Juan Lavalle. |
Por Alberto Ezcurra Medrano
ALGUNOS JUICIOS
ACERCA DE LA PRIMERA EDICION DEL PRESENTE LIBRO
“En pocas palabras
dice Ud. mucho más que otros en sendos libros. Lo felicito.”
MANUEL
BILBAO (h)
---------------
“Recomendamos al lector la lectura de Las otras Tablas de Sangre, del señor
Alberto Ezcurra Medrano, que le ayudará a comprender mejor la época y nuestra
historia.”
TTE. CNEL. CARLOS A. ALDAO
Rosas a la luz de
los documentos históricos, pág. 163.
---------------
“Aquí vemos averiguada, ordenada y definitivamente
aclarada una de las acusaciones más estridentes contra Rosas: la de crueldad,
sus degüellos y sus matanzas.”
SIGFRIDO
A. RADAELLI
Tiempos de Buenos
Aires, pág. 89
---------------
“Este precioso trabajo de investigación está precedido
por un estudio metodológico sobre Rosas y su responsabilidad en las ejecuciones
por él ordenadas estudio que, como el “Rosas en los altares”, publicado por
Ezcurra Medrano en Crisol del 1°de enero de 1935, revela en su autor singular
aptitud para la crítica histórica.”
JULIO
IRAZUSTA
Ensayo sobre Rosas,
págs. 137-8
---------------
“Lo he leído con fruición y con sumo interés histórico:”
CLEMENTINO
S. PAREDES
---------------
“El gran acopio de datos históricos ilevantables, la
lógica irrebatible de su exposición y el vacío que vino a llenar ese trabajo le
dan un interés excepcional.”
JOSE
MARIA FUNES
--------------
“Se acusa a Rosas exclusivamente del uso del terror, y no
fue él solo, ni, acaso, el que más usara de esta suerte de apaciguamiento. Y
aquí está la prueba, reunida en apretadas demostraciones.”
Revista
Bibliográfica, octubre-noviembre 1934.
---------------
“Sin entrar a discutir la personalidad del hombre que
abarca toda una época agitada de la historia argentina ni emitir juicio alguno
al respecto, debemos reconocer en el folleto de referencia un alto valor
documental y un estilo claro y preciso.”
Bandera Argentina,
13 de noviembre de 1934.
---------------
P R O L O G O
El revisionismo histórico argentino ha realizado una
labor científica, hondamente patriótica, en favor de la verdadera historia
argentina. Todos los años se publican libros y folletos que destruyen la
leyenda negra difundida por los historiadores liberales, heterodoxos todos
ellos, y que por su misma heterodoxia combatieron desde las logias y luego
desde el gobierno lo más profundo del ser tradicional argentino, para
desarraigar nuestras antiguas y nobles costumbres, nuestras ideas y sentimientos
esenciales católicos.
Y
esta labor revisionista, que se ha intensificado hace algo menos de treinta
años a esta parte, y que se desarrolla en la cátedra, en el libro, en
periódicos y conferencias por todo el país, continúa la obra que a fines del
siglo pasado inició con su Historia de la
Confederación Argentina Adolfo Saldías, y
luego, en su libro intitulado La época de Rosas, Ernesto Quesada.
El
período más intenso, de más grandeza y que da la verdadera razón de nuestra
nacionalidad fue y es negado hasta hoy por los historiadores liberales, que se
copian unos a otros en su deleznable
tarea de difundir una historia falsificada. De esta manera la investigación
histórica se estanca y pierde total vitalidad. ¿Y qué podríamos decir de los
textos de historia argentina destinados a los establecimiento de segunda
enseñanza?. Hemos leídos los aprobados
por el Ministerio de Educación en esta asignatura, y en todos, salvo alguna
rara excepción, no sólo encontramos los absurdos más grotescos respecto a la
época de Rosas, sino que surge enseguida, en volúmenes destinados a los
jóvenes, exacerbado, el antiguo odio de unitarios y liberales a la política
rosista. Habría que añadir, además, que la falsificación de la historia no se
reduce a estos textos escolares al período en que gobernó Juan Manuel de Rosas;
los siglos de la dominación española han sido también falseados, como asimismo
todo aquello que de algún modo nos define como nación esencialmente católica e
hispánica.
Frente
a una enseñanza oficial de la historia argentina que es perniciosa para la
formación de los jóvenes, a quienes se les debe explicar solamente la verdad,
justipreciamos la intensa obra de los historiadores revisionistas, que en la
cátedra y el libro están demostrando dónde están los verdaderos y los falsos próceres,
riñendo una batalla que ya ha sido ganada, porque el fraude histórico
inventados por los vencedores de Caseros y Pavón no resiste la fuerza
incontrastable de la verdad histórica.
Y
es con ese espíritu de justicia que revelan los historiadores revisionistas que
Alberto Ezcurra Medrano publica la segunda edición de su libro Las otras Tablas de Sangre, libro magnífico, claramente escrito, de alta
polémica, totalmente documentado, que tiene la ventaja sobre el de su
antagonista, el del lamentable e infelicísimo Rivera Indarte, de que no inventa
ni fantasea ni agrega adjetivos insultantes ni comentarios malévolos, sino que
expone los hechos para que el lector juzgue, valiéndose muchas veces de los
mismos historiadores liberales para demostrar cómo los unitarios, con sus olas
de crímenes, de degollaciones, de fusilamientos a granel, superaron las
atrocidades y desafueros de los enemigos de la “civilización.”
El
mérito de este volumen reside precisamente en su valor científico, que destruye
la leyenda unitaria, construída sobre la propaganda periodística, el libelo de
Rivera Indarte y ese otro, en forma de novela, de José Mármol.
Las otras Tablas de Sangre constituyen un documento incontrovertible y se
advierte en él la verdad objetividad histórica, que es la que tiene el sentido de justicia. Esta obra ha
sido completada durante largos años de paciente tarea investigadora, formando
así un volumen que supera extraordinariamente al que conocíamos por la primera
edición. Todo lo que la historia liberal ha callado, aquello que permanecía
oculto en documentos y libros, ha sido reunido por Ezcurra Medrano en su
búsqueda de la verdad, con afán de historiador, sobreponiéndose al espíritu de
partido o de bandería.
Es
curioso observar cómo el sectarismo liberal, en su anhelo de trastocarlo todo
con fines de sectarismo político, no se le ocurrió advertir que la
falsificación de la historia en la forma grosera en que lo hicieron no podía
persistir indefinidamente, ya que, frente a los crímenes que se atribuyen a
Rosas, las atrocidades del terror celeste -a pesar de la destrucción de
documentos que hicieron los unitarios- son tan evidentes, que sólo el odio, la
ceguera y la mala fe de varias generaciones de gobernantes liberales han podido
ocultarlas. Y con este sistema de criminal ocultación han padecido también
hechos gloriosos, acontecimientos de la época rosista, como la lucha por la
soberanía argentina contra Francia e Inglaterra, ocultación que revela el grave
delito de traición contra la patria y el espíritu de los argentinos.
El
proceso del terror celeste, desde Rivadavia hasta Sarmiento, está relatado por Ezcurra
Medrano. Los fusilamientos en masa e
individuales mandados a ejecutar por órdenes de Lavalle, Lamadrid, Paz,
Mitre, Sarmiento y los demás jefes unitarios, son incontables. Pero la guerra
civil, provocada por los unitarios en unión con los extranjeros, suscitadora de
los odios más enconados y la venganzas más cruentas, continuó después de la
caída de Rosas, y el terror liberal que reemplazó al unitario pudo proseguir
con sus asesinatos y degollaciones, hasta que el triunfo definitivo de la heterodoxia, encarnada en figuras masónicas
como Mitre y Sarmiento, inició la era de un crudo y persistente materialismo.
El
régimen de terror, anterior y posterior al gobierno de Rosas, ha sido estudiado
por Ezcurra Medrano, atestiguándolo con hechos concretos. En cuanto a los
procedimientos que utilizaban los unitarios para matar a sus enemigos, nadie
ignora que Lavalle y Lamadrid cumplían al pie de la letra lo que exaltaban en
su furor de degolladores; aconsejaban o daban órdenes de lancear o de degollar
sin perdonar a nadie. Lavalle, en 1839, consigna Ezcurra Medrano, en su
proclama dirigida a los correntinos
decía refiriéndose a los federales: “es preciso degollarlos a todos.
Purguemos a la sociedad de estos monstruos. Muerte, muerte sin piedad.” No hay jefe unitario que utilice otros procedimientos
frente a los federales. Era una lucha sin cuartel, y nadie lo daba. El culto y
civilizado Paz no se quedaba corto en las matanzas y ejecuciones de
prisioneros. He aquí una descripción de lo que el general Paz llamaba actos de
severidad: “Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados simultáneamente
por el pecho y por la espalda...A algunos les arrancan los ojos o les cortan
las manos. En San Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un
vecino de Pocho, don Rufino Romero, le hacen cavar su propia fosa antes de
ultimarlo, hazaña que se repite con otros. Algunos departamentos de la Sierra
son diezmados. Por orden, si no del
general, de algunos de sus lugartenientes, ciertos desalmados, como Vázquez
Nova, apodado Corta Orejas, el Zurdo y el Corta Cabezas Campos Altamirano,
lancean a los vecinos de los pueblos, en grupos hasta de cincuenta personas.”
“Los coroneles Lira, Molina y Cáceres
rindieron la vida entre suplicios atroces. Sus cadáveres despedazados fueron
exhibidos en los campos de Córdoba y expuestos insepultos.”
Como
dijimos, el jacobinismo liberal continuó después de la caída de Rosas y durante
todo el siglo XIX su política de crueldades inauditas, degollando prisioneros,
exterminando a los vencidos donde quiera que se encontrasen,
mandando asesinar a los gobernadores que no obedecían a la política central.
El
libro que comentamos será sumamente útil a la juventud argentina. Todo él da
una idea clara de lo que fue el terror celeste a lo largo de la centuria
decimonovena. Necesitábamos esta segunda edición, completa con nuevos aportes
indubitables, y donde se prueba a una vez más el talento de investigador de
Alberto Ezcurra Medrano, que huye de lo farragoso para buscar la síntesis, y,
sobre todo, su honradez y el espíritu de justicia que definen su obra.
ALFREDO TARRUELLA
EL JUICIO HISTORICO SOBRE ROSAS
Lenta, pero firmemente, la verdad sobre Rosas se abre camino.
La causa de esa lentitud se explica. A Rosas le tocó
actuar en pleno auge del romanticismo y del liberalismo. Sus enemigos, libres
de la pesada tarea de gobernar, empuñaron la pluma e “inundaron el mundo -como
dice Ernesto Quesada- con un maëlstrom de libros, folletos, opúsculos, hojas
sueltas, periódicos, diarios y cuantas formas de publicidad existen.” Supieron explotar la sensiblería romántica
dando a ciertas ejecuciones y asesinatos una importancia que no les corresponde
dentro del cuadro histórico de la época.
Los famosos degüellos de octubre del año 40 y abril del 42 pasaron a la
historia hipertrofiados, como si los 20 años de gobierno de Rosas se hubiesen
reducido a esos dos meses y como si su
acción gubernativa no hubiese sido otra que ordenar o tolerar degüellos. Rosas,
para ellos, fue un monstruo, y desde este punto de vista, que no permiten
discutir, juzgan su época, sus hechos y sus intenciones. Si Rosas fusiló, no
fue porque lo creyó necesario, sino para satisfacer su sed
de sangre. Si luchó -aunque sea con el
extranjero-, no fue por patriotismo, sino por ambición personal, o para
distraer la atención del pueblo y mantenerse en el poder. Si expedicionó al
desierto, fue para formarse un ejército. Si efectuó un censo, fue para
catalogar unitarios y perseguirlos. Si ordenó una matanza de perros, que se
habían multiplicado terriblemente en la ciudad, lo hizo para instigar una
matanza de unitarios. Y así, mil cosas más.
Naturalmente, de todo esto resultó un Rosas gigantesco por su maldad,
“un Calígula del siglo XIX”, es decir, el Rosas terrible que necesitaban los
unitarios para justificar sus derrotas y sus traiciones.
Como la historia la escribieron los emigrados que
regresaron después de Caseros, ese
Rosas pasó a la posteridad, y desde entonces todas las generaciones han
aprendido a odiarlo desde la escuela. Sólo así se explica que aun perdure en el
pueblo el prejuicio fruto del manual de Grosso y de las horripilantes escenas
de la Mazorca conocidas a través de Amalia
o de alguna recopilación de “diabluras del Tirano.”
Afortunadamente, en la pequeña minoría que estudia la
historia se evidencia una reacción. Los libros nuevos que tratan seriamente el
debatido tema lo hacen con un criterio cada vez más imparcial. Tal es el caso
de las interesantes obras publicadas en 1930 por
Carlos Ibarguren y Alfredo Fernández García.
“Donde hay un hombre, hay una luz y
una sombra”, se ha dicho. Rosas, como hombre que fue, cometió errores, pero no
crímenes, porque “el delito -como él mismo escribió en su juventud- lo
constituye la voluntad de delinquir”, y
es absolutamente infundada la afirmación de que él la tuvo. Cuando se habla de
su reivindicación, no se trata de
presentarlo sin mancha a los ojos de la posteridad, como han querido
presentarse sus enemigos, ni tampoco de “disculparlo”, como dicen algunos con
cierto retintín cada vez que oyen hablar de cualquiera de sus innegables
aciertos. El perdón supone el crimen, y la facultad de concederlo no pertenece
a la historia, sino a Dios. De lo que se trata es, simplemente, de presentarlo
tal cual fue, con sus errores y con sus aciertos, ya que los primeros no tienen
la propiedad de borrar los segundos, tal
como los numerosos fusilamientos ordenados por Lavalle y Lamadrid en sus
campañas no extinguen ni una partícula de la gloria que les corresponde por el
valor legendario de que dieron pruebas en la guerra de la independencia. La
vida pública de esos hombres no es un todo indivisible que se pueda condenar o
glorificar en globo. Por eso es absurda en nuestros días esa fobia oficial antirrosista que, haciéndose cómplice de lo que podríamos llamar conspiración
del olvido, excluye sistemáticamente el nombre de Rosas de las calles y
paseos públicos mientras se le concede ese honor a una porción de personajes
anodinos, cuando no traidores o enemigos de la patria. (No sólo se excluye el nombre de Rosas, sino que se
procura excluir el de todo personaje rosista o hecho de armas favorable a
Rosas. Para citar un ejemplo, ninguna calle de Buenos Aires lleva el nombre de
Costa Brava, combate en que se cubrió de gloria la armada argentina derrotando
a la oriental, que mandaba José Garibaldi. Sin embargo, este aventurero,
saqueador e incendiario tiene hoy varias calles y monumentos, y -parece
increíble- lleva su nombre un guardacostas de esa armada nacional contra la
cual luchó pérfida y deslealmente. A ese
extremo ha llegado la pasión antirrosista.)
La “tiranía” no fue un hombre sino una época en que todos emplearon cuando pudieron los
mismos métodos. Rosas no “abrió el torrente de la demagogia popular”, como se
ha dicho con más literatura que acierto. Lo tomó desbordado como estaba, tal
como no
quisieron tomarlo ni
San Martín ni
otros hombres de valer; lo
encauzó dirigiéndolo hacia un buen fin, lo siguió unas veces y otras lo
contuvo con su acostumbrada energía.
Es muy cómodo, pero muy injusto, cargar sobre Rosas toda
la responsabilidad de una época semejante.
Cuando se habla del terror, de los
abusos, de los crímenes, es preciso averiguar, no sólo lo que hizo Rosas, sino también lo
que hicieron sus enemigos, algo de lo cual hemos de bosquejar en el presente
ensayo. Dentro de lo hecho en el campo federal, hay que delimitar bien lo que
ordenó Rosas, lo que se hizo con su tolerancia y lo que se hizo contra su
voluntad. Y finalmente, dentro de lo que ordenó
Rosas, es preciso establecer
cuándo hubo abuso, cuándo obró justamente -porque al fin y al cabo, era autoridad legal (Esta circunstancia
parece haber sido olvidada por los
severos juzgadores de la “tiranía” Una
cosa es el fusilamiento ordenado por quien ha sido investido por la ley con la
suma del poder público y desempeña el gobierno cumpliendo la misión que se le
encomendó, y otra es el fusilamiento por orden de un general levantado en armas
contra la autoridad legítima.
Cuando Rosas, los
gobernadores de provincias o los generales gubernistas en campaña daban muerte
a los unitarios sublevados, no hacían más que aplicar los artículos de las ordenanzas españolas,
que establecían lo siguiente:
“Art.26- Los que
emprendieren cualquier sedición, conspiración o motín, o indujeron a cometer
estos delitos contra mi real servicio,
seguridad de las plazas y países
de mis dominios, contra la tropa, su comandante u oficiales, serán ahorcados, en cualquier número que sean.” (Colón reformado, tomo III, pág. 278)
“Art.168.- Los
que induciendo y determinando a los rebeldes hubieren promovido o sostuvieren
la rebelión, y los caudillos principales de ésta, serán castigados con la pena
de muerte.” (Colón reformado, tomo III, pág. 43.)
Igual pena
establecían las ordenanzas para los desertores.
Esas eran las
leyes penales que regían entonces. Y Rosas -autoridad legal con la suma del
poder público- las aplicaba. Pero sus
detractores parecen creer que en esos tiempos estaba en vigencia el Código
Penal de 1921.) - y cuándo obró de manera que sería condenable en circunstancias normales, pero
que en las suyas era una legítima defensa contra iguales métodos de sus
contrarios. Sólo así tendremos la base sobre la cual se ha de asentar el juicio
definitivo. Con repetir a priori que
Rosas fué el “principal responsable”, nos habremos ahorrado ese trabajo previo,
pero no probaremos nada.
Además, por encima de esa investigación imparcial, es
necesario que varíe el criterio con que se juzga esa época. Antes se la juzgaba
con criterio romántico y liberal. Hoy, que el romanticismo está en decadencia,
priva un
criterio objetivo, pero
aún no
despojado
de la influencia liberal. Por eso, al juzgar a Rosas, muchos creen condenarlo,
y en realidad condenan, no al hombre, sino al sistema: la dictadura. No se
contentan con juzgar lo que hizo Rosas, sino que le señalan también lo que
debió hacer, y como tienen prejuicios liberales, concluyen: Rosas debió dar al
país una constitución liberal y democrática. Pudo hacerlo y no lo hizo. Luego:
su gobierno fue estéril.
Tal razonamiento es muy discutible.
Sería preciso averiguar si Rosas realmente hubiera podido constituir al país. Y
suponiendo que hubiera podido, aún quedaría por averiguar si hubiese debido
hacerlo. Para los liberales, eso no admite dudas. Para los que creen que era
preciso consumar
previamente la unidad política y geográfica del país y dejar luego que la
tradición presidiese su constitución natural, la cuestión varía de aspecto.
No
condenemos, pues, a Rosas por haber omitido hacer lo que el liberalismo juzga
que debió haber hecho. Juzguémoslo a través de lo que hizo: consolidar la unión
nacional y mantener la integridad del territorio, preparándolo para la
organización definitiva. Ésa es su gloria. Cuando se lo juzgue con simple buen
sentido y, por consiguiente, sin prejuicios liberales, le será reconocida.
I
El régimen del terror tiene en nuestra historia antecedentes muy
anteriores a la época de Rosas.
Desde la independencia argentina, fue aplicado por casi
todos los gobiernos. La Junta de 1810 ya había formado su doctrina en el Plan de las operaciones que el gobierno
provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata debe poner en práctica
para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia,
atribuido a Mariano Moreno. En este célebre documento se sostiene que con los
enemigos declarados: .”..debe observar el gobierno una conducta, las más cruel
y sanguinaria; la menor especie debe ser castigada. La menor semiprueba de
hechos, palabras, etc., contra la causa, debe castigarse con pena capital,
principalmente cuando concurran las circunstancias de recaer en sujetos de
talento, riqueza, carácter....” Y luego añadía: “No debe escandalizar el
sentido de mis voces; de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda
costa...Y si no, ¿porqué nos pintan a la libertad ciega y armada de un puñal?. Porque ningún Estado envejecido o provincias
pueden regenerarse ni cortar sus corrompidos abusos sin verter arroyos de
sangre.”(1)
El plan revolucionario no quedó en el papel. En su
cumplimiento cayeron en Córdoba, el 26 de agosto de 1810, Liniers, Gutiérrez de
la Concha, Allende, Rodríguez y Moreno, en virtud del siguiente decreto de la
Junta, obra del mismo autor del Plan:
“Los sagrados derechos del Rey y de la Patria han armado
el brazo de la justicia. Y esta Junta ha fulminado sentencia contra los
conquistadores de Córdoba, acusados por la notoriedad de sus delitos y
condenados por el voto general de todos los buenos. La Junta manda que sean
arcabuceados don Santiago de Liniers, don Juan Gutiérrez de la Concha, el
obispo de Córdoba, don Victoriano Rodríguez, el coronel Allende y el oficial
real Juan Moreno. En el momento en que todos o cada uno de ellos sea pillado,
sean cuales fueren las circunstancias, se efectuará esta resolución, sin dar
lugar a minutos que proporcionen ruegos y relaciones capaces de comprometer el
cumplimiento de esta orden y honor de V.S. Este escarmiento debe ser la base de
la estabilidad del nuevo sistema y una lección para los jefes del Perú, que se
abandonan a mil excesos por la esperanza de la
impunidad, y es, al mismo tiempo, la prueba fundamental de la utilidad y
energía con que llena esa expedición los importantes objetos a que se destina.”(2)
Vencidos los realistas en Suipacha, la tragedia de
Córdoba se repitió en el Alto Perú. El 15 de diciembre del mismo año cayeron,
en la Plaza Mayor de Potosí, el mariscal Vicente Nieto, el capitán de navío y
brigadier José de Córdoba y Rojas y el gobernador intendente Francisco de Paula
Sanz, fusilados por orden del representante de la Junta, Juan José Castelli.(3)
Mientras tanto, en Buenos Aires, era ejecutado don Basilio Viola, sin
formación de causa, por creérsele en correspondencia con los españoles de
Montevideo.(4)
Pero no es sólo en virtud del Plan de Moreno que se fusila, ni son sólo españoles los que caen.
En 1811 se produce una sublevación del regimiento criollo de Patricios. La
causa remota fue el descontento producido por el alejamiento de Saavedra; la
próxima, la orden de suprimir las trenzas. Como consecuencia del motín fueron
condenados a muerte cuatro sargentos, tres cabos y cuatro soldados, y sus
cuerpos se exhibieron al vecindario colgados en horcas en la Plaza de la
Victoria. Esta represión fué obra de Bernardino Rivadavia, alma del primer
Triunvirato. (5)
Al año siguiente, 1812, se
produce la conspiración de Alzaga, y también es ahogada en sangre por
Rivadavia. Después del fusilamiento del jefe y los principales cabecillas, se
realiza una matanza popular de españoles.
“Las partidas -dice Corbiere- buscaban a los españoles
prestigiosos y sospechados de monárquicos, en sus casas, para matarlos, sin que
autoridad alguna les detuviera la mano. Bastaba ser godo, apodo dado a los
peninsulares, para que el populacho, formado de gauchos, mulatos, negros,
indios y mestizos, capitaneado por caudillos del momento, se arrojase sobre la
víctima y la ultimase a golpes, siendo arrastrado el cadáver hasta la Plaza de
la Victoria, donde quedaba colgado de la horca; exactamente como habían
procedido, en situación semejante, los populachos de Quito y Bogotá, tres años
antes. Durante varios días se practicó y la fobia
de los cazadores siguió celebrándose con explosión patriótica justificada por
el crimen que significaba la fracasada
conspiración...Un mes duró el terror. La Plaza de la Victoria mostró más de
cuarenta víctimas del fanatismo popular, que los victimarios miraron con la
satisfacción del deber cumplido.” (6)
Puso fin a este mes trágico un decreto-proclama del
Triunvirato, cuyo texto comenzaba así: “¡Ciudadanos, basta de
sangre! perecieron ya los principales autores de la conspiración y es necesario
que la clemencia substituya a la justicia.” Y terminaba en la siguiente forma:
“El gobierno se halla altamente satisfecho de vuestra conducta y la patria fija
sus esperanzas sobre vuestras virtudes
sin ejemplo. Buenos Aires, 24 de julio de 1812.- Feliciano Antonio Chiclana, Juan Martín de Pueyrredón, Bernardino
Rivadavia. Nicolás de Herrera, secretario.”
(7)
Cuando en octubre de 1840 se repitieron escenas
semejantes, no constituyeron, pues, una novedad para Buenos Aires. Ni siquiera
el decreto del 31 de octubre, con que Rosas puso fin a las mazorcadas, pudo
sorprender a nadie. Rosas no innovaba. Seguía el ejemplo de su antecesor
Bernardino Rivadavia. (8)
No terminó con el primer Triunvirato el régimen del
terror. Un decreto del 23 de diciembre del mismo año ordena lo siguiente: “1° Ninguna reunión de españoles europeos
pasará de tres, y en caso de contravención serán sorteados y pasados por las
armas irremisiblemente, y si ésta fuese de muchas personas sospechosas a la
causa de la patria, nocturna, o en parajes excusados, los que la compongan serán
castigados con pena de muerte. 2° No podrá español alguno montar a caballo, ni
en la Capital ni en su recinto, si no
tuviere expresa licencia del Intendente de Policía, bajo las penas pecuniarias
u otras que se consideren justas, según la calidad de las personas en caso de
contravención. 3° Será ejecutado incontinenti con pena capital el que se aprehenda
en un transfugato con dirección a Montevideo, ese otro punto de los enemigos
del país, y el que supiere que alguno lo intenta y no lo delatare, probado que
sea será castigado con la misma pena.” Este decreto lleva las firmas de Juan
José Passo, Nicolás Rodríguez Peña, Antonio Alvarez de Jonte y José Ramón de
Basavilbaso.” (9)
Los gobiernos revolucionarios posteriores no se mostraron
más suaves en la represión de las actividades subversivas. Alvear, el 28 de
marzo de 1815, dicta un decreto terrorista en que se pena con la muerte a los
españoles y americanos que de palabra o por escrito ataquen el sistema de
libertad e independencia; (10) a los que
divulguen especies alarmantes de las cuales acaezca alteración del orden
público; a los que intenten seducir soldados o promuevan su deserción, y reputa
como cómplices a quienes, teniendo conocimiento de una conspiración contra la
autoridad no la denuncien. Diez días después de este decreto, el 7 de abril,
domingo de Pascuas, amanecía colgado frente a la Catedral el cadáver del capitán Marcos Ubeda. Acusado de conspirar, había sido
juzgado en cinco horas y fusilado dos horas después. Las familias porteñas que
concurrían a misa pudieron presenciar el espectáculo, y ello influyó no poco en
la estrepitosa caída de Alvear, que se produjo a los ocho días de la
terrorífica exhibición. Pero el método ya había sido introducido en la vida
política argentina y era imposible detenerlo. Actos como éste traían otros, a
título de represalia. Caído Alvear, le sucede Alvarez Thomas, quien designa una
comisión militar y otra civil para juzgar los delitos cometidos bajo el breve
período que en documentos públicos -15 años antes de Rosas- se llamó la
“tiranía” de Alvear. La comisión militar, presidida por el general Soler,
procesó al coronel Enrique Payllardel por haber presidido el consejo de guerra
que condenó a Ubeda. Payllardel fue también condenado a muerte, ejecutándose la
sentencia. (11)
Transcurren los primeros años de la
independencia y se sigue derramando sangre. En 1817 son fusilados Juan
Francisco Borges y algunos compañeros, por orden de Belgrano. (12) En
1819, a raíz de una sublevación de prisioneros españoles en San Luis, son
degollados el brigadier Ordóñez, los coroneles Primo de Rivera y Morgado y
todos los jefes y oficiales. (13) En 1820, Martín
Rodríguez ordena el fusilamiento de dos cabecillas
del motín del 5 de octubre del mismo año. (14)
En 1823, Rivadavia, como ministro de
Rodríguez, y a raíz de la intentona revolucionaria del 19 de marzo, motivada
por su reforma religiosa, ordena el fusilamiento de Francisco García, Benito
Peralta, José María Urien, doctor Gregorio Tagle y comandante José Hilarión
Castro. García fue ejecutado el día 24, al borde del foso de la Fortaleza,
Peralta y Urien lo fueron el 9 de abril. El comandante Castro logró escapar, e
igualmente el doctor Tagle, a quien facilitó la fuga, en nobilísimo gesto, el
coronel Dorrego. (15)
En este mismo año de 1823 gobernaba
en Tucumán don Javier López, el general unitario que en 1830 solicitaría al
gobierno de Buenos Aires la entrega del “famoso criminal” Juan Facundo Quiroga.
El general López ejerció en Tucumán una dictadura sangrienta, de la cual Zinny
hace el siguiente comentario: “Raro fue el ciudadano de Tucumán que no hubiera
sido vejado y oprimido; todas las garantías públicas y privadas fueron
atacadas; más de cuarenta víctimas se inmolaron al deseo obstinado de sostenerse
en el mando contra la voluntad general; más de mil habitantes útiles al país
desaparecieron de su suelo desde que este jefe encabezara la guerra civil. He aquí -añade Zinny- la lista
de los fusilados sin formación de causa:
“Don Pedro Juan Aráoz, comandante Fernando
Gordillo, general Martín Bustos, capitán Mariano Villa, fusilados en un día,
con dos horas de plazo.
“Don Agustín Suárez, don Manuel Videla,
azotados y, a las dos horas, fusilados.
“Don Basilio Acosta.
“Don Baltazar Pérez
“General Bernabé Aráoz, fusilado
clandestinamente en Las Trancas.
“Don Vicente Frías.
“Don Beledonio Méndez, descuartizado en la
plaza.
“Don N. Piquito, descuartizado en Montero.
“Don Isidro Medrano.
“Don Eusebio Galván, degollado por el
oficial S...
“Don Romualdo Acosta
“Don Félix Palavecino.
“Don Baltazar Núñez.
“Comandante Luis Carrasco, con sus dos asistentes, y muchos otros.” (16)
He aquí cómo, en aquel remoto año de
1823, cuando aún no se había iniciado francamente la lucha entre federales y unitarios, ya sientan el
precedente sangriento nada menos que el padre del unitarismo, en Buenos Aires,
y uno de sus principales generales, en
Tucumán.
NOTAS:
1 ERNESTO QUESADA, La
época de Rosas, págs. 145/7. Se ha discutido -a nuestro juicio, sin mayor
fundamento- la autenticidad de este plan. Puede leerse al respecto el capítulo
XV de la nota citada y la nota 48 de Lamadrid
y la Coalición del Norte, del mismo autor.
Por otra parte, la cuestión de la autenticidad del documento pierde interés ante la realidad de los hechos.
2 EMILIO
P. CORBIERE, El terrorismo en la Revolución de Mayo, págs. 42 y 43.
3 Ibídem, págs. 55 y sigs.
4 MANUEL BILBAO, Vindicación y memorias de don
Antonio Reyes, pág. 33.
5 EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 73 y
sigs.
6 Ibídem, pág. 107.
7 Ibídem, págs. 109 y 110.
8 Debemos hacer notar aquí una diferencia,
las víctimas de este último no eran argentinos unidos al enemigo extranjero; eran españoles,
fieles a su patria y a su rey. Con todo, mientras a Rivadavia se le alaba su energía,
a Rosas se le reprocha su crueldad
. Tal es la lógica sobre la cual se pretende fundamentar el odio a Rosas,
cuando ella misma está falseada por este odio.
9 EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 131/3.
10 Es interesante recordar que Alvear,
incurriendo en el delito que castigaba, se dirigió en ese tiempo al
secretario de negocios extranjeros de S.
M. británica expresando que “estas Provincias desean pertenecer a la Gran
Bretaña, recibir sus
leyes, obedecer su
gobierno y vivir
bajo su influjo poderoso.” (LEVENE, Lecciones de Historia Argentina. pág.
83).
11 EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs.
135/44.
12 JULIO B. LAFONT, Historia Argentina, pág. 279. Academia Nacional de la Historia, Historia de la Nación, t. VI, pág. 635. DOMINGO MAIDANA, JUAN
FRANCISCO BORGES, en Revista de la Junta de Estudios Históricos de Santiago del
Estero, Año III, N° 7-10. Defendiendo a Monteagudo, de quien ha podido decirse, con justicia,
que recorrió la historia
argentina “como un bólido la atmósfera, envuelto en rojo”, RICARDO ROJAS
escribe lo siguiente: “Los fusilamientos que se ejecutaron
por orden de Belgrano en Santiago, Tucumán y Jujuy, sin forma de proceso , y sus bandos terroristas,
como el del 23 de agosto, cuando el éxodo jujeño de 1812, exceden toda la leyenda del Monteagudo
sanguinario. Pero la historia
tiene sus predilectos,
y en ella -como en la murmuración contemporánea- se da
en la bondad o en el vituperio
caprichosamente a veces. Se habla de la bondad de Belgrano, y sin duda
era bueno, a pesar de esas ejecuciones y
bandos. Monteagudo hizo menos, y para él ha sido la leyenda siniestra...” El razonamiento es exacto. Pero
entiéndase también a las luchas civiles posteriores, donde los hombres han sido
clasificados arbitrariamente en ángeles
y demonios.
13 CARLOS IBARGUREN, Juan
Manuel de Rosas, pág. 58.
14 ANTONIO ZINNY, Historia de los gobernadores, t. II, p. 42.
15 ADOLFO SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t. I, pág. 161, nota I.
16 ANTONIO ZINNY, ob. cit., t. III, págs. 265 y
266. JUANA MANUELA GORRITI en su Biografía del General Dionisio de Puch, refiere así la participación de Arenales, gobernador
unitario de Salta, en el fusilamiento del General Bernabé Aráoz: “ El
Gobernador de la Provincia de Tucumán,
Don Bernabé Aráoz había sido expulsado del gobierno y de su patria por una
revolución triunfante. En su desgracia, pide a Salta un asilo. El derecho de asilo ha sido
respetado en los tiempos más atrasados y
entre las naciones más bárbaras. Arenales no lo reconoció. Entregó a su enemigo, el
huésped que se había refugiado en su hogar, y Don Bernabé Aráoz fué
fusilado.” (Cit. por Mons. JOSUE
GORRITI, PACHI GORRITI, págs. 41-2.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario