miércoles, 12 de noviembre de 2014

LAS OTRAS TABLAS DE SANGRE (CAPÍTULO I)

Juan Lavalle.



                                                                            Por Alberto Ezcurra Medrano



ALGUNOS JUICIOS ACERCA DE LA PRIMERA EDICION DEL PRESENTE LIBRO

            “En pocas palabras dice Ud. mucho más que otros en sendos libros. Lo felicito.”
MANUEL BILBAO (h)
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            “Recomendamos al lector la lectura de Las otras Tablas de Sangre, del señor Alberto Ezcurra Medrano, que le ayudará a comprender mejor la época y nuestra historia.”
TTE. CNEL. CARLOS A. ALDAO
            Rosas a la luz de los documentos históricos, pág. 163.
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            “Aquí vemos averiguada, ordenada y definitivamente aclarada una de las acusaciones más estridentes contra Rosas: la de crueldad, sus degüellos y sus matanzas.”
                                                                                  SIGFRIDO A. RADAELLI
            Tiempos de Buenos Aires, pág. 89
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            “Este precioso trabajo de investigación está precedido por un estudio metodológico sobre Rosas y su responsabilidad en las ejecuciones por él ordenadas estudio que, como el “Rosas en los altares”, publicado por Ezcurra Medrano en Crisol del 1°de enero de 1935, revela en su autor singular aptitud para la crítica histórica.”
                                                                                  JULIO IRAZUSTA
            Ensayo sobre Rosas, págs. 137-8
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            “Lo he leído con fruición y con sumo interés histórico:”
                                                                                  CLEMENTINO S. PAREDES
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            “El gran acopio de datos históricos ilevantables, la lógica irrebatible de su exposición y el vacío que vino a llenar ese trabajo le dan un interés excepcional.”
                                                                                  JOSE MARIA FUNES
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            “Se acusa a Rosas exclusivamente del uso del terror, y no fue él solo, ni, acaso, el que más usara de esta suerte de apaciguamiento. Y aquí está la prueba, reunida en apretadas demostraciones.”
            Revista Bibliográfica, octubre-noviembre 1934.
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            “Sin entrar a discutir la personalidad del hombre que abarca toda una época agitada de la historia argentina ni emitir juicio alguno al respecto, debemos reconocer en el folleto de referencia un alto valor documental y un estilo claro y preciso.”
            Bandera Argentina, 13 de noviembre de 1934.
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P R O L O G O

                El revisionismo histórico argentino ha realizado una labor científica, hondamente patriótica, en favor de la verdadera historia argentina. Todos los años se publican libros y folletos que destruyen la leyenda negra difundida por los historiadores liberales, heterodoxos todos ellos, y que por su misma heterodoxia combatieron desde las logias y luego desde el gobierno lo más profundo del ser tradicional argentino, para desarraigar nuestras antiguas y nobles costumbres, nuestras ideas y sentimientos esenciales católicos.
            Y esta labor revisionista, que se ha intensificado hace algo menos de treinta años a esta parte, y que se desarrolla en la cátedra, en el libro, en periódicos y conferencias por todo el país, continúa la obra que a fines del siglo pasado inició con su Historia de la Confederación Argentina Adolfo Saldías, y luego, en su libro intitulado La época de Rosas, Ernesto Quesada.
            El período más intenso, de más grandeza y que da la verdadera razón de nuestra nacionalidad fue y es negado hasta hoy por los historiadores liberales, que se copian unos a otros  en su deleznable tarea de difundir una historia falsificada. De esta manera la investigación histórica se estanca y pierde total vitalidad. ¿Y qué podríamos decir de los textos de historia argentina destinados a los establecimiento de segunda enseñanza?. Hemos leídos  los aprobados por el Ministerio de Educación en esta asignatura, y en todos, salvo alguna rara excepción, no sólo encontramos los absurdos más grotescos respecto a la época de Rosas, sino que surge enseguida, en volúmenes destinados a los jóvenes, exacerbado, el antiguo odio de unitarios y liberales a la política rosista. Habría que añadir, además, que la falsificación de la historia no se reduce a estos textos escolares al período en que gobernó Juan Manuel de Rosas; los siglos de la dominación española han sido también falseados, como asimismo todo aquello que de algún modo nos define como nación esencialmente católica e hispánica.
            Frente a una enseñanza oficial de la historia argentina que es perniciosa para la formación de los jóvenes, a quienes se les debe explicar solamente la verdad, justipreciamos la intensa obra de los historiadores revisionistas, que en la cátedra y el libro están demostrando dónde están los verdaderos y los falsos próceres, riñendo una batalla que ya ha sido ganada, porque el fraude histórico inventados por los vencedores de Caseros y Pavón no resiste la fuerza incontrastable de la verdad histórica.
            Y es con ese espíritu de justicia que revelan los historiadores revisionistas que Alberto Ezcurra Medrano publica la segunda edición de su libro Las otras Tablas de Sangre, libro magnífico, claramente escrito, de alta polémica, totalmente documentado, que tiene la ventaja sobre el de su antagonista, el del lamentable e infelicísimo Rivera Indarte, de que no inventa ni fantasea ni agrega adjetivos insultantes ni comentarios malévolos, sino que expone los hechos para que el lector juzgue, valiéndose muchas veces de los mismos historiadores liberales para demostrar cómo los unitarios, con sus olas de crímenes, de degollaciones, de fusilamientos a granel, superaron las atrocidades y desafueros de los enemigos de la “civilización.”
            El mérito de este volumen reside precisamente en su valor científico, que destruye la leyenda unitaria, construída sobre la propaganda periodística, el libelo de Rivera Indarte y ese otro, en forma de novela, de José Mármol.
            Las otras Tablas de Sangre constituyen un documento incontrovertible y se advierte en él la verdad objetividad histórica, que es la que tiene el sentido de justicia. Esta obra ha sido completada durante largos años de paciente tarea investigadora, formando así un volumen que supera extraordinariamente al que conocíamos por la primera edición. Todo lo que la historia liberal ha callado, aquello que permanecía oculto en documentos y libros, ha sido reunido por Ezcurra Medrano en su búsqueda de la verdad, con afán de historiador, sobreponiéndose al espíritu de partido o de bandería.
            Es curioso observar cómo el sectarismo liberal, en su anhelo de trastocarlo todo con fines de sectarismo político, no se le ocurrió advertir que la falsificación de la historia en la forma grosera en que lo hicieron no podía persistir indefinidamente, ya que, frente a los crímenes que se atribuyen a Rosas, las atrocidades del terror celeste -a pesar de la destrucción de documentos que hicieron los unitarios- son tan evidentes, que sólo el odio, la ceguera y la mala fe de varias generaciones de gobernantes liberales han podido ocultarlas. Y con este sistema de criminal ocultación han padecido también hechos gloriosos, acontecimientos de la época rosista, como la lucha por la soberanía argentina contra Francia e Inglaterra, ocultación que revela el grave delito de traición contra la patria y el espíritu de los argentinos.
            El proceso del terror celeste, desde Rivadavia hasta Sarmiento, está relatado por Ezcurra Medrano. Los fusilamientos en masa e  individuales mandados a ejecutar por órdenes de Lavalle, Lamadrid, Paz, Mitre, Sarmiento y los demás jefes unitarios, son incontables. Pero la guerra civil, provocada por los unitarios en unión con los extranjeros, suscitadora de los odios más enconados y la venganzas más cruentas, continuó después de la caída de Rosas, y el terror liberal que reemplazó al unitario pudo proseguir con sus asesinatos y degollaciones, hasta que el triunfo definitivo de la  heterodoxia, encarnada en figuras masónicas como Mitre y Sarmiento, inició la era de un crudo y persistente materialismo.
            El régimen de terror, anterior y posterior al gobierno de Rosas, ha sido estudiado por Ezcurra Medrano, atestiguándolo con hechos concretos. En cuanto a los procedimientos que utilizaban los unitarios para matar a sus enemigos, nadie ignora que Lavalle y Lamadrid cumplían al pie de la letra lo que exaltaban en su furor de degolladores; aconsejaban o daban órdenes de lancear o de degollar sin perdonar a nadie. Lavalle, en 1839, consigna Ezcurra Medrano, en su proclama dirigida a los correntinos  decía refiriéndose a los federales: “es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de estos monstruos. Muerte, muerte sin piedad.” No hay jefe  unitario que utilice otros procedimientos frente a los federales. Era una lucha sin cuartel, y nadie lo daba. El culto y civilizado Paz no se quedaba corto en las matanzas y ejecuciones de prisioneros. He aquí una descripción de lo que el general Paz llamaba actos de severidad: “Los prisioneros son colgados de los árboles y lanceados simultáneamente por el pecho y por la espalda...A algunos les arrancan los ojos o les cortan las manos. En San Roque le arrancan la lengua al comandante Navarro. A un vecino de Pocho, don Rufino Romero, le hacen cavar su propia fosa antes de ultimarlo, hazaña que se repite con otros. Algunos departamentos de la Sierra son diezmados. Por orden, si  no del general, de algunos de sus lugartenientes, ciertos desalmados, como Vázquez Nova, apodado Corta Orejas, el Zurdo y el Corta Cabezas Campos Altamirano, lancean a los vecinos de los pueblos, en grupos hasta de cincuenta personas.” “Los coroneles Lira,  Molina y Cáceres rindieron la vida entre suplicios atroces. Sus cadáveres despedazados fueron exhibidos en los campos de Córdoba y expuestos insepultos.”
            Como dijimos, el jacobinismo liberal continuó después de la caída de Rosas y durante todo el siglo XIX su política de crueldades inauditas, degollando prisioneros, exterminando a los vencidos donde quiera que se encontrasen, mandando asesinar a los gobernadores que no obedecían a la política central.
            El libro que comentamos será sumamente útil a la juventud argentina. Todo él da una idea clara de lo que fue el terror celeste a lo largo de la centuria decimonovena. Necesitábamos esta segunda edición, completa con nuevos aportes indubitables, y donde se prueba a una vez más el talento de investigador de Alberto Ezcurra Medrano, que huye de lo farragoso para buscar la síntesis, y, sobre todo, su honradez y el espíritu de justicia que definen su obra.
                                               ALFREDO TARRUELLA


EL JUICIO HISTORICO SOBRE ROSAS


             Lenta, pero firmemente, la verdad sobre Rosas se abre camino.
            La causa de esa lentitud se explica. A Rosas le tocó actuar en pleno auge del romanticismo y del liberalismo. Sus enemigos, libres de la pesada tarea de gobernar, empuñaron la pluma e “inundaron el mundo -como dice Ernesto Quesada- con un maëlstrom de libros, folletos, opúsculos, hojas sueltas, periódicos, diarios y cuantas formas de publicidad existen.”  Supieron explotar la sensiblería romántica dando a ciertas ejecuciones y asesinatos una importancia que no les corresponde dentro del cuadro histórico de la época.  Los famosos degüellos de octubre del año 40 y abril del 42 pasaron a la historia hipertrofiados, como si los 20 años de gobierno de Rosas se hubiesen reducido a esos dos meses  y como si su acción gubernativa no hubiese sido otra que ordenar o tolerar degüellos. Rosas, para ellos, fue un monstruo, y desde este punto de vista, que no permiten discutir, juzgan su época, sus hechos y sus intenciones. Si Rosas fusiló, no fue porque lo creyó necesario, sino para satisfacer su sed de sangre.  Si luchó -aunque sea con el extranjero-, no fue por patriotismo, sino por ambición personal, o para distraer la atención del pueblo y mantenerse en el poder. Si expedicionó al desierto, fue para formarse un ejército. Si efectuó un censo, fue para catalogar unitarios y perseguirlos. Si ordenó una matanza de perros, que se habían multiplicado terriblemente en la ciudad, lo hizo para instigar una matanza de unitarios. Y así, mil cosas más.  Naturalmente, de todo esto resultó un Rosas gigantesco por su maldad, “un Calígula del siglo XIX”, es decir, el Rosas terrible que necesitaban los unitarios para justificar sus derrotas y sus traiciones.
            Como la historia la escribieron los emigrados que regresaron después de Caseros, ese Rosas pasó a la posteridad, y desde entonces todas las generaciones han aprendido a odiarlo desde la escuela. Sólo así se explica que aun perdure en el pueblo el prejuicio fruto del manual de Grosso y de las horripilantes escenas de la Mazorca conocidas a través de Amalia o de alguna recopilación de “diabluras del Tirano.”
            Afortunadamente, en la pequeña minoría que estudia la historia se evidencia una reacción. Los libros nuevos que tratan seriamente el debatido tema lo hacen con un criterio cada vez más imparcial. Tal es el caso de las interesantes obras publicadas en 1930 por Carlos Ibarguren y Alfredo Fernández García.
           “Donde hay un hombre, hay una luz y una sombra”, se ha dicho. Rosas, como hombre que fue, cometió errores, pero no crímenes, porque “el delito -como él mismo escribió en su juventud- lo constituye la voluntad de delinquir”,  y es absolutamente infundada la afirmación de que él la tuvo. Cuando se habla de su reivindicación, no se trata de presentarlo sin mancha a los ojos de la posteridad, como han querido presentarse sus enemigos, ni tampoco de “disculparlo”, como dicen algunos con cierto retintín cada vez que oyen hablar de cualquiera de sus innegables aciertos. El perdón supone el crimen, y la facultad de concederlo no pertenece a la historia, sino a Dios. De lo que se trata es, simplemente, de presentarlo tal cual fue, con sus errores y con sus aciertos, ya que los primeros no tienen la propiedad  de borrar los segundos, tal como los numerosos fusilamientos ordenados por Lavalle y Lamadrid en sus campañas no extinguen ni una partícula de la gloria que les corresponde por el valor legendario de que dieron pruebas en la guerra de la independencia. La vida pública de esos hombres no es un todo indivisible que se pueda condenar o glorificar en globo. Por eso es absurda en nuestros días esa fobia oficial antirrosista que, haciéndose cómplice de lo que podríamos llamar conspiración del olvido, excluye sistemáticamente el nombre de Rosas de las calles y paseos públicos mientras se le concede ese honor a una porción de personajes anodinos, cuando no traidores o enemigos de la patria. (No sólo se excluye el nombre de Rosas, sino que se procura excluir el de todo personaje rosista o hecho de armas favorable a Rosas. Para citar un ejemplo, ninguna calle de Buenos Aires lleva el nombre de Costa Brava, combate en que se cubrió de gloria la armada argentina derrotando a la oriental, que mandaba José Garibaldi. Sin embargo, este aventurero, saqueador e incendiario tiene hoy varias calles y monumentos, y -parece increíble- lleva su nombre un guardacostas de esa armada nacional contra la cual luchó pérfida y deslealmente.  A ese extremo ha llegado la pasión antirrosista.)
            La “tiranía” no fue un hombre sino una época en que todos emplearon cuando pudieron los mismos métodos. Rosas no “abrió el torrente de la demagogia popular”, como se ha dicho con más literatura que acierto. Lo tomó desbordado como estaba, tal como   no  quisieron   tomarlo  ni  San   Martín  ni  otros  hombres de  valer; lo  encauzó dirigiéndolo hacia un buen fin, lo siguió unas veces y otras lo contuvo con su acostumbrada energía.
            Es muy cómodo, pero muy injusto, cargar sobre Rosas toda la responsabilidad de una época semejante.
           Cuando se habla del terror, de los abusos, de los crímenes, es preciso averiguar, no sólo lo que hizo Rosas, sino también lo que hicieron sus enemigos, algo de lo cual hemos de bosquejar en el presente ensayo. Dentro de lo hecho en el campo federal, hay que delimitar bien lo que ordenó Rosas, lo que se hizo con su tolerancia y lo que se hizo contra su voluntad. Y finalmente, dentro de lo que ordenó  Rosas,  es preciso establecer cuándo hubo abuso, cuándo obró justamente -porque al fin y al cabo, era  autoridad legal  (Esta circunstancia parece haber sido olvidada  por los severos  juzgadores de la “tiranía” Una cosa es el fusilamiento ordenado por quien ha sido investido por la ley con la suma del poder público y desempeña el gobierno cumpliendo la misión que se le encomendó, y otra es el fusilamiento por orden de un general levantado en armas contra la autoridad legítima.
 Cuando Rosas, los gobernadores de provincias o los generales gubernistas en campaña daban muerte a los unitarios sublevados, no hacían más que aplicar  los artículos de las ordenanzas españolas, que establecían lo siguiente:
      “Art.26- Los que emprendieren cualquier sedición, conspiración o motín, o indujeron a cometer estos delitos contra mi real servicio,  seguridad  de las plazas y países de mis dominios, contra la tropa, su comandante u oficiales, serán  ahorcados, en cualquier número que sean.” (Colón reformado, tomo III, pág. 278)
      “Art.168.- Los que induciendo y determinando a los rebeldes hubieren promovido o sostuvieren la rebelión, y los caudillos principales de ésta, serán castigados con la pena de muerte.”  (Colón reformado, tomo III, pág. 43.)
        Igual pena establecían las ordenanzas para los desertores.
        Esas eran las leyes penales que regían entonces. Y Rosas -autoridad legal con la suma del poder público- las aplicaba.  Pero sus detractores parecen creer que en esos tiempos estaba en vigencia el Código Penal de 1921.) - y cuándo obró de manera que sería condenable en circunstancias normales, pero que en las suyas era una legítima defensa contra iguales métodos de sus contrarios. Sólo así tendremos la base sobre la cual se ha de asentar el juicio definitivo. Con repetir a priori que Rosas fué el “principal responsable”, nos habremos ahorrado ese trabajo previo, pero no probaremos nada.
Además, por encima de esa investigación imparcial, es necesario que varíe el criterio con que se juzga esa época. Antes se la juzgaba con criterio romántico y liberal. Hoy, que el romanticismo está en decadencia, priva  un  criterio  objetivo,  pero  aún  no
despojado de la influencia liberal. Por eso, al juzgar a Rosas, muchos creen condenarlo, y en realidad condenan, no al hombre, sino al sistema: la dictadura. No se contentan con juzgar lo que hizo Rosas, sino que le señalan también lo que debió hacer, y como tienen prejuicios liberales, concluyen: Rosas debió dar al país una constitución liberal y democrática. Pudo hacerlo y no lo hizo. Luego: su gobierno fue estéril.
            Tal razonamiento es muy discutible. Sería preciso averiguar si Rosas realmente hubiera podido constituir al país. Y suponiendo que hubiera podido, aún quedaría por averiguar si hubiese debido hacerlo. Para los liberales, eso no admite dudas. Para los que creen que era preciso consumar previamente la unidad política y geográfica del país y dejar luego que la tradición presidiese su constitución natural, la cuestión varía de aspecto.
No condenemos, pues, a Rosas por haber omitido hacer lo que el liberalismo juzga que debió haber hecho. Juzguémoslo a través de lo que hizo: consolidar la unión nacional y mantener la integridad del territorio, preparándolo para la organización definitiva. Ésa es su gloria. Cuando se lo juzgue con simple buen sentido y, por consiguiente, sin prejuicios liberales, le será reconocida.

I
            El régimen del terror tiene en nuestra historia antecedentes muy anteriores a la época de Rosas.
            Desde la independencia argentina, fue aplicado por casi todos los gobiernos. La Junta de 1810 ya había formado su doctrina en el Plan de las operaciones que el gobierno provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata debe poner en práctica para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia, atribuido a Mariano Moreno. En este célebre documento se sostiene que con los enemigos declarados: .”..debe observar el gobierno una conducta, las más cruel y sanguinaria; la menor especie debe ser castigada. La menor semiprueba de hechos, palabras, etc., contra la causa, debe castigarse con pena capital, principalmente cuando concurran las circunstancias de recaer en sujetos de talento, riqueza, carácter....” Y luego añadía: “No debe escandalizar el sentido de mis voces; de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa...Y si no, ¿porqué nos pintan a la libertad ciega y armada de un puñal?. Porque ningún Estado envejecido o provincias pueden regenerarse ni cortar sus corrompidos abusos sin verter arroyos de sangre.”(1)
            El plan revolucionario no quedó en el papel. En su cumplimiento cayeron en Córdoba, el 26 de agosto de 1810, Liniers, Gutiérrez de la Concha, Allende, Rodríguez y Moreno, en virtud del siguiente decreto de la Junta, obra del mismo autor del Plan:
            “Los sagrados derechos del Rey y de la Patria han armado el brazo de la justicia. Y esta Junta ha fulminado sentencia contra los conquistadores de Córdoba, acusados por la notoriedad de sus delitos y condenados por el voto general de todos los buenos. La Junta manda que sean arcabuceados don Santiago de Liniers, don Juan Gutiérrez de la Concha, el obispo de Córdoba, don Victoriano Rodríguez, el coronel Allende y el oficial real Juan Moreno. En el momento en que todos o cada uno de ellos sea pillado, sean cuales fueren las circunstancias, se efectuará esta resolución, sin dar lugar a minutos que proporcionen ruegos y relaciones capaces de comprometer el cumplimiento de esta orden y honor de V.S. Este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del nuevo sistema y una lección para los jefes del Perú, que se abandonan a mil excesos por la esperanza de la impunidad, y es, al mismo tiempo, la prueba fundamental de la utilidad y energía con que llena esa expedición los importantes objetos a que se destina.”(2)
            Vencidos los realistas en Suipacha, la tragedia de Córdoba se repitió en el Alto Perú. El 15 de diciembre del mismo año cayeron, en la Plaza Mayor de Potosí, el mariscal Vicente Nieto, el capitán de navío y brigadier José de Córdoba y Rojas y el gobernador intendente Francisco de Paula Sanz, fusilados por orden del representante de la Junta, Juan José Castelli.(3)  Mientras tanto, en Buenos Aires, era ejecutado don Basilio Viola, sin formación de causa, por creérsele en correspondencia con los españoles de Montevideo.(4)
            Pero no es sólo en virtud del Plan de Moreno que se fusila, ni son sólo españoles los que caen. En 1811 se produce una sublevación del regimiento criollo de Patricios. La causa remota fue el descontento producido por el alejamiento de Saavedra; la próxima, la orden de suprimir las trenzas. Como consecuencia del motín fueron condenados a muerte cuatro sargentos, tres cabos y cuatro soldados, y sus cuerpos se exhibieron al vecindario colgados en horcas en la Plaza de la Victoria. Esta represión fué obra de Bernardino Rivadavia, alma del primer Triunvirato. (5)
               Al año siguiente, 1812, se produce la conspiración de Alzaga, y también es ahogada en sangre por Rivadavia. Después del fusilamiento del jefe y los principales cabecillas, se realiza una matanza popular de españoles.
            “Las partidas -dice Corbiere- buscaban a los españoles prestigiosos y sospechados de monárquicos, en sus casas, para matarlos, sin que autoridad alguna les detuviera la mano. Bastaba ser godo, apodo dado a los peninsulares, para que el populacho, formado de gauchos, mulatos, negros, indios y mestizos, capitaneado por caudillos del momento, se arrojase sobre la víctima y la ultimase a golpes, siendo arrastrado el cadáver hasta la Plaza de la Victoria, donde quedaba colgado de la horca; exactamente como habían procedido, en situación semejante, los populachos de Quito y Bogotá, tres años antes. Durante varios días se practicó y la fobia de los cazadores siguió celebrándose con explosión patriótica justificada por el crimen que significaba la  fracasada conspiración...Un mes duró el terror. La Plaza de la Victoria mostró más de cuarenta víctimas del fanatismo popular, que los victimarios miraron con la satisfacción del deber cumplido.”  (6)
            Puso fin a este mes trágico un decreto-proclama del Triunvirato, cuyo texto comenzaba así: “¡Ciudadanos, basta de sangre! perecieron ya los principales autores de la conspiración y es necesario que la clemencia substituya a la justicia.” Y terminaba en la siguiente forma: “El gobierno se halla altamente satisfecho de vuestra conducta y la patria fija sus esperanzas sobre  vuestras virtudes sin ejemplo. Buenos Aires, 24 de julio de 1812.- Feliciano Antonio Chiclana, Juan Martín de Pueyrredón, Bernardino Rivadavia. Nicolás de Herrera, secretario.”  (7)
            Cuando en octubre de 1840 se repitieron escenas semejantes, no constituyeron, pues, una novedad para Buenos Aires. Ni siquiera el decreto del 31 de octubre, con que Rosas puso fin a las mazorcadas, pudo sorprender a nadie. Rosas no innovaba. Seguía el ejemplo de su antecesor Bernardino Rivadavia. (8)
            No terminó con el primer Triunvirato el régimen del terror. Un decreto del 23 de diciembre del mismo año ordena lo siguiente:  “1° Ninguna reunión de españoles europeos pasará de tres, y en caso de contravención serán sorteados y pasados por las armas irremisiblemente, y si ésta fuese de muchas personas sospechosas a la causa de la patria, nocturna, o en parajes excusados, los que la compongan serán castigados con pena de muerte. 2° No podrá español alguno montar a caballo, ni en la Capital ni en su recinto, si no tuviere expresa licencia del Intendente de Policía, bajo las penas pecuniarias u otras que se consideren justas, según la calidad de las personas en caso de contravención. 3° Será ejecutado incontinenti con pena capital el que se aprehenda en un transfugato con dirección a Montevideo, ese otro punto de los enemigos del país, y el que supiere que alguno lo intenta y no lo delatare, probado que sea será castigado con la misma pena.” Este decreto lleva las firmas de Juan José Passo, Nicolás Rodríguez Peña, Antonio Alvarez de Jonte y José Ramón de Basavilbaso.” (9)
            Los gobiernos revolucionarios posteriores no se mostraron más suaves en la represión de las actividades subversivas. Alvear, el 28 de marzo de 1815, dicta un decreto terrorista en que se pena con la muerte a los españoles y americanos que de palabra o por escrito ataquen el sistema de libertad e independencia; (10) a los que divulguen especies alarmantes de las cuales acaezca alteración del orden público; a los que intenten seducir soldados o promuevan su deserción, y reputa como cómplices a quienes, teniendo conocimiento de una conspiración contra la autoridad no la denuncien. Diez días después de este decreto, el 7 de abril, domingo de Pascuas, amanecía colgado frente a la Catedral el cadáver del capitán Marcos Ubeda. Acusado de conspirar, había sido juzgado en cinco horas y fusilado dos horas después. Las familias porteñas que concurrían a misa pudieron presenciar el espectáculo, y ello influyó no poco en la estrepitosa caída de Alvear, que se produjo a los ocho días de la terrorífica exhibición. Pero el método ya había sido introducido en la vida política argentina y era imposible detenerlo. Actos como éste traían otros, a título de represalia. Caído Alvear, le sucede Alvarez Thomas, quien designa una comisión militar y otra civil para juzgar los delitos cometidos bajo el breve período que en documentos públicos -15 años antes de Rosas- se llamó la “tiranía” de Alvear. La comisión militar, presidida por el general Soler, procesó al coronel Enrique Payllardel por haber presidido el consejo de guerra que condenó a Ubeda. Payllardel fue también condenado a muerte, ejecutándose la sentencia.  (11)
            Transcurren los primeros años de la independencia y se sigue derramando sangre. En 1817 son fusilados Juan Francisco Borges y algunos compañeros, por orden de Belgrano. (12) En 1819, a raíz de una sublevación de prisioneros españoles en San Luis, son degollados el brigadier Ordóñez, los coroneles Primo de Rivera y Morgado y todos los jefes y oficiales. (13) En 1820, Martín Rodríguez ordena el fusilamiento de dos cabecillas del motín del 5 de octubre del mismo año. (14)
            En 1823, Rivadavia, como ministro de Rodríguez, y a raíz de la intentona revolucionaria del 19 de marzo, motivada por su reforma religiosa, ordena el fusilamiento de Francisco García, Benito Peralta, José María Urien, doctor Gregorio Tagle y comandante José Hilarión Castro. García fue ejecutado el día 24, al borde del foso de la Fortaleza, Peralta y Urien lo fueron el 9 de abril. El comandante Castro logró escapar, e igualmente el doctor Tagle, a quien facilitó la fuga, en nobilísimo gesto, el coronel Dorrego. (15)
            En este mismo año de 1823 gobernaba en Tucumán don Javier López, el general unitario que en 1830 solicitaría al gobierno de Buenos Aires la entrega del “famoso criminal” Juan Facundo Quiroga. El general López ejerció en Tucumán una dictadura sangrienta, de la cual Zinny hace el siguiente comentario: “Raro fue el ciudadano de Tucumán que no hubiera sido vejado y oprimido; todas las garantías públicas y privadas fueron atacadas; más de cuarenta víctimas se inmolaron al deseo obstinado de sostenerse en el mando contra la voluntad general; más de mil habitantes útiles al país desaparecieron de su suelo desde que este jefe encabezara la guerra civil. He aquí -añade Zinny- la lista de los fusilados sin formación de causa:
   “Don Pedro Juan Aráoz, comandante Fernando Gordillo, general Martín Bustos, capitán Mariano Villa, fusilados en un día, con dos horas de plazo.
   “Don Agustín Suárez, don Manuel Videla, azotados y, a las dos horas, fusilados.
   “Don Basilio Acosta.
   “Don Baltazar Pérez
   “General Bernabé Aráoz, fusilado clandestinamente en Las Trancas.
   “Don Vicente Frías.
   “Don Beledonio Méndez, descuartizado en la plaza.
   “Don N. Piquito, descuartizado en Montero.
   “Don Isidro Medrano.
   “Don Eusebio Galván, degollado por el oficial S...
   “Don Romualdo Acosta
   “Don Félix Palavecino.
   “Don Baltazar Núñez.
   “Comandante Luis Carrasco, con  sus dos asistentes, y muchos otros.” (16)
            He aquí cómo, en aquel remoto año de 1823, cuando aún no se había iniciado francamente la lucha entre federales y unitarios, ya sientan el precedente sangriento nada menos que el padre del unitarismo, en Buenos Aires, y uno de sus principales  generales, en Tucumán.



 NOTAS:

1  ERNESTO QUESADA,  La época de Rosas, págs. 145/7. Se ha discutido -a nuestro juicio, sin mayor fundamento- la autenticidad de este plan. Puede leerse al respecto el capítulo XV de la nota citada y la nota 48 de Lamadrid y la Coalición del Norte, del mismo autor.  Por otra parte, la cuestión de la autenticidad del documento pierde interés ante la realidad de los hechos.
2     EMILIO  P. CORBIERE,  El terrorismo en la Revolución de Mayo, págs. 42 y 43.
3     Ibídem, págs. 55 y sigs.
4     MANUEL BILBAO, Vindicación   y memorias de don Antonio Reyes, pág. 33. 
5     EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 73 y sigs.
6     Ibídem, pág. 107.
7     Ibídem, págs. 109 y 110.
8     Debemos hacer notar aquí una diferencia, las víctimas de este último no eran argentinos unidos        al enemigo extranjero; eran españoles, fieles a su patria y a su rey. Con todo, mientras a Rivadavia se le alaba su energía,  a Rosas se le reprocha su crueldad .  Tal es la lógica sobre la cual  se pretende fundamentar el odio a Rosas, cuando ella misma está falseada por este odio.
9     EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 131/3.
10   Es interesante recordar que Alvear, incurriendo en el delito que castigaba, se dirigió en ese tiempo al secretario  de  negocios extranjeros  de  S. M. británica expresando que “estas Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña,  recibir  sus  leyes,  obedecer  su  gobierno  y  vivir  bajo  su  influjo poderoso.” (LEVENE, Lecciones de Historia Argentina. pág. 83).
11     EMILIO P. CORBIERE, ob. cit., págs. 135/44.
12    JULIO B. LAFONT, Historia Argentina, pág. 279.  Academia Nacional de  la Historia, Historia de la Nación, t. VI, pág. 635. DOMINGO MAIDANA, JUAN FRANCISCO BORGES, en Revista de  la  Junta de Estudios Históricos de Santiago del Estero, Año III, N° 7-10. Defendiendo a Monteagudo,  de quien ha podido decirse,  con justicia,  que recorrió la historia  argentina “como un bólido la atmósfera, envuelto en rojo”, RICARDO ROJAS escribe lo siguiente: “Los fusilamientos que se ejecutaron por orden de Belgrano en Santiago, Tucumán y Jujuy, sin  forma de proceso , y sus bandos terroristas, como el del 23 de agosto, cuando el éxodo jujeño de 1812, exceden toda la leyenda del Monteagudo sanguinario.  Pero la  historia  tiene  sus  predilectos,  y   en  ella -como en la murmuración contemporánea- se da en la bondad o en el vituperio  caprichosamente a veces. Se habla de la bondad de Belgrano, y sin duda era bueno, a pesar de esas  ejecuciones y bandos. Monteagudo hizo menos, y para él ha sido la leyenda siniestra...” El razonamiento es exacto. Pero entiéndase también a las luchas civiles posteriores, donde los hombres han sido clasificados arbitrariamente  en ángeles y demonios.   
13     CARLOS IBARGUREN,  Juan Manuel de Rosas, pág. 58.                                                          
14     ANTONIO ZINNY, Historia de los gobernadores, t. II, p. 42.
15     ADOLFO SALDIAS, Historia de la Confederación Argentina, t. I, pág. 161, nota I.
16  ANTONIO ZINNY, ob. cit., t. III, págs. 265 y 266. JUANA MANUELA GORRITI en su Biografía del General Dionisio de Puch,  refiere así  la participación de Arenales, gobernador unitario de Salta, en el fusilamiento del General Bernabé Aráoz: “ El Gobernador de la  Provincia de Tucumán, Don Bernabé Aráoz había sido expulsado del gobierno y de su patria por una revolución triunfante. En su desgracia, pide a Salta un asilo. El derecho de asilo ha sido respetado en los tiempos más atrasados  y entre las naciones más bárbaras. Arenales no lo reconoció. Entregó a su  enemigo, el  huésped que se había refugiado en su hogar, y Don Bernabé Aráoz fué fusilado.” (Cit. por Mons.  JOSUE GORRITI, PACHI GORRITI, págs. 41-2.)

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