelaje, resuelta por las autoridades porteñas que otorgaban apreciables ventajas comerciales a la marina mercante británica por sobre las otras extranjeras, hubo de determinar al gobierno de Washington, inesperadamente –¡business are business; que diablos!–  a realizar las gestiones conducentes al restablecimiento de sus relaciones diplomáticas con la Confederación Argentina.
Rosas que, como es de suponer, no subestimaba el posible apoyo que podría prestarle la patria de Monroe contra la agresión europea que veía venir, allanó todo inconveniente. Sin hacer hincapié en el asunto pendiente de las Malvinas, se dispuso a recibir a Mr. Watterson, “agente especial” del Departamento de Estado, llegado con tal fin a Buenos Aires.
Watterson –nos asegura Cady– “quedó poco menos que abrumado por la cordialidad y halagos con que Rosas lo recibiera. Llegó a la conclusión de que el gobernador era un segundo Jackson, es decir, un gran hombre del pueblo, uno de los elegidos por la naturaleza”; por lo que, en abril de 1844, transmitió a Washington de que el caudillo argentino “deseaba grandemente la reanudación de las relaciones diplomáticas” (17). En (pág. 86) consecuencia, el 15 de noviembre de ese año, William Brent como Encargado de Negocios de los Estados Unidos, quedaba acreditado ante el gobierno de Rosas.
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Era Brent uno de esos yanquis sin ninguna experiencia diplomática; un puritano convencido de que los principios de Filadelfia, las máximas de Benjamín Franklin y los apotegmas de Monroe, constituían las bases ideológicas y morales del muevo mundo. De entrada nomás, el flamante Encargado de Negocios, hubo de trabarse en una agria disputa, precisamente con su compatriota el capitán Pendergast, de la marina de guerra estadounidense.
Rosas bloqueaba, a la sazón, a Montevideo, usando de un derecho de guerra universalmente admitido. No obstante ello, el capitán Pendergast –tomando ejemplo en el comodoro inglés Purvis–, con parcialidad manifiesta, desconoció ese derecho argentino, porque, como lo escribiera el propio Brent sin el menor asomo de “solidaridad continental”, Buenos Aires carecía del requisito esencial de todo bloqueo: “la fuerza y el poder de resistir con eficacia cualquier oposición” (18).
La crudeza oportunista del argumento indignó al bueno de Brent que abogaba a favor del respeto al bloqueo impuesto por Rosas y reprochaba la ingerencia de los marinos extranjeros, aunque fueran norteamericanos, en las contiendas intestinas de Sudamérica. Sus protestas en este sentido no resultaron, del todo estériles: el Secretario de Marina de la Unión le dio la razón al dirigir, el 27 de mayo, al comodoro Turner, jefe de la escuadra, el siguiente reproche: “Este Ministerio, habría visto complacido que las naves de la marina de los Estados Unidos diesen el ejemplo del respeto a los derechos de la potencia más débil en momentos en que una escuadra europea violaba los derechos de una nación  americana”. Por lo demás, las autoridades navales desautorizaron a su subordinado Pendergast con la  siguiente declaración terminante: “La doctrina de que la potencia bloqueadora debe ser lo suficiente poderosa, no sólo para resistir a su enemigo sino también para imponerse a los neutrales no  puede ser admitida, toda vez que ello limitaría el derecho del bloqueo únicamente a aquellas naciones que ejercen un manifiesto predominio sobre los mares” (19).
Se dijera, hilando muy fino, que este documento norteamericano referido a la actuación de uno de sus tantos capitanes diseminados por el mundo, en sus entrelíneas, con tímidas alusiones, pretendía cohonestar la inoperancia oficial de los Estados Unidos ante los golpes de fuerza asestados meses atrás por el jefe de la flota inglesa estacionada en el Plata, comodoro Purvis, con menosprecio absoluto de la “doctrina” de Monroe.
El conflicto que se estaba ventilando en la Banda Oriental, era, sin duda, esencialmente americano: en última instancia sería un conflicto a resolverse entre la Argentina y el Brasil. Nada pues, tenía que hacer allí –si nos atenemos a la “doctrina”  norteamericana– Francia y Gran Bretaña. Empero, ambos imperios europeos, hacían y deshacían a su antojo en la “Nueva Troya”. Al extremo de que en 1843, gracias al entrometimiento del comodoro Purvis, Montevideo, en situación desesperada, habíase salvado de caer en poder de Oribe. En efecto, el ejército federal estrangulaba completamente a la ciudad, mientras que los barcos de Brown, frente a su puerto, impedían la entrada de toda embarcación que condujera abastecimiento de guerra  “dejando en todo lo demás a los buques y el comercio extranjero la misma libertad de que han disfrutado hasta la fecha” (20), según órdenes expresas de Rosas.
Conviene recordar que esta declaración del bloqueo, un día antes de hacerse efectiva, había sido comunicada oficialmente por las autoridades de la Confederación al cuerpo diplomático extranjero –integrado por el ministro inglés Mandeville– quien le reconoció al gobierno argentino sus atribuciones de beligerante para hacer uso de aquel derecho.
Mas, en el agua, el fragoroso comodoro Purvis valido de su escuadra, pasando por sobre Mandeville, resolvió desconocer nuestra soberanía debido a que, según él, “había antecedentes de actos sancionados por el gobierno de S. M. estableciendo el  principio de no reconocer a los países de Sud América como potencias marítimas autorizadas para el ejercicio de tan importante y alto derecho como el bloqueo” (21). En consecuencia, pasando de las palabras a los hechos, sus navíos apresan a la flotilla argentina: la marinería extranjera desembarcada en Montevideo reabastece la plaza; y dos legiones mercenarias de aventureros franceses e italianos, con armamento completo, vienen a sumarse a su guarnición desmoralizada. Así se salvó Montevideo en 1843. Inglaterra y Francia, desde entonces –¡y bien que lo sabía el Departamento de Marina de los Estados Unidos!–, dictaban su ley en la ciudad uruguaya como si se tratara de un protectorado común.
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(pág. 88) Puesto completamente fuera de combate Rivera, el 27 de marzo de 1845, en la batalla de India Muerta, el pleito oriental parecía resuelto a favor de Manuel Oribe, que dominaba, con excepción de dos puertos, Montevideo y Maldonado, todo el territorio de su patria; al frente de 5.000 uruguayos y de 8.000 argentinos a sus órdenes.
El 11 de abril de aquel año, con el beneplácito de Rosas, Brent, el  Encargado de Negocios de los Estados Unidos, interpone su influencia personal para que la plaza de Montevideo fuera restituida, “sin violencias ni derramamiento de sangre” (22) a las autoridades del Cerrito.
En esto se estaba, cuando el arribo a dicha plaza del Comisionado Británico  Ouseley frustra las buenas intenciones de Brent. “Montevideo no debe ser tomada”, notifica apresuradamente el recién venido a Mandeville que estaba en Buenos Aires. Y, el 10 de mayo, arremetía Ouseley contra el gobierno porteño con un memorandum  amenazante conminándolo a respetar “al gobierno legítimo de Montevideo”. “Los términos de esta demanda –apunta Cady–, en sí mismo, eran infundados ya que no había habido elecciones regulares en el Uruguay desde el retiro de Rivera”.
Así las cosas, se suceden entrevistas e intercambios de notas entre Ouseley, Arana y Brent; hasta que, el 24 de mayo, el Ministro argentino, resuelve hacer saber, concretamente, al Comisionado inglés, que su gobierno repudiaba toda intromisión extraña en los asuntos del Estado Oriental; que las tropas argentinas se retirarían del frente de Montevideo cuando su aliado el general Oribe, Presidente legal del Uruguay, lo estimare pertinente, que como primer paso para un acuerdo pacificador debería de reconocer Inglaterra el derecho argentino de bloqueo; y que, con prioridad a la mediación británica, el gobernador de Buenos Aires había aceptado la del Encargado de negocios de los Estados Unidos.
La nota de Arana, como era previsible, fue rechazada por Ouseley. El siguiente comentario suyo refleja el fastidio que le produjo la oficiosidad del Encargado de Negocios yanqui en el asunto que nos ocupa: “El hecho es que Mr. Brent –escribía Ouseley al Foreing Office– nuevo en la diplomacia, aun cuando de edad avanzada, ansioso de destacarse en su primer cargo diplomático y ambicionando colocar a los Estados Unidos ante el mundo como el único campeón de toda la América y especialmente de estas Repúblicas, es instrumento fácil en manos del general Rosas. El Gobernador, explotando su vanidad senil y halagando sus prejuicios personales y nacionales y su hostilidad (pág. 89) a Inglaterra, le hace dirigir notas, convocar a reuniones diplomáticas, hacer protestas, etc., todo a gusto de S. E.” (23).
Un día después de que Ouseley desechara la nota argentina, llegaba el representante de Francia barón Deffaudis al teatro de los sucesos. Ambos Comisionados dábanse cita en estas playas para imponer la mediación europea y abrir, de paso, “las grandes arterias del continente sudamericano a la libre circulación del comercio” (24) como dijera lord Aberdeen en el Parlamento de Londres. SI Rosas se negaba a ello o se atrevía a oponer algún reparo, “los comandantes de las escuadras Inglesa y Francesa recibirán órdenes de obtener esos objetivos por la fuerza” (25) –rezaban inequívocamente, las instrucciones para Ouseley–. “Las escuadras combinadas ocuparán los ríos, si es necesario, y establecerán un bloqueo efectivo” (26); había recomendado también, explícitamente, Guizot a Deffaudis.
Reunidos, pues, los bien aleccionados mensajeros del imperialismo europeo, el francés adhirió enseguida, con entusiasmo, a las medidas ya tomadas por su colega; por lo que la gestión pacifista de Brent quedó definitivamente en la nada.
Algunos escarceos dilatorios tuvieron todavía lugar entre los representantes del viejo mundo y el Ministro Felipe Arana, hasta que, por fin, el 8 de julio, presentaron aquellos al gobierno de la Confederación un ultimátum donde exigían que los batallones argentinos se retiraran inmediatamente de frente a Montevideo  y dieran fin a una guerra que “con sus horrores estremecía al mundo civilizado”, además de perjudicar los intereses mercantiles ingleses y franceses. La mediación europea se transformaba, así, súbitamente, en franca intervención favorable a los enemigos de Rosas: los unitarios, Rivera y el Brasil.
“El pretexto de la obstrucción del comercio en el Río de la Plata y sus afluentes –comenta Saldías–, respondía al propósito de la Gran Bretaña y de la Francia de crearse privilegios exclusivos. Estas potencias exigían la libre navegación de los ríos argentinos; pero no sujeta a los principios generales del derecho de gentes, sino una libre navegación especial para ellas… No la libertad para que sus buques permaneciesen, cargasen y descargasen en todos los puertos argentinos abiertos al comercio, sino el derecho de internarse en los afluentes y navegar de puerto argentino a puerto argentino, sin mayores requisitos ni condiciones. Como el texto de los tratados –prosigue Saldías– excluía de todo punto este monstruoso privilegio, pues el gobernador argentino reservaba naturalmente para la bandera nacional el comercio de uno a otro de sus puertos… la Gran Bretaña y la Francia forzaron a cañonazos la entrada de los ríos argentinos… Tal fue –concluye Saldías– la libertad de navegación que el gobierno de Montevideo y la prensa unitaria exaltaron como una conquista de la civilización” (27).
Rosas no cedió ante el imperialismo insolente. Esta “nueva y gloriosa nación” hispanoamericana, sin ayuda de nadie, conscientemente, aceptó el desafío desproporcionado que le traían los dos imperios más poderosos de la tierra…
*     *     *
Si la “doctrina” de Monroe fuera lo que afirman sus propagandistas –algo así como la obligación internacional norteamericana para salir en defensa de “una porción cualquiera de este hemisferio” cuando esa “porción” sufriese la agresión de “cualquier potencia europea” para “oprimirla y dominar sus destinos”–, evidente era que el gobierno de la Casa Blanca estaba en el deber de asumir una actitud positiva ante la agresión anglo-francesa, cuya finalidad consistía en establecer, por la fuerza, factorías comerciales en el Río de la Plata.
Así lo entendía por su parte, el Encargado de Negocios Brent, quien acá, en el lugar mismo de los sucesos, se había tomado muy en serio los tópicos del mensaje de 1823. Al extremo de que, el 2 de agosto de 1845, dirigió al Secretario de Estado Buchanan una larga comunicación, donde luego de transcribir algunas opiniones de Jefferson y de Monroe que reforzaban su tesis, planteaba la urgente necesidad de que el gobierno tomara cartas en aquel asunto de flagrante atentado europeo al continente americano.
Por inspiración de Brent –según supone Cady– el “Daily Union” de Washington, vocero del partido Demócrata, publicaba, sin firma, una carta de Buenos Aires de donde se extractan estos párrafos sugestivos: “Ha existido durante mucho tiempo y existe aún, un decidido propósito, especialmente por parte del gobierno británico, de obtener una posición segura en estos países… El gobierno de los Estados Unidos y el pueblo de los Estados Unidos deberían abrir los ojos ante la crítica situación de estas repúblicas. ¿No es llegado el momento de saber qué es lo que los Estados Unidos se proponen hacer de acuerdo con la carta de M. Jefferson del 24 de octubre de 1823, dirigida a Mr. Monroe, el mensaje de éste de diciembre de 1823 y el de Mr. Tyler del 11 de agosto de 1842? … ¿Se permitirá a los países del Plata administrar sus propios asuntos sin la intervención de las potencias europeas? ¿O serán reducidos por éstas a un vasallaje comercial o sometidos tal vez a la misma forma de gobierno que la (pág. 91) India, Berbería, Grecia (y China tal vez)? …  Los Estados Unidos pueden por lo menos ejercer alguna influencia moral contra esta intervención europea en los asuntos americanos. Lo que pueden, quieran o deban hacer, es cosa que debe ser resuelta por los que están al frente del gobierno”.
Asimismo algunos periódicos neoyorquinos trataron el tema –acaso subvencionados por nuestro ministro Alvear–. “The New York Sun”, había dicho: “Nos complacemos en ver que nuestro Encargado de Negocios ha protestado contra la injustificada intervención en los asuntos domésticos de una república americana”. Y el “New York Herald”, escribió “Esta injusta intervención revela el deseo de introducirse (Europa) en el hemisferio occidental. El general Rozas se opone heroicamente… La gran lucha entre el antiguo régimen y la joven democracia está próxima a estallar…”
A fines de 1845 –lo consigna Saldías–, en Nueva York tuvo lugar un mitin que votó esta interesante conclusión: “Resuelto que miramos con sospecha y alarma la intervención de los poderes europeos en los negocios del continente americano y que confiamos en que el presidente Polk reiterará la política del presidente Monroe respecto a resistir la intervención europea; y que en nuestra opinión la poderosa misión de la Unión Americana exige que no permita que el despotismo del viejo mundo  transforme el principio de la libertad republicana en ocasión de que se esfuerza en presentarse en todo su esplendor en este continente”.  Y “The Journal of Comerce” estampaba por esas fechas: “No somos panegiristas del gobernador Rosas, pero deseamos que nuestros compatriotas conozcan su verdadero carácter… Verdaderamente él es un gran hombre; y en sus manos ese país (la Argentina) es la segunda república de América”.
No obstante los testimonios citados que traducen expresiones aisladas de la inmensa opinión pública estadounidense, en su mensaje de 1845, la voz suprema del presidente Polk ni siquiera mentó los atropellos europeos producidos en el Río de la Plata. Y al invocar a la “doctrina” de Monroe, quizás para eludir complicaciones peligrosas, el jefe de los Estados Unidos resolvió restringir sus alcances con sospechosa modestia: “En ninguna parte del continente norteamericano –precisó el primer magistrado– se implantará o establecerá, con nuestro consentimiento, ninguna futura colonia o dominio europeo” (28).
De la advertencia presidencial se infiere, sin equívoco posible, que, en el extremo sur del continente, Gran Bretaña y Francia se encontraban fuera de la jurisdicción de Monroe para ejercitar plenamente sus tropelías imperialistas!
Empero, desde su cargo lejano, William Brent era el único funcionario yanqui que se había tomado en serio la vieja alocución de 1823.  Bloqueado en la ciudad porteña, se desesperaba por encontrar una fórmula capaz de detener el inminente ataque naval de los imperios europeos. Febrilmente despachaba órdenes a su paisano Pendergast –el capitán de los mustios cañones– para que, en el río, hiciera respetar los sagrados postulados monroístas. Mas, Pendergast, no le hacía caso, y, para colmo, sostenía que los europeos siempre tuvieron razón. Brent se revolvía indignado. Hasta que el 2 de septiembre de 1845, sin poder aguantarse más, lanzó contra cada uno de los almirantes europeos esta advertencia tremenda, si no fuera irresponsable: “En nombre de Estados Unidos de Norteamérica, niego, señor, que esta decisión de los plenipotenciarios de Francia e Inglaterra (Deffaudis y Ouseley) tenga validez alguna para declarar el bloqueo de las costas y puertos de la Provincia de Buenos Aires. Desconozco también el derecho de la escuadra aliada o de los jefes de las escuadras de Francia e Inglaterra para establecer tal bloqueo. Y desconozco toda validez al mal llamado bloqueo establecido en virtud de la decisión adoptada con tal motivo” (29).
La expedición al Paraná fue la respuesta de los destinatarios al verbalismo amenazador del Encargado de Negocios norteamericano. Y en tanto las baterías vomitaban su metralla en la Vuelta de Obligado, míster Brent, fracasado, impotente en Buenos Aires, conjuraba en vano contra Francia y Gran Bretaña al rayo fulminante de Monroe!
*     *     *
Quede Brent clamando inútilmente en Buenos Aires. Otro colega suyo ha de reclamar ahora nuestra atención en el asunto que nos ocupa: el ministro de los Estados Unidos Mr. Henry H. Wise, acreditado ante la corte de Braganza en Río de Janeiro.
En 1844, mientras, muy en secreto, a nombre de su patria, el vizconde de Abrantes –haciendo caso omiso de la “doctrina” de Monroe– gestionaba en Europa la intervención anglo-francesa contra el eje, americanísimo, Rosas-Oribe; mientras, por otra parte, con duplicidad inaudita, las autoridades cariocas –al revés de Sinimbú, su agente en Montevideo– aseguraban a nuestro ministro Guido que el derecho argentino para bloquear los puertos uruguayos sería reconocido por el Imperio; mientras esta diplomacia del Palacio de San Cristóbal parecía multiplicar al infinito las intrigas de su pérfido juego, el canciller Franca –con  bien poca franqueza, a la verdad– dirigíase al representante norteamericano Wise  preguntándole “si los Estados Unidos  no se unirían al Brasil para poner fin a la guerra, por la fuerza si fuese necesario, antes de permitir que Inglaterra y Francia se interpusiesen y adquiriesen una influencia predominante en la región del Plata” (30).
Parecen mentiras tantas mentiras juntas. Sin embargo la estilización del embrollo ha constituido una técnica para los internacionalistas del Brasil. Detrás de un cúmulo de engaños y de contradicciones superficiales, enmascararon ellos siempre un propósito invariable, firmísimo: impedir la integración de una grande Argentina futura dentro de los límites históricos del virreinato del Río de la Plata. Ese ha sido, es y será, el objetivo fundamental de la política exterior brasileña. Al logro de tal fin todos los medios han de resultarle lícitos.
Sorprende, por lo tanto, comprobar, que el ministro Wise viviera tan desprevenido en Río de Janeiro ignorando los entretelones de aquella política tradicional; al extremo de que –con una indiscreción digna de mejor causa– satisfizo la curiosidad de Francia, a quien adelantó que los Estados Unidos, sin duda, apoyarían al Brasil en sus propósitos, “e interpondrían  sus buenos oficios para detener la guerra entre Montevideo y Buenos Aires” (31).
Es que Wise, completamente engatusado con las lisonjas que a diario recibía de los funcionarios cariocas, ambicionaba para su persona un papel de primera fila en el ajetreo diplomático continental. Suyas son las siguientes apreciaciones sobre un monroísmo compartido, que trasmitió a Washington en enero de 1845: “El tema favorito de todos aquellos a quienes trato es el de la política Americana. Los Estados Unidos y el Brasil son las hermanas mayores del Norte y Sudamérica y son moralmente responsables por toda la familia de naciones del Nuevo Mundo. Me reclaman la intervención de los Estados Unidos en los asuntos de Montevideo y Buenos Aires y mi respuesta favorable es que el Brasil debe tener la preferencia para ofrecer sus buenos oficios y mediar en Sudamérica. Los Estados Unidos –y aquí concordaba Wise con el mensaje de Polk– bastante hacen con defender la política americana en el continente Norteamericano” (32).
La opinión privada del señor Wise –heresiarca, en definitiva, del monroísmo– era de que, descartada la mediación de los Estados Unidos en la cuestión del Plata, al Brasil, en su calidad de “hermano mayor”, le correspondía ser el árbitro regulador en los asuntos sudamericanos. Tan luego el Brasil que en esos (pág. 94) precisos instantes –desde el punto de vista yanqui– profanaba a la “doctrina” de Monroe instigando una intervención europea que impidiese la consolidación de un Caudillo popular en esta parte de América; al Brasil cuya cancillería, dos años atrás, no había tenido escrúpulos en proponer al gobierno de Rosas la intervención conjunta al Uruguay, so pretexto de que allí Rivera fomentaba las sublevaciones de Río Grande; al Brasil que acababa de dar uno de sus clásicos golpes reconociendo la independencia del Paraguay, para sumarlo a los enemigos de la Confederación Argentina. Ese Imperio postizo y esclavócrata, desintegrador de pueblos hermanos, apéndice sempiterno de las grandes potencias imperialistas de afuera, estaría destinado –según opinaba Wise– a ejercer, por delegación norteamericana, la superintendencia monroísta en la altiva América del Sur. Así cuando el diplomático yanqui tropezó con Ouseley en su breve recalada por Río de Janeiro de paso para Buenos Aires, intentó convencerlo, no sin ingenuidad, de que Inglaterra debía apoyar las demandas brasileñas contra Rosas, ya que los Estados Unidos “como no habían sido parte de la cuestión debían quedarse alejados de ella”.
Como míster Ouseley no atravesaba el Atlántico para defender los intereses del Brasil y sí los del Imperio Británico –aunque aquellos, de rebote, se favorecían con una humillación argentina–, el Comisionado inglés desechó los proyectos tropicales del ministro norteamericano, instrumento inconsciente, al perecer, de la diplomacia de San Cristóbal.
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A fines de julio de 1845, llegaba a Río de Janeiro, en tránsito para la Asunción del Paraguay, Edward A. Hopkins, agente especial del presidente Polk ante el gobierno de Carlos Antonio López.
Hopkins venía destinado a representar en el Paraguay los intereses comerciales norteamericanos al par que asegurarle al mandatario de esa nueva república: “que los Estados Unidos estaban sumamente interesados por la independencia y prosperidad  de ese país y de precaverle de otorgar privilegios especiales o comprometerlo en alianzas” (33). En cuanto a la irreductible posición de Rosas negándose a reconocer a la vieja provincia guaraní como Estado independiente y a internacionalizar los ríos interiores argentinos, Hopkins daría seguridades a Carlos López de que “el gobierno de los Estados Unidos, si fuese menester, interpondrá sus buenos oficios ante el de Buenos Aires, para inducirlo a abrir ese gran río al comercio de las demás naciones”. Además, si el Paraguay “hubiese adquirido la estabilidad y solidez propias de una nación independiente”, el presidente Polk  recomendaría al Congreso yanqui el reconocimiento formal de su independencia.
“Wise –nos refiere Cady– procedió de inmediato a apropiarse de la misión Hopkins para sus fines personales”, que –extraña coincidencia– concordaban punto por punto, con las miras de la diplomacia brasileña. El agente de Polk, aleccionado ahora desde Río de Janeiro, partió para la Asunción a fin de convencer a López –envuelto ya por los sucesos políticos que se precipitaban a su alrededor– adoptase una “tercera posición” que consistía en no ceder ante Rosas, ni pactar con las potencias europeas. En adelante el Paraguay, junto con Corrientes, su aliada, debería de obrar de común acuerdo con el Brasil; aunque en todo momento, claro está, contra el Caudillo de la unidad argentina.
Con estas directivas Hopkins arribó a su destino; y después de agenciarse del presidente López la concesión exclusiva para instalar una compañía de navegación a vapor por aguas paraguayas, “comprometió a su gobierno en forma incondicional al reconocimiento del Paraguay” (34). Cash and carry; toma y daca: López le aseguraba al yanqui el monopolio de lo que prometía ser un fabuloso negocio, y, el yanqui, en cambio, a su vez, a nombre de los Estados Unidos, se encargaría de presionar para que Rosas admitiese los hechos consumados, reconociendo la independencia paraguaya con la libre navegación de sus ríos.
Por esas fechas el Paraguay y Corrientes se encontraban en guerra con la Confederación Argentina. Vigilando las cosas desde su observatorio de Río de Janeiro, el incansable Wise estimó conveniente movilizar a su oficioso colega en Buenos Aires, Brent, para que éste, en su carácter de diplomático, propusiese a Rosas la mediación de los Estados Unidos en aquel conflicto argentino-paraguayo. El gobernador porteño –cuyas tropas acababan de desbaratar en Corrientes a Paz y a los Madariaga–, aceptó, en principio, la oferta que le traía Brent, ordenando a Urquiza detener su marcha de invasión al Paraguay. Pero antes de haberse recibido en Río de Janeiro esta noticia tranquilizadora, el ministro Wise, siempre a título personal, había despachado a Hopkins para Buenos Aires con encargo de intimidar enérgicamente, nada menos que a don Juan Manuel de Rosas.
Arana recibió en privado al terrible Hopkins, el 28 de febrero de 1846, y le hizo saber que su falta de credenciales lo inhibían para tomar parte en cualquier negociación de carácter diplomático. El yanqui enfurecido entonces, luego de refugiarse sano y salvo en un barco de guerra, hizo llegar a Rosas una carta insolente –“tal vez única en los anales de la diplomacia norteamericana”, piensa equivocadamente Cady.
Comenzaba Hopkins por decir que “puesto que los compatriotas del Dictador no se atrevían a hablar, él daría algunos consejos bien necesarios. La  patria de Rosas –agregaba– bien merecido tenía el desprecio de que entonces era objeto. Su crédito estaba perdido, la libertad suprimida, el Poder Ejecutivo era despótico, la judicatura instrumento corrompido de opresión, y la Legislatura títere servil del Dictador. ¿Por qué no se ponía el Gobierno a la altura de los acontecimientos, olvidaba el pasado, limpiaba la prensa soez, celebraba un tratado con el Brasil, reconocía la independencia del Paraguay como lo harán los Estados  Unidos, y confiaba la cuestión de la navegación de los ríos al Congreso General?”. “Ahora es el momento –continuaba diciendo textualmente la carta– en que como los griegos de la antigüedad… los estados sudamericanos deben poner fin a sus guerras intestinas para combatir al enemigo común... ¿Por qué no declarar con decisión la guerra a Gran Bretaña y a Francia y confiscar todos los bienes de ambas naciones? –pontificaba el émulo subalterno de Monroe– Completamente sumergido en ese delirio de fariseismo democrático a que nos tienen acostumbrados los sajones del norte, Hopkins se encaraba con Rosas: “Vd. conoce el motivo de esta carta; Vd. sabe que proviene del amor que ha nacido en mí, amor puro y sagrado, superior a todos los demás, amor de quien sacrificaría, si le fuese posible, diez mil vidas por América…” Y aludiendo a los Estados Unidos y a su propia persona, en tono de sermón, Hopkins le endilgaba a don Juan Manuel las siguientes advertencias filosóficas: “Este país y este hombre son ahora sus mejores amigos y harían por Vd., si se les permitiese, más que nadie en la tierra. Deténgase antes de añadirlos a la lista de sus enemigos. La vida se conquista fácilmente en medio de la anarquía y de la confusión; ella constituye un menguado don, unida a la deshonra. Se vuelve entonces castigo, que se torna más grande y terrible por cada hora que se prolonga” (35).
Este documento grotesco, dado a conocer en Montevideo, puso definitivamente en ridículo la política de los Estados Unidos en Sudamérica. El trío Hopkins-Wise-Brent, fue removido; y el Departamento de Estado dejó en suspenso el reconocimiento del Paraguay: “Solamente por respeto a la República Argentina –explicaba Buchanan a Harris, sucesor de Brent en Buenos Aires– y en consideración a la lucha heroica que está librando contra la intervención armada de Gran Bretaña y Francia en  los asuntos de las repúblicas del río de la Plata y sus tributarios” (36). Hasta el propio presidente Polk hubo de dar excusas al representante argentino general Alvear; y, con evidente disgusto, estampó en su diario íntimo este juicio lapidario: “La conducta de Mr. Wise en el Brasil y de Mr. Brent en la República Argentina al intervenir en los asuntos internos de los gobiernos sudamericanos y, en especial, al ofrecer la mediación de su gobierno, no solamente carecía de autorización sino que estaba destinada a ocasionar graves daños. Mr. Brent ha sido sustituido por Mr. Harris, y Mr. Wise regresará en el curso del próximo invierno. Sus sucesores recibirán instrucciones de no poner ni comprometer a su gobierno en situaciones difíciles. Es en verdad irritante que representantes en el extranjero como Mr. Wise y Mr. Brent –concluía Polk– hayan actuado con tan poca circunspección y juicio” (37).
*     *     *
¿Cuál era, pues, la política oficial del presidente de los Estados Unidos  frente a estos ataques europeos al continente americano? La interpretación de la “doctrina” de Monroe tuvo entonces –apunta Carlos Pereyra– “a las tres cabezas, y en cada cabeza no sólo una concepción distinta de las cosas, sino una actitud diferente. Monroe –sigue Pereyra– estuvo representado por un Encargado de Negocios, Brent, en Buenos Aires; por un marino, Pendergast, que navegaba en aguas del Plata, y por el Ejecutivo Federal con residencia en Washington” (38). ¿Qué pensaba la cabeza de Washington? Si nos atenemos al recordado mensaje presidencial de 1845, la “doctrina” monroísta tendría aplicación dentro del área norteamericana y nada más: si las palabras inequívocas de Polk habían sido terminantes a este respecto, las actitudes de su Secretario de Estado, Buchanan, no lo serían menos, como veremos enseguida.
Antes dijimos que, en varias oportunidades, los periódicos de Washington y de Nueva York (Alvear sabía estimular positivamente al periodismo) se ocuparon en recordar a los hombres de la Casa Blanca que tenían deberes monroístas que cumplir frente a los imperialismos europeos que atacaban a la Argentina. Precisamente, a raíz de un comentario del “Daily Unión” sobre la agresión anglo-francesa al Río de la Plata donde se leía: “Este es el comienzo del plan europeo de hacer y deshacer gobiernos a su gusto… Niegan toda intención de adquirir territorios, pero en cambio esos territorios deben ser gobernados en la forma que ellos impongan. Nuestros intereses comerciales en el Río de la (pág. 98) Plata son demasiados importantes para que consintamos en dejarlos sacrificar. Es aún de mayor importancia vital para nuestra reconocida política nacional mantener a este Continente libre e inviolable frente a la agresión extranjera” (39); precisamente a raíz de este comentario –decíamos–, el embajador británico en Washington, Mr. Pakenham, se entrevistó, el 13 de octubre de 1845, con el secretario Buchanan, quien dio seguridades de “que el gobierno de los Estados Unidos no tenía intención de intervenir u oponerse en forma alguna a los esfuerzos realizados por el gobierno de Su Majestad y el de Francia para la pacificación de ambas repúblicas sudamericanas” (40).
Poco tiempo después, a propósito de aquel entrometimiento oficioso de Brent que Rosas estimuló hábilmente, Pakenham, de nuevo, por orden superior del Foreing Office, debió entrevistarse sin demora con Buchanan para “llamar la atención del gobierno de los Estados Unidos por la conducta de Mr. Brent e invitarle a dar a éste instrucciones que aseguren en lo futuro su abstención de intervenir en las negociaciones pendientes, a menos de ser invitado por todas las partes interesadas” (41).
El posterior informe que Pakenham mandó a Londres relatando los pormenores de aquella entrevista con el Secretario de Estado, expresaba lo que sigue: “Mr. Buchanan me repitió en forma categórica… respecto a la decisión del Presidente de disponer el regreso de Mr. Brent… Pero… las palabras de Mr. Buchanan al declinar toda responsabilidad por los procedimientos de Brent fueron menos claras y satisfactorias que las vertidas en anteriores entrevistas… Se refirió al recelo con que el pueblo americano veía toda intervención en los asuntos de este continente, y agregó que comenzaba a difundirse la idea de que los gobiernos de Gran Bretaña y Francia se proponían retener la isla de Martín García con el propósito de asegurarse para sí franquicias comerciales exclusivas en esa región del mundo… El gobierno de los Estados Unidos no abrigaba tal sospecha… él se había referido a ella tan sólo como prueba de la susceptibilidad del pueblo americano en todas esas cuestiones” (41).
Así estaban las cosas, cuando con desagradable sorpresa fue conocido en Washington el irresponsable desafío verbal de Brent a los almirantes europeos: “Mr. Buchanan –informó entonces el “Daily Unión recogiendo la palabra oficial– se expresó en términos de absoluta desaprobación y declaró que ello había aumentado el deseo del presidente de destituir a Mr. Brent de su cargo… Agregó, clara y explícitamente, que la persona que sucediese a Brent recibiría instrucciones de abstenerse de toda   intervención en las actividades de los gobiernos de Gran Bretaña y Francia en esa región del mundo” (42).
En el mes de marzo de 1846, Pakenham volvía a comunicar a Londres que Buchanan le había asegurado terminantemente que “las instrucciones de Mr. Harris (sucesor de Brent) serán de observar la más estricta neutralidad, de no intervenir en forma alguna en las actividades de Inglaterra y Francia en el Río de la Plata” (43). Esas instrucciones para Harris aludidas por Pakenham, precisaban la real posición del Departamento de Estado con respecto a la cuestión del Plata; ellas son  –juzga Cady con verdad– la “prueba final de que el gobierno de Polk venía tolerando en forma deliberada de violación de la Doctrina Americana”.
Tales instrucciones redactadas por Buchanan con fecha 30 de marzo de 1846, en su parte pertinente, dicen así: “El último mensaje anual del Presidente al Congreso ha expuesto en forma clara la gran Doctrina Americana de oposición a la intervención de los gobiernos europeos en los asuntos internos de las naciones de este continente, que parece innecesario agregar una palabra más a este respecto. Es evidente para el mundo entero que la Gran Bretaña y Francia han violado este principio en forma  flagrante con su intervención armada en el Plata. Si bien las circunstancias reinantes impiden a los Estados Unidos tomar parte en la guerra actual, el Presidente, sin embargo, desea que toda influencia moral de esta república sea puesta a favor de la parte agraviada. Deseamos, cordialmente, que la República Argentina tenga éxito en su lucha contra  la intervención extranjera.  Es por estas razones que, aunque el gobierno de los Estados Unidos nunca autorizase a su antecesor Mr. Brent a ofrecer su mediación en los asuntos de Gran Bretaña y Francia con la República Argentina, ello no ha sido desaprobado públicamente. Vd. sin embargo, no deberá seguir su ejemplo sin instrucciones expresas… Será de su deber de vigilar atentamente los pasos de esas dos potencias en esa región, y en caso de que cualquiera de ellas, en violación de la (antes mencionada) declaración, intentare adquirir territorios, Vd. deberá hacerlo saber de inmediato al gobierno… Todas las naciones del continente deberían abrigar el propósito de resistir la intervención europea y mantener la libertad e independencia de sus respectivos gobiernos. El Gobierno y el pueblo de la República Argentina, con su conducta, ha revelado a todo el mundo que comprenden la importancia de afirmar esos principios y que tienen el valor de sostenerlos contra dos de las mayores potencias  de Europa. Deberá, por consiguiente, esforzarse de continuo,  tanto en público como en privado, en expresar a ese gobierno y al pueblo, cuán profundamente nos interesamos por su éxito y cuán deseosos estamos de mantener con ellos las relaciones  más amistosas” (44).
*     *     *
El encogido mensaje presidencial de 1845 también tuvo –con relación a los acontecimientos rioplatenses– alguna repercusión parlamentaria. El senador Allen, de Ohío, presentó un proyecto altisonante al Senado en el sentido de que el cuerpo debía “declarar solemnemente al mundo civilizado” que los Estados Unidos estaban dispuestos a “imponer por la fuerza” los principios de Monroe cada vez que las potencias extracontinentales se inmiscuyeran en los asuntos de América.
La manida retórica de Allen resultaba peligrosa en esos momentos de que la prepotencia europea campeaba por el Río de la Plata; por eso, inmediatamente, fue objetada por el viejo Calhoun, quien aclaró, en primer término, que según las informaciones que tenía en su poder “la intervención de Francia e Inglaterra en los asuntos del gobierno de Buenos Aires constituye una afrenta de carácter arbitrario sin precedentes en la historia de las naciones. Pero, –agregó, prudente– la cuestión importante que involucraba esa declaración de Allen era “si debíamos nosotros tomar bajo nuestra tutela toda la familia de estados americanos y obligarnos a otorgarles nuestra protección contra toda agresión extranjera… Si el senador por Ohío fuera sincero –siguió diciendo el prócer– debió proponer una declaración invitando al gobierno a intervenir enseguida a favor de Buenos Aires, prepararse para poner esa República bajo nuestra protección y rechazar la intervención de Francia en sus asuntos…” Y más adelante, al replicar al senador Cass que apoyaba también aquella moción de Allen, Calhoun, en su carácter de patriarca, de único sobreviviente del gabinete histórico de Monroe, hizo fracasar el belígero proyecto de su colega con estas palabras sencillas, sinceras, casi confidenciales: “Monroe era un hombre inteligente, y no tuvo propósito alguno de agobiar al país con una tarea que no pudiese cumplir… Si se aprueba la declaración (de Allen) nos veremos obligados a intervenir cada vez que una nación europea, justa o injustamente, entre en conflicto armado con cualquiera de las naciones del continente. ¿No será mejor esperar que se produzca la emergencia en la que tengamos suficiente interés como para intervenir y el poder necesario para hacer eficaz nuestra intervención? ¿Qué efecto práctico podrán tener las bravatas y las baladronadas? ¿No provocarían  la desconfianza de Inglaterra?”  Y con esta recomendación digna de Perogrullo o de Sancho Panza, Calhoun terminaba su peroración parlamentaria: “Debemos considerar cada caso en sí, de acuerdo con las propias circunstancias, teniendo siempre cuidado de no afirmar nuestros derechos hasta no sentirnos capaces de defenderlos” (45).
*     *     *
Tales fueron, en síntesis, las diversas actitudes, oficiales y oficiosas, asumidas por el gobierno y los funcionarios estadounidenses durante las reiteradas agresiones europeas en tiempo de Rosas.
Cien años de experiencia histórica –donde se acumulan tantos hechos lejanos y cercanos– destruyen muchas patrañas. Los argentinos, a esta altura de la vida, sabemos a qué atenernos cuando la propaganda panamericana nos aturda con aquella “solidaridad” proverbial de los Estados Unidos para con sus contrapuestos e ineluctables vecinos del hemisferio occidental. 
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(1) “Correspondencia Diplomática de los Estados Unidos concerniente a la independencia de las Naciones de Latino América”, recopilada por W.R. Manning.
(2) “De Monroe a la Buena Vecindad”, por Carlos Ibarguren (h).
(3) “La Doctrina de Monroe y su aplicación en la República Argentina”, por José M. Rosa (h).
(4) Transcripto en “El Mito de Monroe”, por Carlos Pereyra.
(5) “La Intervención Extranjera en el Río de la Plata, 1838-1850”, por John F. Cady.
(6) “Negotiation” del Archivo del Almirante Leblanc, existente en la biblioteca del Jockey Club.
(7) “Historia de la Confederación Argentina”, por Adolfo Saldías.
(8) Cady, ob. cit.  
(9) Cady, ob. Cit.
(10) Saldías, ob. Cit.
(11) “Correspondencia sostenida entre el Exmo. Gobierno de Buenos Aires, etc., etc., y el Sr. don B. Nicolson, capitán comandante, etc. etcétera, sobre la cuestión promovida por la Francia, etc., etc.; folleto editado en Bs.  As. el año 1839.
(12) Imprenta del Estado 1840.
(13) Versos extraídos del volumen “Apuntes sobre la juventud de Mitre y Bibliografía de Mitre”, por Adolfo Mitre, Manuel Conde Montero y Juan A. Farini.
(14) Citadas en “La Independencia del Paraguay”, por Alberto Ezcurra Medrano.
(15) Cady, ob. cit.
(16) Citado en “Los Cinco Errores Capitales de la Intervención Anglo-Francesa en el Plata”, por José Luis Bustamante.
(17) Cady, ob. cit.
(18) Cady, ob. cit.
(19) Cady, ob. cit.
(20) Saldías, ob. cit.
(21) Saldías, ob, cit.
(22) Cady, ob. cit.
(23) Cady, ob. cit.
(24, 25, 26) Bustamante, ob. cit.
(27) Saldías, ob. cit.
(28) “La Diplomacia de los Estados Unidos en la América Latina”, por Samuel Flagg Bemis.
(29, 30) Cady, ob. cit.
(31, 32) Cady, ob. cit.
(33) Cady, ob. cit.
(34) Cady, ob. cit.
(35) Cady, ob. cit.
(36, 37) Cady, ob. cit.
(38) “Rosas y Thiers”, por Carlos Pereyra.
(39, 40, 41) Cady, ob. cit.
(42, 43) Cady, ob. cit.
(44) Cady, ob. cit.
(45) Cady, ob. cit.  

Fuente:

Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 14, Buenos Aires, Febrero de 1949, pp. 75-101.

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