Domingo
Faustino Sarmiento *
De cuando en cuando
consagramos algunos renglones al examen de las doctrinas políticas
que empiezan a desenvolver El Orden, alimentando
así una saludable discusión. Hay peligros a nuestro juicio en la adopción sin examen de ideas que se
presentan adornadas de todos los atractivos que seducen al vulgar sentido
común; pero esas ideas puestas a práctica han producido en donde fueron
desenvueltas males terribles de que debemos precavernos. Es escritor de juicio,
no quien quiere y cree serlo y tal se apellida, sino el que tiene realmente la
capacidad de juzgar del valor de las cosas y de las instituciones; porque esta
calificación de sensatos, de juiciosos, de moderados que se dan los que
profesan ciertas ideas, son un medio de echar el baldón sobre sus adversarios.
Dícese que estas
repúblicas nada han inventado en materia de constituciones políticas. En
efecto, esta sería su mayor gloria, si de vez en cuando no pretendiesen seroriginales.
En materia de originalidad nada podemos presentar al mundo sino la tiranía de don
Juan Manuel Rosas. No está el error en haber imitado y aun plagiado, sino en
haber copiado pésimos modelos, y esos son los que nos ha dado la Francia, en la
revolución del 89, en el imperio, en la restauración, en la república y en el
socialismo.
Hay entre nosotros,
ciertos miserables vestidos de harapos viviendo de trazas y expedientes vergonzosos,
que pretenden poseer un secreto para ganar al juego. Tales nos parecen y tal
juicio hacemos de las teorías de gobierno de ciertos políticos franceses
moderados, republicanos, y socialistas que han echado por tierra los gobiernos
que sostenían, y que con las ideas moderadas y pretendidas sensatas no han
hecho más que provocar un desquicio universal; que cuando obtuvieron la
República, trajeron el socialismo, y cuando tenían en sus manos el poder, se
hicieron tomar del cuello por un golpe de Estado. Citar sus doctrinas es
mostrarnos el medio seguro de arribar a resultados análogos.
Pero vamos a los ejemplos
en política. En nombre de ese principio de que no debe ponerse al ciudadano en posesión de sus derechos,
hasta que sepa usarlos convenientemente, Thiers, Guizot, de Barante, Odilon
Barrot, limitaron en Francia, que tenía entonces 32 millones de hombres, el uso
de los derechos políticos a sólo ciento setenta mil personas. El resto
de la Francia lo declararon inhábil para votar en las elecciones. Los desposeídos
trabaron la lucha por adquirir los derechos de que los privaban los doctrinarios;
vinieron los banquetes reformistas dirigidos por ese mismo Barrot,
Thiers y demás de la comparsa. Obstinóse Guizot por sostener el orden,
declarando que no habría más progreso; y cayó al día siguiente en presencia de
las resistencias que había sublevado, empujado por la iniquidad de tal
principio; vino la república moderada, y sucediósele el socialismo desenfrenado,
hasta que cayó el imperio sobre ellos y los puso en paz a todos.
He aquí los efectos del
principio de que la vida del ciudadano no se aprende en el ejercicio mismo de
los derechos del ciudadano. Dícese que estos países no están preparados para la vida democrática ni para la libertad, en lo
que estamos completamente de acuerdo; por la razón muy sencilla que la experiencia nos ha
demostrado que no estaban preparados para nada, ni aun para el despotismo. Lo han
ensayado Bolívar, O’Higgins, Flores, Melo, Rosas, Urquiza y Santa Anna, cada
uno a su modo, y ninguno ha acertado a conservarlo. Estamos escribiendo sobre
un suelo caliente aún con el combate, cubierto todavía del humo de la pólvora.
Rosas subyugó las resistencias sin vencerlas nunca; y la libertad ha triunfado.
De todas partes llovieron con los consejos pérfidos, de lejos y de cerca, al
general Urquiza, después de Caseros, gritándole para adular sus propensiones,
que constituyese un gobierno fuerte, un poder fuerte. Hoy lo sabe
el general Urquiza, su poder es débil, debilísimo, y su gobierno no existe sino
en fuerza de su propia debilidad. No es rico quien quiere serlo, sino el que
trabaja y economiza. No es fuerte el gobierno que pretende serlo, sino
el que deja en pie todos los elementos que constituyen la fuerza de un pueblo.
Testigo el hecho reciente del nuestro. Hace quince días que la prensa se había
desbordado; que la autoridad parecía relajada, la anarquía aparente estaba en
todo. El demonio del espíritu de represión que se asusta de todo, aconsejaba
las medidas violentas, el genio de la libertad aconsejó no salir de los buenos
principios, y al día siguiente el gobierno se halló en aptitud de aplastar una
conjuración que no venía de los anarquistas, sino del sistema que no copió ni
plagió nunca las instituciones libres.
No saben lo que se dicen,
pues, los que hablan de gobiernos fuertes, y que pretenden que el progreso de la libertad debe ser lento,
gradual. Los únicos gobiernos fuertes son los que están constituidos sobre
principios sólidos, y lo único que la historia ha probado es que los que
pretenden ser fuertes, son los que han traído la Europa continental al
retortero de un siglo a esta parte con sus ensayos, entregándola maniatada al
primer osado que ha querido gobernarla. Ni se entienden mejor cuando hablan de
libertad, de progreso lento y gradual. ¿Quién es el depositario de la libertad
y del progreso para irle abriendo la mano poco a poco, y dando la conveniente?
¿Quién decide la conveniencia de dar más o menos? ¿Napoleón el Grande? Murió en
una isla, después de haber entregado su patria a los Cosacos. ¿Carlos X? Murió
en el destierro. ¿Luis Felipe, el jefe de esas doctrinas? Está enterrado en
Inglaterra. ¿Quién entonces?
No hay libertad honrada;
por la razón sencilla que no hay libertad pícara. No hay libertad limitada,
porque la libertad desde que atropella el derecho ajeno, deja de ser liberal y
se torna en violencia, tiranía, licencia; y la lengua española como todas las
lenguas, tiene palabras claras y precisas para definir cada cosa y darle su
nombre. Lo que hay es sistemas completos de gobierno, mecanismos que producen
resultados infalibles, ciertos, aquí como en todas partes. Si se quiere un
gobierno fuerte, es preciso decir en qué consiste su mecanismo y probar que
tales gobiernos han durado un siglo siquiera. Pero ante todo es preciso no
copiar malos modelos, porque las copias serán infernales. Al menos en la
aspiración constante de arribar a lo bello, mostraremos que tenemos un fondo de
moral y de justicia que nos haga dignos del acierto. Se nos habla de las
refutaciones victoriosas que en Francia han dado a sus propios errores en la
revolución del 89. Pero para dar en política refutaciones, es preciso mostrar
por los hechos, y no por palabras, los resultados de sus doctrinas. ¿Qué dicen
los socialistas franceses? ¿Qué los conservadores? ¿Qué los monarquistas? ¿Qué
los republicanos? Lo que aquel palurdo que estaba enseñando a su caballo a no
comer, decía que a la víspera de salirse con su intento se murió el caballo,
por casualidad. Entre hombres juiciosos, es decir, capaces de juzgar, los
escritores franceses, de la república, de la restauración, del moderantismo, del
socialismo y de todas esas majaderías, son como carteles de teatro de funciones
dadas que no se leen ni se estudian.
Sabemos que estas ideas
no son muy del agrado del común de las gentes, que creen buenamente que decir gobierno tutelar, libertad
honrada, produce realmente un bienestar, un contento, una riqueza y un orden
inalterable. Pero los que estudian los hechos y las leyes en que se fundan los
gobiernos no se pagan con esas palabras sin sentido práctico, porque hasta hoy
no han producido sino desastres.
* El Nacional,
Buenos Aires, 19 de junio de 1855, en Obras
Completas, Buenos Aires, Luz del Día, 1951, t. XXV.
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