José de San Martín (por Ángel María Zuloaga, 1871). |
Por
Benjamín Villegas Basavilbaso*
(Discurso
pronunciado el 17 de agosto de 1940, en el Museo Histórico Nacional, en nombre
de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos, con
motivo del noventa aniversario de la muerte de San Martín).
“Nadie en mi
muerte me honre con su llanto que andaré vivo en boca de los hombres”.
Ennio.
El Libertador iba a cumplir los sesenta
y seis años. Había entrado en las avenidas de la vejez y con admirable
estoicismo empezó a preparar su último viaje. Acaso en sus largas meditaciones
recordara la sentencia de Séneca: “magnífica cosa es aprender a morir”; ese
regreso a lo que fuimos no le inquietaba; si la muerte es premio a la trabajosa
jornada, tenía asaz derecho para el descanso definitivo. Aún la “curva senecta”
no le obligaba a mirar hacia la tierra; su físico, atormentado por crueles
dolencias, se mantenía enhiesto y sin declives; su espíritu, disciplinado en la
adversidad y la ingratitud, habíase fortificado en su voluntario exilio.
Interrogaba a la conciencia, que es lo único que no puede defraudar a los
hombres, y sus dictados le traían serenidad en el ocaso. Más de veinte años
había transcurrido desde que escribiera a O’Higgins estas palabras, al
retirarse para siempre del Perú: “mi juventud fue sacrificada al servicio de
los españoles; mi edad media al de mi patria; tengo derecho a disponer de mi
vejez" (1). Pero, el odio que ha ejercido un señorío incontrastable en las
luchas políticas argentinas, ni siquiera le respetó en sus violencias; fue a
buscar en su retiro a este soldado de la libertad que ambulaba por comarcas
extrañas, como la sombra errante de un templario poseído por la pasión del
sacrificio. ¡Cuánta amargura guardan estas líneas con que reaccionara ante la
injuria de un libelo porteño: “el honor es la única herencia que dejo a mis hijos, el nombre del general
San Martín ha sido más considerado por los enemigos de la independencia que por
muchos de los americanos!” (2).
En pleno dominio de su mente redactó
personalmente sus postreras voluntades. Reservado por temperamento y poco
afecto a confesiones íntimas, eligió la forma ológrafa que le permitía
ocultarlas, pues tenía el pudor de descubrirlas. El que había emprendido la
guerra de la emancipación con un secreto, confiado sólo y por necesidad, en
1814 a Rodríguez Peña, el que quiso terminar su vida con otro secreto en
Guayaquil, en 1822 , no iba a quebrantar su reserva para disponer de sus
contados bienes después de su muerte.
Ese testimonio era el gran secreto de su vida heroica, que nunca descendió a
defenderse de los epítetos más rastreros que le gritaron sus muchos
detractores, prefiriendo ocultarse en el silencio más allá de los límites de la
prudencia humana. Empero, esa fue siempre su línea de conducta, rígida,
inflexible y perdurable hasta el final. Ya lo tenía dicha antes de cruzar la
nevada cordillera: “mi corazón se va encalleciendo a los tiros de la
maledicencia y para ser insensible a ellos me he aferrado con aquella máxima de
Epictecto: “Si l’on dit mal de toi et qu’il soit veritable, corrige-toi: si ce
sont des mensonges, ris en” (3)
Fue en París, en su residencia de la Rue
Neuve Saint-Georges, y en pleno invierno que escribió su testamento. Era el 23
de enero de 1844. (4) En sólo cincuenta y dos renglones manifestó sus
voluntades: no necesitó de extensas declaraciones ni de albaceas. La caligrafía
cuidadosa, al extremo que ha rayado previamente la hoja para evitar el
desaliño; como siempre no se preocupó por la ortografía, pero sí por la
claridad y precisión de sus ocho cláusulas. La letra tiene caracteres
regulares; pareciera que su autor no vaciló en asentar sus mandas convencido de
la justicia que le animaba; no se advierte apremio alguno en su redacción, como
si presintiera que aún estaba lejana la fatiga de la hora postrera. En frases
sentidas ordenó sus disposiciones sin jactancias, humildemente, con fervor
cristiano.
Inicia su testamento “En el nombre de Dios Todo Poderoso a quien
reconozco como hacedor del Universo”, porque creía en Dios, a quien
invocara tantas veces en vísperas de la gloria. ¿No puso los auspicios de la
Señora del Carmen la bandera del Ejército de los Andes, antes de emprender su
cruzada a través de esas montañas que le quitaban el sueño? ¿No proclamó la
libertad e independencia del Perú “por la voluntad general de los pueblos y por
la justicia de su causa que Dios defiende?” (5). Tal vez en esos momentos
solemnes llegase a su memoria la súplica de la propia madre que quiso ser
amortajada con el sayal dominicano (6). Después de escribir el nombre de Dios
enuncia sus títulos conquistados en diez años de guerra en que “ejerció sin
reservas el apostolado de la libertad” (7), para entregarlo al juicio de la
historia: “Generalísimo de la
República del Perú y fundador de su libertad, Capitán General de la de Chile y
Brigadier General de la Confederación Argentina”.
La primera cláusula testamentaria es
para su hija unigénita, que fue su amor, su refugio y su consuelo, la que en el
tránsito supremo le cerraría los cansados párpados con el beso final. “Dejo
– escribió- por mi absoluta heredera de
mis bienes habidos y por haber a mi única hija Mercedes de San Martín,
actualmente casada con Mariano Balcarce”. Hacía más de veinte años que su
esposa dormía su último sueño y a quien no pudo acompañar en su agonía. No
tenía padres; sus hermanos Juan y Manuel apenas entraron en sus recuerdos, sólo
Justo se le aproximó en su ostracismo. Pero quedábale María Helena, viuda y sin
amparo; fue la única hermana y para quien dispone protección y ayuda. Por eso
en el segundo artículo manda que su heredera le suministre una pensión de mil
francos anuales y a su fallecimiento se continúe pagando a su hija Petronila
una de doscientos cincuenta hasta su muerte. Para asegurar estas rentas que
hace a su hermana y sobrina rehusa constituir ninguna clase de hipotecas o garantías,
“por la confianza – dice – que me asiste de que mi hija y sus herederos cumplirán
religiosamente esta mi voluntad”.
Ha dispuesto de sus bienes habidos y por
haber. Los habidos son contados: subsidios y pensiones que muchas veces no
llegan; además, los auxilios del dilecto amigo, el español Aguado, a quien
debió no haber muerto en un hospital por falta absoluta de recursos. ¿Dónde
hallar las barras de oro que sus enemigos le imputaban haber extraído dolosamente
de Chile y del Perú? ¡cuán cierto es que la gloria es más excelsa después que
la calumnia ha pretendido enlodar a los varones ilustres!
Después piensa en su espada, esa espada
que jamás fue puesta al servicio de las contiendas fratricidas ni de la
discordia interna, que fue “instrumento accidental de la justicia y agente del destino”,
como él mismo lo dijera en su inolvidable proclama a los peruanos (8). Era el
acero de San Lorenzo, de Chacabuco, de Maipú, de Lima, con que este soldado en
“misión de caridad” marcó los caminos de la liberación; acero santificado por
todos los renunciamientos: el del hogar, el de la fortuna, el del poder y el de
la fama. Y escribió la cláusula tercera en estos términos: “El sable que me
ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sud, le
será entregado al general de la República Argentina, Dn. Juan Manuel de Rosas,
como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido, al ver la
firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas
pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.
El testador ha sentido intima
satisfacción por la viril conducta de Rosas ante los agravio inmerecidos a la
soberanía de su patria. Esas injustas pretensiones -así las calificó- lesionaban su acendrado patriotismo. No
juzgaba su política interna ni se afiliaba a las facciones que dividían a
muerte a los argentinos. “A tan larga distancia y por tantos años alejado de la
escena – dijo una vez – no me es saber fácil la verdad…Sobre todo, tiene para
mi el general Rosas que ha sabido defender con toda energía y en toda ocasión el pabellón nacional…Por
esto después del combate de Obligado tentado estuve de mandarle la espada con
que contribuí a defender la independencia…” (9). El adversario irreductible de
toda restauración o conquista de los imperios ultramarinos en América
permanecía fiel a sus principios: las agresiones de Francia y de Inglaterra
humillaban a los argentinos y no aprobaba la actitud desesperada de los
unitarios que para destruir la dictadura ponían en peligro los destinos de su
patria. Además, el legado, tan discutido por la pasión de amigos y enemigos no
estaba destinado al gobernador de Buenos Aires; expresamente ha querido donarlo
al general Rosas, que en ese entonces representaba la autoridad suprema de la
República, que aseguraba la integridad de su territorio y la independencia a la
que había contribuido con abnegación y sacrificio. El honor había quedado en
salvo con la resistencia al extranjero invasor; y fue una razón de patria y no
de simpatías personales o partidistas que determinó al testador a dar ese
destino a su espada libertadora, que los descendientes del beneficiario
entregaron al culto y a la veneración de los argentinos.
El artículo cuarto impresiona y
entristece. “Prohíbo – escribió - el que se me haga ningún género de
funeral, y desde el lugar que falleciere se me conduzca directamente al cementerio, sin ningún acompañamiento,
pero sí desearía el que mi corazón fuese depositado en el de Buenos Aires”. Su carácter sencillo y desnudo de vanidades
no se conciliaba ni siquiera con las pompas del ritual; el que entraba a las
ciudades buscando las sombras de la noche para esquivar el homenaje debido a
sus victorias, quería llegar a la ciudad del eterno silencio sin ceremonias,
sin acompañamiento, pero deseó que algún día su corazón volviese a Buenos
Aires. Ese “sí desearía” tiene un significado moral extraordinario. De todo su
magro caudal reserva el corazón para ser depositado en el cementerio de la
ciudad capital, acaso porque fue la que
menos le amaba. ¡Y con cuánta constancia manifestó siempre su voluntad de concluir
su vida en esta tierra! “No deseo otra cosa – le dice a su amigo Molina en 1837
– que morir en su seno” (10). ”No exijo…sino que me dejen vivir con
tranquilidad los pocos días que me restan de vida” (11). En carta a O’Higgins
reitera su anhelo de volver a la patria: “hasta que el horizonte que presente
Buenos Aires sea tal que me permita regresar…para dejar en él mis huesos”
(12). En 1838, al tener conocimiento del
grave conflicto con Francia, le dice a Rosas: “tres días después de haber
recibido sus órdenes me pondré en marcha para servir a la patria honradamente.
En cualquier clase que se me destine. Concluida la guerra, me retiraré a un
rincón, esto es, si mi país me ofrece seguridad y orden; de lo contrario
regresaré a Europa con el sentimiento de no poder dejar mis huesos en la patria
que me vio nacer” (13). Pero, sus
adioses de 1829 serían definitivos; ya en 1844 estaba viejo y achacoso para
cruzar el océano; por eso quiso expresar una vez más su deseo de retornar
muerto, ya que su destino había ordenado que nunca más volvería a ver la madre
tierra.
Ya ha dispuesto de todo, ha instituido
heredero y ordenado la entrega de una pensión vitalicia a su única hermana; ha
legado su espada y prohibido sus funerales, y por fin ha dicho dónde quisiera
descanse su corazón; ya de nada puede disponer; en vida lo dio todo hasta el
exceso, guardando sólo para sí el silencio ante la injuria, el infortunio y la
ingratitud. Pero, su honradez le obliga a declarar el estado de sus compromisos
y obligaciones y a ese efecto redacta la cláusula quinta: “declaro no deber
ni haber jamás debido, nada a nadie”. ¡Qué ejemplo el que deja este soldado
con tan extraordinaria confesión! La vida pública nunca pudo tentarlo con sus
promesas engañosas. Subió a las más altas posiciones para servirlas con honor y
dignidad, sin que jamás la codicia, el lucro o el interés personal se anidaran en su espíritu. La pobreza fue su
compañera. En 1816 al solicitar al Intendente de Cuyo una tierras de labranza,
dice en su oficio: “Mi fortuna menguada no me ha proporcionado jamás un fundo
rural…Las cincuenta cuadras que pido por merced sólo valen doscientos pesos. No
los tengo… La voluntaria cesión de la mitad de mis sueldos me ha reducido a
pasar una vida frugal y sin el menor ahorro para embolsar… (14). No tuvo
acreedores y así quiere afirmarlo en la hora de la verdad, con palabras que
trasuntan virtudes socráticas. Tal vez recordara en esos momentos sus renuncias
a sueldos, mandos, premios, honores y privilegios, recompensadas con los
epítetos de ambicioso, embustero, hipócrita, asesino y ladrón! (15).
Después vuelve a sus seres queridos, a
su hija y a sus dos nietas, carne de su carne y donde habría de extinguirse la
progenie del héroe, para decirles sus adioses
plenos de ternura y amor. Es la penúltima cláusula, la más íntima y
conmovedora, que encierra una honda lección de educación cristiana. ¡Con cuánta
congoja la escribiría, posiblemente en el declinar de esa tarde invernal,
cuando el crepúsculo en fuga se deshacía en sombras y en misterio! “Aún que
es verdad – escribió – que todos mis anhelos no han tenido otro objeto
que el bien de mi hija amada debo confesar que la honrada conducta de ésta y el
constante cariño y espero que siempre me ha manifestado, han recompensado con
usura, todos mis esmeros haciendo mi vejez feliz. ¡Yo la ruego continuar con el
mismo cuidado y contracción la educación de sus hijas (a las que abrazo con
todo mi corazón) si es que a su vez quiere tener la misma feliz suerte que yo
he tenido; igual encargo hago a su esposo, cuya honradez y hombría de bien no ha desmentido la opinión que había formado
de él. Lo que me garantiza continuar haciendo la felicidad de mi hija y nietas”.
Es verdad que el Libertador cuidó con
extremado cariño la educación de su
única hija. La formación de su carácter constituyó la mayor preocupación en su
ostracismo. La muerte de la madre obligóle a ejercer ese noble ministerio. Y
para prepararla para la adversidad que tanto había perseguido al padre, redactó
unas máximas a las cuales ajustó su conducta,
máximas que acusan la grandeza moral de su autor y que no debieran ser
olvidadas en los hogares y escuelas argentinas. Humanizar el carácter y hacerlo
sensible aún con los insectos que nos perjudican; gran confianza y amistad,
pero uniendo el respeto; formalidad en la mesa; respeto a la propiedad ajena;
amor a la verdad y odio a la mentira; caridad con los pobres; respeto a todas
las religiones; dulzura con los criados, pobres y viejos; hablar poco y lo
preciso; acostumbrarla a guardar un secreto, y amor al aseo y desprecio al lujo
(16), tales eran los once mandamientos que transformarían a la doncella en
admirable hija, esposa y madre.
Extraño el destino de este “santo de la
espada”, que cuida la educación de su unigénita con fervor maternal, y para
fortificarla contra las asechanzas de la vida le inculca rígidas normas de
moral evangélica que él mismo redacta en su soledad de asceta. Por eso al
confesar que su hija le ha devuelto en cariño y amor todas sus preocupaciones
de padre, le ruega eduque a las suyas con la misma solicitud, para tener como
él una ancianidad venturosa. Y así fue hasta el momento final, pues encontró en
las nietas que le llamaban “cosaco” la luz que ya había huido de sus ojos y en la hija la Antígona inseparable, que
servía de vínculo indestructible entre aquellas que iniciaban los primeros
caminos en la vida y el noble anciano que se avecinaba a la inmortalidad.
Ha terminado su testamento con la
séptima cláusula, que anula sus dos anteriores, el de Mendoza antes del pasaje
de los Andes y el que formulara al arribar a las playas de Pisco. Y escribe “hecho
en París a veinte y tres de enero del
año mil ochocientos cuarenta y cuatro, y escrito todo él de mi puño y letra”.
Después su firma José de San Martín y la rúbrica, la misma con que anunció la
libertad de Chile y del Perú, la misma con que cerrara aquellas dos cartas a Bolívar, después de
Guayaquil; en las que le dice: “Estoy íntimamente convencido o que no ha creído
sincero mi ofrecimiento de servir a sus órdenes con las fuerzas de mi mando, o
que mi persona le es embarazosa” (17). “Rehúso el conflicto porque la
retroacción sería guerra fratricida. Mi obra ha llegado al zenit; no la
expondré jamás a las ambiciones personales” (18).
Todo estaba ya dispuesto, pero al leerlo
debió advertir que había olvidado dar destino al signo del imperio español en
América, que conservaba con cariño en su cartuja de Grand Bourg. La
municipalidad de Lima, en acto público, le había hecho entrega del estandarte
real que no se enarbolaría jamás en el Perú, porque, en verdad, ¿quién tenía
más títulos que el vencedor de Lima para poseer el pendón del vencido? ¡Cómo
olvidar aquella proclama de su despedida heroica horas después de quitarse la
investidura de “Protector”! “Presencié
la declaración de la independencia de Chile y del Perú; existe en mi poder el estandarte que trajo Pizarro para
esclavizar el imperio de los Incas, y he dejado de ser hombre público; “he aquí
recompensados con usuras diez años de revolución y guerra” (19). Este pendón,
tres veces centenario, deshilado y desteñido, es el único premio de su hazaña,
le ha acompañado durante su inmerecido exilio y trae a su memoria días de
gloria y de deber cumplido en bien de
América. El que fue símbolo de vasallaje ha de volver a la tierra que un día se
lo legara para cubrirlo con su espada
libertadora. Y así escribió la última cláusula, como artículo adicional:
“Es mi voluntad el que el estandarte que el bravo español Dn. Francisco
Pizarro tremoló en la conquista del Perú
sea devuelto a esta República (a pesar de ser una propiedad mía) siempre que sus gobiernos hayan realizado las
recompensas y honores con que me honró su primer Congreso”. Luego firmó otra vez: José de San Martín.
El Libertador había concluido de
disponer de toda su herencia y de despedirse de los seres que tanto amaba. Ya
no le quedaba sino esperar la señal de la partida. En esos ocho artículos –
voluntades y consejos revestidos de unción – aparece la grandeza moral de este
maestro del renunciamiento, que sin amarguras ni reproches desciende voluntariamente del poder “para
retirarse a la vida privada – así lo dejó escrito – con la satisfacción de
haber puesto a la causa de la libertad toda la honradez de su espíritu y la
convicción de su patriotismo”. Aparece también la tristeza del héroe que quince
años antes se alejaba de las playas del Plata para regresar medio siglo después
en cenizas desde tierras extrañas. Bien podía haber encerrado su testamento con
aquellas palabras de Ennio: “Nadie en mi muerte me honre con su llanto, que
andaré vivo en boca de los hombres” (20).
Aún esperaría más de seis años para el viaje sin retorno y en su transcurso sus ojos se cubrieron de
nieblas, como un anticipo de las sombras que se acercaban. La esperanza y los
sueños – como él mismo lo dijera – le animaban (21); de América recibía
demostraciones de respeto y de justicia. Pero la hora del tránsito no estaba
lejana; buscó en la ribera del mar alivio a sus incurables males, y en un
sábado de calor tormentoso – hace hoy noventa años – mientras el viento y las
nubes desfilaban presurosas por el Canal de la Mancha, entró, opulento de
virtudes, en la inmortalidad.
El testamento del Libertador deja una
lección de un hondo significado moral y exterioriza la fortaleza de alma del
que hiciera de su vida un ejemplo de virtudes. Trasunta la incomparable
rectitud de una conducta puesta únicamente al servicio de la libertad y la
santidad del héroe que buscó en el deber su religión, cumpliéndolo sin medir el
dolor de muchos sacrificios en bien de la solidaridad de América; por ella dejó
el comando del ejército del Norte; por ella quiso formar el de los Andes para
reconquistar a Chile; por ella emprendió la expedición al Perú para llegar a
Lima; por ella, “cuidando más su causa que su empleo” (22) se adentró en el renunciamiento voluntario de
Guayaquil y para que ese desgarramiento fuese más absoluto se encerró en el
silencio del estoico, rehusando explicar la razón de su abdicación. Pudo haber
dicho: mi misión no es gobernar ni conquistar pueblos, sino libertarlos, pero
cuando comprendió que aquélla había terminado prefirió descender del poder, en
vísperas de la victoria final, sin una amargura ni un reproche y alejarse
acompañado por la pobreza, el infortunio y la ingratitud.
El patriotismo, que es un atributo de la
naturaleza humana, no consiste solamente en recordar los hechos de los varones
ilustres, en admirar sus virtudes y en mantener el culto de los héroes. Las
fecundas enseñanzas que esas grandes vidas como la de San Martín dejen en el
espíritu, deben servir para imitarlas con firmeza y voluntad. Sólo así
demostraremos nuestra gratitud y contribuiremos a la dignidad y al respeto de
la República.
Notas:
(1) Barros
Arana, Diego, Historia general de Chile, Santiago,
1894, t. XIII, p. 679. Carta confidencial de San Martín a O’Higgins, agosto 25
de 1822.
(2) Documentos
del Archivo de San Martín, Buenos Aires, t. XII, p. 294.
Oficio del general San Martín a la Junta Gubernativa del Perú, Mendoza, febrero
28 de 1823.
(3) Documentos
del Archivo de San Martín, op. cit., t. V, p. 532. Carta de
San Martín a Don Tomás Godoy, Mendoza, febrero 24 de 1816.
(4) Otero,
José Pacífico, Historia del Libertador San Martín,
Buenos Aires, 1932, t. IV, p. 591.
(5) Mitre,
Bartolomé, Historia de San Martín, Buenos Aires, 1890, t.III,
p. 68.
(6) Otero,
José Pacífico, op. cit., t. I, p. 39.
(7) Carta
de San Martín a Bolívar, Lima, septiembre 10 de 1822. V. Colombres Mármol,
E.L., San Martín y Bolívar en la entrevista de Guayaquil, Buenos Aires, 1940,
p. 402.
(8) Documentos
del Archivo de San Martín, op. cit., t. XI, p. 198.
(9) Quesada
Ernesto, Época de Rosas, Buenos Aires, p.56
(10) Otero José Pacífico,
op. cit., t. IV, p. 354.
(11) Documentos de San Martín,
op. cit., t. IX, p. 495. Carta de San Martín a Dn. Pedro Molina, Grand Bourg ,
abril 27 de 1836.
(12) Otero, José Pacífico,
op. cit., t. IV, p. 357.
(13) San Martín, su correspondencia,
Buenos Aires, 1906, p. 85 Carta de San
Martín a Rosas, Grand Bourg, agosto 5 de 1838.
(14) Documentos
del Archivo de San Martín, op. cit., t. IX p.14. Oficio de
San Martín al Gobernador Intendente de Cuyo, Mendoza, octubre 12 de 1816.
(15) San Martín, su correspondencia,
p. 105. Carta de San Martín al general Tomás Guido, Bruselas, enero 6 de 1827. Documentos
del Archivo de San Martín, op. cit., t. III, p. 661, carta de Zañartú a San
Martín, Buenos Aires, marzo 23 de 1820. Rojas Ricardo, El Santo de la
Espada, Buenos Aires, 1930, p. 519.
(16) Documentos del Archivo de San Martín,
op. cit., t. I, p, 35. Máximas para mi
hija, 1825, p. 39, carta de San Martín a Doña Dominga Buchardo de Balcarce,
París, diciembre 15 de 1831.
(17) Mitre, Bartolomé,
op. cit., t. III, p. 644. Carta de San Martín a Bolívar, Lima, agosto 29 de
1822.
(18) Colombres, Mármol E. L., op. cit., p. 402,
Carta de San Martín a Bolívar, Lima, septiembre 12 de 1822.
(19) Documentos del Archivo de San Martín,
op. cit., t. X, p. 356.
(20) Cicerón, Obras Completas, t.
IV, P. 257. Los diálogos de Cicerón, De la vejez.
(21) Documentos del Archivo de San Martín,
op. cit., t. IV, p. 556, carta de San Martín a Guido, Montevideo, abril 3 de
1829.
(22) González, Joaquín V.,
Obras Completas, t. XXII, p. 309.
* Revista
del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas n° 6,
Buenos Aires, Diciembre 1940, pp. 143-152.
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