lunes, 9 de septiembre de 2013

LECTORES Y LECTURAS ECONÓMICAS EN BUENOS AIRES A FINES DE LA ÉPOCA COLONIAL

Antonio Genovesi.


                                                           Por María Verónica Fernández Armesto


   Pocas fuentes muestran con tal nitidez la relación particular que ligaba a los ilustrados con sus libros como las cartas desesperanzadas que el oidor decano de la Audiencia de Charcas, José Agustín de Ussoz y Mozi, enviara en su destierro de Oruro, primero, y Cochabamba, después, a su amigo Francisco Borja de Saracíbar (Rípodas Ardanaz, 1977-1978: 423-435). Acusado de participar en los sucesos del 25 de mayo de 1809, fue arrestado a comienzos del siguiente año y embargados sus bienes, entre ellos, su biblioteca1. Los meses siguientes fueron de intentos angustiados por lograr el desembargo de sus libros, en la convicción de que
"Los privilegios de Doctor, de Abogado y de Ministro, me parece apoyan legalmente esta solicitud, y no creo debo ser de peor condición que un simple arriero, a quien jamás se le embargan los instrumentos y herramientas de su oficio, como ni al caballero su espada, ni al clérigo su breviario..." (Rípodas Ardanaz, 1977- 1978: 430).
   Asociados directamente al mundo del trabajo (intelectual) como instrumentos para ganarse la vida, eran también necesarios para su "inocente desahogo en un pueblo en que apenas hay dos que puedan prestármelos y ninguno con quien yo, en mi situación, deba tener intimidad ni confianza". Y, por estos motivos, era tal la afición que les profesaba que, una vez que logró disponer de ellos y a pesar de "las apuradas circunstancias en que me hallo y suma pobreza que padezco", insistió en que se vendiera sólo una parte y la otra ("de que jamás pienso deshacerme") se le remitiese a su destierro, pues "yo sin libros no puedo vivir".

   El valor monetario de los libros no era una cuestión menor a fines del siglo XVIII. Lo evidencia el repetido empeño con que se labraban los inventarios a la muerte de su propietario o el recurso a su venta frente a situaciones de estrechez económica, como en el caso de Ussoz. Rípodas señala que el costo de una biblioteca considerable equivalió, en algunos casos, al sueldo anual de un oidor, a la cuarta parte del valor de su vivienda o a la sexta del monto total de sus bienes (Rípodas Ardanaz, 1975: 525). Precisamente, el costo de los libros y la avidez por acceder a ciertas lecturas pautaban la dinámica del tráfico de libros, que se caracterizaba por las frecuentes compras y las ventas de libros2, la cesión gratuita o la adquisición en herencia, los regalos, las donaciones. Recientemente, Alejandro E. Parada ha puesto al descubierto los mecanismos de préstamo de libros en el caso de la biblioteca de Facundo de Prieto y Pulido (Parada, 2002). Todo evidencia la vitalidad de la circulación de impresos. Los libros y, por extensión, las bibliotecas constituían, pues, uno de los canales privilegiados -aunque no los únicos- de la transmisión y la perpetuación de ideas y conocimientos. Estas consideraciones deben preceder el análisis del contenido de las obras que se propone estudiar, pues, como ha observado G. Thomas Tanselle, el contenido de un texto es inescindible de las realidades que formaron parte del proceso de creación, producción y difusión (Tanselle, 1985: 113).
   El mundo de las ideas económicas en el Río de la Plata finicolonial no ha concitado la atención exclusiva de los historiadores en los últimos años, si bien es cierto que infinidad de trabajos lo han abordado de manera indirecta o circunstancial, no sólo desde la perspectiva de la propia disciplina económica, sino desde otras muchas. En la actualidad, los canales de su difusión, las formas de recepción, los modos de asimilación y retransmisión aparecen como insumos fragmentarios en investigaciones cuyo objeto de estudio rebasa esas cuestiones específicas. Esto se suma al hecho de que la historia del libro y de las bibliotecas en el ámbito rioplatense, para este período, recién ha comenzado a apartarse de la senda metodológica y conceptual que trazaran los estudios clásicos en la materia, mediante la incorporación de nuevos criterios analíticos y explicativos. De manera que, provisoriamente, el estudio de las obras económicas en Buenos Aires a fines de la época colonial no puede prescindir de ser abordado desde la historia del libro en general, de manera de suplir, en parte, la deficiente cantidad de fuentes a disposición (cuya búsqueda, obsta decirlo, mientras no sean identificadas y sistematizadas en un corpus coherente, es por demás ingrata)3.
   Lo que aquí se propone es, pues, una primera mirada -parcial, provisoriaal mundo de las lecturas económicas (exclusivamente de carácter ideológico): qué autores circulaban con mayor profusión, cuáles obras se privilegiaban en las bibliotecas y, en la medida en que las fuentes lo permitan, qué público lector se interesaba en ellas.
   Pero, ¿puede hablarse, para fines del siglo XVIII, de obras de economía con el mismo sentido que tienen en la actualidad? Evidentemente, no: el concepto de economía tenía un significado más amplio y a la vez más complejo que el actual. Baste recordar aquí, como señala Donald Winch, que la ciencia de la economía política surgió en la convergencia de las preocupaciones ilustradas por estudiar la relación del hombre y la sociedad, el hombre y la naturaleza. Esto explica su íntima vinculación con la política y el derecho natural (Winch, 1979: 525-526). En el inventario de la biblioteca "juvenil" de Jovellanos, confeccionado en 1778, bajo el acápite "Derecho natural, de Gentes, Público, Política, Policía, y obras relativas a ellos", el escribiente y amigo personal de Jovellanos en Sevilla que estuvo encargado de confeccionarlo ubicó la mayor concentración de obras de "economía" (entre las que figuraban las de Galiani, Campomanes, Hume, Ulloa, Uztáriz y Condillac), si bien es cierto que algunas otras figuran, aisladas, en apartados diferentes (Aguilar Piñal, 1984). De todas maneras, la cuestión requiere un estudio más detenido.

Lo que las bibliotecas callan. Algunas consideraciones metodológicas
   Hubo (y hay) mucho de fortuito, de circunstancial y aún de contradictorio en la composición de una biblioteca. Esto hace que los esfuerzos por acercarse al universo del propietario puedan resultar condicionados o viciados de error y aún más lo estén los intentos de extraer conclusiones más generales respecto de la sociedad. Porque ¿qué diría de nosotros mismos el listado de libros de nuestra biblioteca? ¿Y cuánta luz arrojaría acerca de la época en que vivimos o de la posición en nuestro grupo de pares? Lo que permite descubrir es, en muchos casos, bastante menos de lo que calla. Sin embargo, formulando las preguntas adecuadas o adaptando las expectativas a lo que las fuentes son capaces de ofrecer, los inventarios de bibliotecas son un recurso más que el historiador puede utilizar.

   Son infinitas las posibilidades que permiten explicar la conformación particular de una biblioteca: fines prácticos o utilitarios según la profesión o el oficio del propietario o bien meramente informativos o recreativos, por afinidad ideológica (o por antagonismo). La elección de libros solía corresponderse también con el estrato social al que se pertenecía. En este sentido, a la pregunta sobre si dicen algo los libros acerca de las ideas de su dueño, Di Stefano sostiene -para el caso de las lecturas del clero- que los libros son una vía de acceso a las ideas de sus dueños en la medida que se conozcan las posturas asumidas por éstos, tanto dentro la Iglesia -en este caso- como en cuestiones políticas, y aún cuando «la presencia de autores de una determinada tendencia es abrumadora o guarda al menos cierta coherencia interna, pero los casos en que ello ocurre pueden contarse con los dedos de una mano" (Di Stefano, 2001: 537).
   Acerca del contenido de las bibliotecas coloniales, se debe tener en cuenta, "por una parte, [ que] la presencia de determinados libros no siempre garantiza su lectura, porque eclesiásticos y juristas debían tener bibliotecas regulares por respeto a su dignidad y para no dar lugar (...) a ser tildados de ignorantes; por otra parte, la ausencia de ciertas obras no implica no haberlas leído, dadas las posibilidades ofrecidas por las bibliotecas públicas o de particulares" (Rípodas Ardanaz 1989: 483). Sin embargo, advierte Rípodas, cuando un libro ha sido expresamente adquirido por alguien (y sobre todo cuando se trataba de libros prohibidos, que debían sortear una serie de obstáculos y riesgos) o se lo había pedido prestado a un particular o a una biblioteca, existía una "voluntad de lectura" (Rípodas Ardanaz, 1986: 142). Por su parte, Di Stefano apunta una cuestión más y es "que un mismo contenido, oral o escrito, no dice necesariamente las mismas cosas a distintos receptores. Una misma predicación es comprendida de manera desigual por parte de diferentes individuos, en función del cosmos personal de ideas de cada uno pero también del lugar que cada cual ocupa en la sociedad" (Di Stefano, 2001: 518). Cabría agregar, a riesgo de extremar los reparos, que un mismo contenido no dice lo mismo a la misma persona en diferentes momentos de su vida. Las lecturas realizadas en los años de madurez o, incluso, en la vejez pueden presentar fuertes contrastes respecto de las juveniles, una vez que la mayor frecuentación de autores e ideas a lo largo de los años y la experiencia adquirida forjan una nueva perspectiva de las cosas.

¿"Puertas abiertas" a los libros de economía?
   En general, los libros más observados por el control de la censura trataban asuntos políticos o religiosos (la misma Inquisición estaba encargada de velar por el respeto del dogma católico, de la moral cristiana y de las regalías de la Corona), por lo cual, en principio, las obras de economía sorteaban más fácilmente las sospechas de peligrosidad. Entre otros motivos, porque la economía comenzaba a perfilarse como ciencia amparada en el prestigio de la Ilustración. Concebida como instrumentación práctica de la política, estuvo netamente encuadrada en una dimensión utilitaria. Y hay que tener en cuenta, como recuerda Lopez, que la Inquisición también había incorporado, a lo largo del siglo XVIII, "la preocupación por lo útil, lo pedagógico y lo edificante, criterios a los que sólo podría satisfacer una ínfima parte (y no la mejor) de todas las literaturas del mundo. Se prohibieron obras porque eran sencillamente "inútiles" o «no edificantes" (Lopez, 1995: 72). En este sentido, los libros de economía contaban con mayores ventajas para su circulación. Rípodas señala que las novedades introducidas por la Ilustración, el espíritu crítico, la racionalidad predominante, el pragmatismo y el sentido utilitario estimularon el interés por libros de economía política como las Cartas de Foronda (1794) y las Lecciones de comercio o bien de economía civil (1765-1767) de Antonio Genovesi, incluso en personas cuya profesión u oficio en nada se relacionaba con las cuestiones tratadas por estas obras (Rípodas Ardanaz, 1996: 44).

    No obstante, algunos textos económicos figuraban entre los que podían ser leídos sólo con licencia, como la Ciencia de la legislación (1780-1785) de Gaetano Filangieri, o estaban directamente prohibidos, como laInvestigación acerca de la Naturaleza y las causas de la Riqueza de las Naciones (1776) de Adam Smith. Éste último fue suprimido en 1792 debido a "la pobreza de su estilo y la liberalidad de su moral" (Leonard y Smith, 1944: 88), aunque poco después José Alonso Ortiz efectuó una traducción castellana con notas relativas a España "purgándolo de varias proposiciones impías (...) y eliminando enteramente un artículo (...) en el cual el autor favorece la tolerancia en cuestiones de religión, de manera que queda depurado de cualquier cosa que pudiera conducir a error o relajamiento en moral o asuntos religiosos" (Smith, 1957: 110). Con respecto a la obra de Filangieri, a pesar de las restricciones que pesaban sobre ella, su difusión fue amplia y extendida en el tiempo, tanto en España como en las colonias, como se verá más adelante.
    Una de las formas "legales" era hacerlos traer de España a través de los libreros locales o de familiares o personas conocidas que viajaban a Europa o, incluso, encargarlos a residentes en la Península (Rípodas Ardanaz, 1996: 42). Esto permitía, por una parte, conseguir obras que no llegaban a las colonias (porque su temática era demasiado específica o porque existían trabas para su circulación) y, por otra, que su difusión se produjera prácticamente al mismo tiempo que en España o, al menos, con poco retraso4. El aumento de la frecuencia de las embarcaciones desde y hacia la Península y otras partes de América facilitaron la circulación de bienes y personas. Otra de las formas era la posibilidad -reservada a unos pocos- de estudiar en Europa, donde se establecía contacto con las novedades en materia de ideas y libros, para traerlas al regreso. Lo mismo sucedía con los funcionarios de la administración virreinal o los eclesiásticos, como por ejemplo el que fue obispo de la diócesis de Buenos Aires entre 1788 y 1796, el español Azamor y Ramírez, de quien el primer inventario de su biblioteca, confeccionado antes de viajar a Buenos Aires para ponerse al frente de la nueva sede, refleja aproximadamente los libros que poseía en España y el segundo, elaborado a su muerte, muestra la evolución que la misma sufrió en América. (Rípodas Ardanaz, 1994: XVI).
   En 1801, los miembros del Consulado de la ciudad mexicana de Veracruz decidieron crear una biblioteca con los mejores trabajos de economía política "para el uso de sus empleados y la instrucción de todos sus miembros, en todas las ramas más pertinentes para la prosperidad de la Monarquía en general y para la institución de los Consulados" (Leonard y Smith, 1944: 84). Para ello encargaron a Pedro de Mantilla, agente en Madrid, la confección de una lista de las obras imprescindibles en esta materia, que debía realizar consultando "a personas educadas y bien informadas en la Corte". Aunque la biblioteca no parece haberse constituido, el listado -si bien no es exhaustivo y olvida obras importantes ("esto es lo que he podido recoger y de lo que se hallara alguna cosa en Md.d pero no todo")- permite conocer qué obras circulaban en los círculos oficiales españoles. Además de los autores mercantilistas del siglo XVII, se menciona allí a Ustáriz, Foronda, Ulloa, Ward, Campomanes, Arriquívar y, entre los extranjeros, a Mirabeau, Necker, Smith, Filangieri y Montesquieu, y Grocio, Puffendorf, Burlamaqui y Vattel, entre otros autores de derecho. Resulta llamativo que personas vinculadas a los círculos cortesanos hubiesen recomendado libros que integraban los Expurgos, considerando además que no se originaba en propósitos contrarios a la monarquía, antes bien, por el contrario, en su prosperidad. Evidentemente, los controles estaban lejos de ser efectivos y difícilmente lo fueran si el empeño reformista -que requería de literatura que lo sustentara- provenía de la Corona. Por eso también las ideas económicas circulaban más libremente que, por ejemplo, las políticas o, al menos, lo hicieron de manera menos conflictiva. ¿O es que se descontaba la "inocuidad" de las obras de economía? Además, muchos de los autores españoles renovadores se encargaban de adaptar las obras extranjeras a las necesidades del país (y de la censura), de manera que ciertos libros prohibidos tenían su versión española "lícita". Esto sin contar con la difusión de textos, por parte de autores españoles, inspirados en las ideas de determinadas obras cuyos títulos figuraban en los Índices. Como afirma Leonard, "los censores pueden haber retrasado, pero ciertamente no impidieron la introducción de ideas económicas extranjeras en España" (Leonard y Smith, 1944: 88). De España a las colonias americanas había un solo paso.
   Resta volver sobre una última cuestión que, se cree, propició una circulación más fluida de las obras de economía: es la vinculación, en los orígenes del surgimiento de la economía política como ciencia, con el derecho, particularmente con el derecho natural, en tanto formaba parte de la corriente iusnaturalista europea (Pastore y Calvo, 2000: 45). A fines del siglo XVIII, existía conciencia -tanto en los círculos ilustrados próximos a la monarquía, como en más amplios sectores de la sociedad- del atraso que sufría España y preocupación por encontrar las causas y las soluciones a los problemas que la aquejaban. Uno de los ámbitos que se consideraban más necesitados de reformas profundas era el universitario. En lo relativo a la enseñanza del derecho, el embate reformista apuntó a modificar los planes de estudio basados en el derecho romano con la enseñanza del derecho natural y el derecho real o patrio. Las tensiones generadas por la resistencia al cambio fueron el contexto, no obstante, de la introducción de la enseñanza de la economía en los estudios de formación superior. La primera experiencia en este sentido data de 1784, con la implementación de la cátedra de Economía Civil en la Sociedad Económica Aragonesa; la segunda, en 1787, fue su implementación temporaria en la Academia de Leyes de la Universidad de Salamanca, coincidente con la permanencia de Manuel Belgrano en esa casa de estudios, donde se habría puesto en contacto con estas novedades (Pastore y Calvo, 2000: 41). Es interesante constatar que, entre la lista de más de mil quinientos libros adquiridos en ese período por dicha Universidad, se incluían "obras de pensadores claves del pensamiento ilustrado como Bayle, Condillac, Filangieri, Helvetius, Hume, Puffendorf, Rousseau o Adam Smith"; también se esperaba recibir en lo inmediato otras obras sobre "ciencias físicas, químicas, agricultura y economía", para lo cual, previamente, se había gestionado "una amplia licencia del inquisidor general para que todos los miembros de la misma pudieran leer libros prohibidos de la Biblioteca" (Pastore y Calvo, 2000: 51).
    La proliferación de cátedras dedicadas a esta disciplina, en España y en América, se correspondía con la multiplicación de las obras de derecho natural y de gentes, como De juri belli et pacis de Hugo Grocio, De Jure naturae et gentium de Samuel Puffendorf, o Elementa juris civilis secundumordinem Institutionibus comoda auditoribus methodo adornata de Heinnecio. En efecto, ejemplares de la primera se hallaban no solamente en las bibliotecas de funcionarios virreinales como Francisco de Ortega (subdelegado de la Real Hacienda en Montevideo) o Pedro de Altolaguirre, sino que, además, junto a la obra de Heineccio, figuraban entre las posesiones de un abogado como Mariano Izquierdo y en las del oidor Francisco Tomás de Ansotegui, el cancelario Maziel y el obispo Azamor y Ramírez (los tres últimos poseían además Instituctionesjuris naturae et gentium de Wolff). La vigencia de estas obras perduró en el tiempo; entre los libros inventariados de la biblioteca del deán Gregorio Funes en 1832 figuraba un ejemplar de Vattel y este autor, junto a la Ciencia de la Legislación, se encontraba también entre los libros de Rivadavia catalogados en 1846. Al respecto, considera Chiaramonte que la influencia de Filangieri superó a la de sus coterráneos Genovesi y Galiani en los años posteriores a 1810 y hasta la década de 1830, en la medida en que su obra representó un referente en "aquello que tanto desveló al país durante los cruentos años de las luchas civiles: la organización constitucional y la elaboración de una legislación moderna" (Chiaramonte, 1982: 129).
   En el Río de la Plata, el auge de los estudios de derecho se veía auspiciado por la existencia de la Universidad de Córdoba y, especialmente para aquellos que podían costear la estancia y el viaje a lugares más alejados, la Universidad San Felipe en Santiago de Chile o la de San Francisco Javier de Chuquisaca. Esta última fue el centro de estudios superiores de mayor jerarquía del Virreinato, en consonancia con la trascendencia económica del Alto Perú y el asentamiento de la Real Audiencia desde 1559. Además del doctorado en teología, allí podía cursarse jurisprudencia; en 1776 se creó la Real Academia Carolina de Práctica Forense, de acuerdo con los empeños reformistas en el ámbito educacional (Pastore y Calvo, 2000: 31). Es ilustrativo al respecto el hecho de que Victorián de Villava -el traductor de las Lecciones de Comerciode Genovesi y, probablemente, de parte de la Ciencia de la Legislación de Filangieri5- tuvo a su cargo la dirección de esa Academia, desde 1795 a 1799, y emprendió desde allí una serie de reformas conducentes a mejorar el nivel de los estudios (Levene, 1946: 31-32).
   En el plano local, la creación de los Estudios Reales en 1772 y del Real Colegio de San Carlos en 1784, como paso previo a la universidad (que se concretó recién en la época independiente), mancomunaba esfuerzos de las autoridades locales y los pujantes sectores comerciantes por dotar a Buenos Aires de las instituciones que su creciente importancia hacía necesarias. A pesar de su efímera existencia (hasta las invasiones inglesas), ese establecimiento reunió, especialmente bajo la dirección del cancelario Juan Baltasar Maziel, a Belgrano, Moreno, Vieytes, Castelli (Pastore y Calvo, 2000: 35) y a quienes formaron la última generación de sacerdotes seculares coloniales (muchos de los cuales tuvieron, como demostró Roberto Di Stefano (2000: 21), honda participación en la difusión y puesta en práctica de ideas económicas ilustradas, especialmente ligadas al ámbito rural), en el marco de una "cultura eclesiástica" inescindible de la sociedad colonial y piedra fundamental de la educación, a tal punto que, en el nuevo colegio de Buenos Aires, que estuvo dirigido por eclesiásticos hasta 1852, laicos y futuros clérigos compartían, indistintamente, profesores y materias (Di Stefano, 2001: 516). Es por eso que a un letrado chuquisaqueño, por ejemplo, le resultaba «irracional en un abogado, (...) hombre de un relevante estado, no saber de religión más que el catecismo de los niños» (Rípodas Ardanaz, 1975: 539).
   Normalmente pertenecientes a sectores acomodados de la sociedad colonial, los estudiantes porteños que deseaban obtener títulos de grado se dirigían a Córdoba y a Chuquisaca; a la vez que se imbuían de las novedades del momento, entraban en contacto con la realidad del interior del Virreinato y se entablaba una red de vínculos personales que articulaba la política, las relaciones comerciales y las influencias en la sociedad finicolonial, y que sustentó el desarrollo de los movimientos revolucionarios posteriores. Este aspecto se suele pasar por alto, cuando se centra en Buenos Aires el carácter exclusivo o preponderante en la recepción y la difusión de ideas, al menos para fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Sin embargo, un análisis de las listas de egresados de las universidades de Córdoba y, especialmente, de Chuquisaca demuestra que el ámbito de propagación de ideas y textos era muy amplio, si se piensa que recibían la misma educación alumnos de todos los puntos del Virreinato. Puede ser que la lectura que se hacía de ellos fuera diferente según los diversos contextos culturales; en todo caso, la cuestión merece un estudio más profundo. La biblioteca de José Ignacio Gorriti es un buen ejemplo. Alumno del colegio de Monserrat, Gorriti (1770-1835) obtuvo el doctorado en Sagrados Cánones y Leyes en Chuquisaca en 17896. Ejerció en Salta como abogado; militar en las guerras de independencia, fue electo congresal por su provincia al congreso de Tucumán en 1816 y senador al congreso de 1819; fue además siete veces gobernador de Salta. Según Romero Sosa, "la biblioteca del Gral. Dr. Gorriti fue, sin duda alguna, la más importante de todo el norte argentino durante la época de Rivadavia. Téngase en cuenta, por lo demás, que los Gorriti fueron riquísimos y que, antes de la Revolución de Mayo, las mayores erogaciones que realizaron fueron para compras de libros..." (Romero Sosa, 1961: 120). El inventario publicado (que corresponde sólo a los libros que Gorriti trasladó consigo en su exilio boliviano) muestra que las obras poseídas se hallaban en perfecta consonancia con las que podían encontrase en cualquier buena librería porteña. Entre las que trataban asuntos económicos, figuraba el Tratado de las regalías de amortización de Campomanes, las Lecciones de Comercio de Genovesi, la Ciencia de la legislación de Filangieri, el Restablecimiento de las fábricas y comercio español de Bernardo de Ulloa, y las Memorias sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias en las Indias Occidentales de Antúnez y Acevedo (Romero Sosa, 1961: 120). Y lo mismo puede decirse de las bibliotecas cordobesas, donde éstos mismos y otros autores compartían el espacio en los anaqueles. (Furlong, 1944 y Grenon, 1961).
   ¿Constituyó la cuestión del idioma una limitación importante para la limitación de la difusión de los textos de economía? La respuesta tiene sus matices. Por una parte, sí lo era, tanto en España como en las colonias, para la gran mayoría de los lectores. Según François Lopez, las obras que más se leyeron en la Península fueron las que contaron con traducción al español. De todas maneras, quienes pertenecían a los círculos ilustrados eran capaces de leer en francés, italiano y portugués, y, hacia fines del siglo XVIII, en inglés (Jovellanos habría sido uno de los primeros en hacerlo) y, de hecho, muchos de ellos preferían leer determinada obra en su idioma original (Lopez, 1995: 99). No parece haber sido muy diferente el caso rioplatense, porque se está hablando de un sector alfabetizado y minoritario de la población, normalmente con estudios superiores y con aspiraciones literarias por encima del promedio (la relación entre educación superior y lectura es obvia, pero no necesaria). Si bien en los inventarios de bibliotecas se evidencia el conocimiento de idiomas (francés, portugués, italiano, e inglés), primaban las obras en castellano y latín.
   En Buenos Aires, en las primeras décadas del siglo XIX, fue haciéndose mucho más frecuente el interés por el manejo de las lenguas francesa e inglesa (y, al mismo tiempo, el mayor requerimiento de traducciones), de la mano del crecimiento del comercio y del asentamiento de extranjeros en la ciudad, así como por la entrada más fluida y sin prohibiciones de los libros (Parada, 1998: 51). Aunque la proporción era menor respecto de obras en otros idiomas, consta la existencia de libros en inglés tan temprano como en los años anteriores a 1788, fecha de la muerte del coronel Ignacio Flores, quien poseía en su biblioteca porteña The conscious lover de Richard Steele, History of England Essais and treatises on several subjects de David Hume, entre otras obras (Torre Revello, 1965: 109-110). Abundan los ejemplos en este sentido (sobre todo de diccionarios y gramáticas inglesas), más frecuentes cuanto más próximos a los comienzos del siglo XIX.
   De todas maneras, la mayoría de los libros de economía contaron con una versión en español; la traducción que Belgrano hizo de las Máximas de Quesnay está fechada en Madrid en 1794 (Belgrano, 1954). LasLecciones de comercio, se ha dicho, fueron traducidas y glosadas por Victorián de Villava en 1784, mientras era catedrático de la Universidad de Huesca, y la Ciencia de la legislación, por Jaime Rubio en 1787 (apenas dos años después de la primera edición en italiano del último tomo), posteriormente, prohibido con dispensa eclesiástica, según un edicto de 1790.
   En realidad, resulta difícil establecer, a partir de los inventarios que se conocen, el idioma de las obras que figuran en ellos, pues con frecuencia se traducían los títulos, sin mayores referencias, o aleatoriamente se colocaba la indicación "en francés", "en inglés", etc., sin que pueda establecerse si el resto de las obras que presumiblemente eran de esos orígenes estaban o no en traducción. Consta positivamente que Mariano Izquierdo, Pombo de Otero y el obispo Azamor poseían la traducción de Villava de las Lecciones de Comercio; éste ultimo prelado poseía además la versión en idioma original de la Ciencia de la legislación, además de otra en castellano. Por su parte, Vieytes contaba con La riqueza de las naciones (cinco tomos, en uno de los cuales Chorroarín, encargado de confeccionar el inventario en 1815, anotó la frase "parece pertenecer a D.n de Juan de Larrea, y son de unos libros que fueron para la Biblioteca del Estado"), y Bernardo de Monteagudo poseía la traducción de Belgrano de la obra del Margrave de Baden.
   De cualquier modo, y esta es una cuestión importante, no obstante las facilidades relativas a la circulación de las obras de economía que se han venido mencionado más arriba, no debe pensarse que en las librerías porteñas su presencia fuera masiva, "pero sí asidua". ¿Por qué? Probablemente, debido a que la economía política no estaba muy difundida a fines del ochocientos y, en todo caso, no resultaba de interés para un público muy amplio. Sin embargo, por el momento esta cuestión sólo resiste especulaciones. Los condicionantes propios de la época establecían parámetros de lectura a los que no todos los alfabetizados se sometían e implicaban la reducción a un grupo intelectual de la circulación de ciertas obras. Surge de inmediato una pregunta: ¿de qué grupo intelectual estamos hablando?

Hacia la definición de un público lector de obras económicas
   Puede suponerse con relativa certeza que quienes poseían una biblioteca leyeron, si no todos, al menos parte de los libros; sin embargo, no todos los lectores eran propietarios de los libros que leían. La propiedadde las bibliotecas era casi privativamente masculina, aunque por supuesto, esto no implica que la lectura estuviera fuera del alcance femenino. De hecho, existían bibliotecas para mujeres en el caso de los conventos de monjas, cuya temática normalmente se orientaba a la literatura piadosa. Quizá no sea una excepción la biblioteca de Facundo de Prieto y Pulido, cuya donación al convento de la Merced de Buenos Aires la realizó de común acuerdo y en igualdad de condiciones con su esposa, María de las Nieves Justa de Aguirre (Parada, 2002: 53-54). Cuando Ussoz y Mozi intentaba que le fuera devuelta su librería, uno de los argumentos esgrimidos para lograrlo fue, precisamente, que muchos de los libros contenidos en ella no eran suyos, sino de su mujer.
"Mi librería no es tampoco toda mía en rigor, y casi todas las obras curiosas y de educación, que hacen casi la mitad, son propias de mi mujer, a la cual su madre, aunque viuda, dio seguramente una educación que no es común en las de su sexo" (Rípodas Ardanaz, 977-1978: 430).
   De todas maneras, "las de su sexo" no parecen haber gozado, en términos generales, de una formación más allá de las "obras curiosas y de educación"; en todo caso, no en lo relativo a lecturas económicas.

   Dado que no existen estudios sistemáticos sobre las librerías coloniales, resulta arriesgado extraer conclusiones precisas acerca de cómo se repartía el universo de los propietarios de libros de economía. No obstante, la tendencia parece indicar que los mayores propietarios de obras económicas fueron los funcionarios de la administración virreinal (comprendidos los juristas) y los clérigos, los militares y otros grupos menores.
   La virtual primacía de burócratas podría explicarse, a fines del siglo XVIII, por el asiento de una cada vez más compleja administración colonial y por una preparación intelectual mayor que el promedio, que normalmente tenía lugar en la Península, al menos para los cargos más altos (allí los oidores, los fiscales o los relatores, por ejemplo, debían acreditar estudios jurídicos universitarios no inferiores a diez años (Rípodas Ardanaz, 1975: 503). Este hecho marcaba diferencias entre las bibliotecas formadas en España y las constituidas en América, y permite establecer comparaciones sobre la circulación y las posibilidades de acceso a determinada literatura en las ciudades americanas. El caso de los juristas se encontraba en estrecha relación con sus posibilidades, primero, de cursar estudios en Córdoba y Charcas y, segundo, de insertarse laboralmente en la ciudad. 
   Entre los poseedores de libros de economía que se han analizado en el presente estudio, los casos de Fernández y Ansotegui representan al funcionario español que cursó sus estudios en la Península y desarrolló funciones en la administración del recién creado virreinato del Río de Plata. Francisco Tomás de Ansotegui se desempeñó como oidor de la Real Audiencia de Buenos Aires desde 1790 hasta 1810, año en que fue embarcado hacia España junto con los demás oidores por decisión de la Primera Junta, mientras que Manuel Ignacio Fernández fue Intendente de Ejército y Real Hacienda de Buenos Aires entre 1778 y 1783 y, aunque falleció en Madrid en 1790, dejó su biblioteca en el Río de la Plata.
   Los casos de Francisco Pombo de Otero, Facundo de Prieto y Pulido, Pedro de Altolaguirre, José Cabezas Henríquez, Mariano Izquierdo y Manuel José de Lavalle son diferentes. Los dos primeros son los de quienes, siendo de origen español, estudiaron y desarrollaron su actividad en una ciudad colonial. Pombo de Otero era originario de Galicia, cursó jurisprudencia en la universidad de Chuquisaca, donde obtuvo el título de doctor y la licencia para ejercer la práctica forense. En Buenos Aires desempeñó su profesión de forma privada y ocupó diversos cargos menores en la burocracia virreinal. (Levaggi, 1980: 475- 478). Prieto y Pulido era natural de Castilla, recibió el título de bachiller en Sagrados Cánones y Leyes en la universidad chuquisaqueña y, luego de pedir que se permitiese realizar la práctica forense en Buenos Aires debido a sus múltiples y urgentes empeños públicos (lo cual le trajo más de un inconveniente), logró el cargo de Escribano de Cámara de la Real Audiencia de Buenos Aires en subasta pública desde 1785 hasta 1798, año de su muerte (Parada, 2002: 36-37). Por su parte, Altolaguirre, Cabezas Henríquez y Lavalle representan al tipo de funcionario cuyo cargo lo lleva fuera de su lugar de origen; el primero, nacido en Buenos Aires, ejerció como tesorero de la Real Casa de Moneda en Potosí; el segundo, limeño, fue oidor decano de la Real Audiencia de Buenos Aires desde 1787 hasta 1798. Mariano Izquierdo muestra la trayectoria frecuente de familias mercantiles metropolitanas con negocios en Indias. Nacido en Quito, hijo de un comerciante de Cádiz, luego de pasar algunos años en Cádiz, estudió en la universidad de Chuquisaca. En Buenos Aires desempeñó diversos cargos en la administración virreinal, hasta 1807, año de su repentina muerte (Rípodas Ardanaz, 1984). Lavalle, finalmente, nació en Trujillo, pero desempeñó diversos cargos de importancia en diversas provincias del interior, la Capitanía General de Chile y Buenos Aires. Su desempeño se prolongó durante la época revolucionaria, como administrador de la aduana de esta última ciudad desde 1812 (Piccirilli, 1954: 733).
   Cuatro librerías porteñas de eclesiásticos poseían libros de economía: la del obispo Azamor, la del canónigo Maziel, la de Pueyrredón y la de Saturnino Segurola y Lezica. En este último caso -y en evidencia de las limitaciones que presenta el manejo de este tipo de fuentes- si bien se ha encontrado un sólo título que corresponde a una obra económica, es evidente que su propietario conocía y había leído muchas más, como demuestra su polémica con Cerviño, por ejemplo, reseñada por Di Stefano (Di Stefano, 2004). De las conocidas hasta el momento para Buenos Aires, las dos primeras son las de mayor cuantía (1069 y 423 volúmenes, respectivamente); sin embargo, estas cifras pueden ser relativas: un estudio de las bibliotecas de funcionarios chuquisaqueños revela que existían para la misma época por lo menos dos que poseían entre 1000 y 1500 volúmenes (Di Stefano, 2004: 74 y ss.).
   Se ha mencionado en páginas anteriores el rol trascendente del clero en el marco de la sociedad virreinal. Miembros del clero formaron parte de la minoría culta que ostentaba jerarquías sociales y políticas de prestigio y se transformaron en los difusores -desde las aulas o desde el púlpito- de las novedades en boga. Leyeron, enseñaron e hicieron circular libros, trayéndolos de Europa o prestando los propios a quienes no poseían licencia para leer materiales prohibidos; en todo caso, fueron protagonistas de los vaivenes intelectuales de la época ilustrada. Maziel es un ejemplo paradigmático de la inserción social de los sacerdotes en la vida pública de fines de la colonia. Un papel similar, aunque ya en las primeras décadas independientes, fue desempeñado por Saturnino Segurola y Lezica, profesor, primer bibliotecario y posteriormente director que tuvo la flamante biblioteca pública de Buenos Aires, y por el párroco Feliciano Pueyrredón (1767-1826), abocado con el mismo ahínco tanto a la pastoral como a temas de salud y de desarrollo local.
   La presencia clerical no sólo se manifestaba en el ámbito del público lector rioplatense, en la medida en que formaban parte de la elite urbana, sino además por medio de los sermones publicados que circulaban normalmente dentro de los círculos eclesiásticos y de los fieles, a través del púlpito, o por la influencia o participación directa de miembros del clero en funciones políticas de la ciudad. Dos ejemplos bastan. El obispo de Buenos Aires entre 1803 y 1812, Benito de Lué y Riega (de quien se conserva el inventario de sus bienes correspondiente a 1812), tuvo una participación activa en el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810, en defensa de la monarquía española. El inventario de los bienes de Rodrigo Antonio de Orellana, obispo de Córdoba de 1809 a 1818, corresponde a la confiscación de sus bienes en 1810, a raíz de su participación en la reacción realista encabezada por Liniers (Grenon, 1961: 263-274). Mariluz Urquijo ha destacado el "incomparable poder de penetración que llegaba a cultos e ignorantes y que hasta los analfabetos privados de enseñanza escolar no dejaban de recibir su mensaje repetido incesantemente" (Mariluz Urquijo, 1998: 149).
   La difusión de sermones célebres tenía la doble función pedagógica y piadosa, tanto para los miembros del clero como para los fieles. Sin embargo, cuando ciertos sermones poseían implicaciones políticas, económicas o de otro tipo, se transformaban en un canal privilegiado y efectivo de circulación de ideas. Entre los que se publicaron en la época, los de San Alberto, obispo en Córdoba y La Plata, fueron los que alcanzaron mayor difusión (al menos, con mayor representación en las bibliotecas), junto a su Carta Pastoral(1791), editada en Buenos Aires por la imprenta de Niños Expósitos (Martini, 1999: 316). Ejemplares de las obras de San Alberto se hallaban en las bibliotecas de los eclesiásticos cordobeses Nicolás Videla del Pino (Biedma, 1944-45) y Rodrigo Antonio de Orellana, y en la de Manuel Azamor y Ramírez; también figuraban en las de los funcionarios virreinales (laicos) Manuel Gallego, José Cabezas Henríquez y Facundo de Prieto y Pulido.
   El coronel de caballería Ignacio Flores y el marino Santiago de Liniers y Bremont son exponentes, aunque atípicos, del sector militar. El primero era originario del reino de Quito, viajó por varios países de Europa, fue profesor de lenguas y matemáticas en el seminario de Nobles de Madrid, participó en la colonización de Sierra Morena y, en tierras americanas, en la pacificación que sobrevino al levantamiento de Tupac Amaru. Fue nombrado presidente interino de la Audiencia de Charcas y presidente efectivo y gobernador intendente en 1783. En 1786 testó y murió en Buenos Aires, a donde había debido trasladarse para explicar su actuación durante ciertos disturbios populares en La Plata (Rípodas Ardanaz, 1975: 510). La trayectoria de Liniers nos es bien conocida: marino francés al servicio de la corona española, cumplió distintas funciones políticas y militares en el Río de la Plata y en Misiones, hasta que con posterioridad a las invasiones inglesas fue nombrado virrey por su destacada actuación en la reconquista de la ciudad. Murió ajusticiado por su participación en el intento contrarrevolucionario de Cabeza del Tigre. Junto a él, murió el coronel Santiago Alejo de Allende, del que no se poseen mayores datos.
   Obsta abundar, finalmente, en las trayectorias de Juan Hipólito Vieytes y Bernardo de Monteagudo. Criollos que tuvieron una activa actuación política y militar durante el proceso revolucionario y las guerras de independencia, propietario de una jabonería el primero, doctor en leyes el segundo, la vida pública de ambos está ligada a los primeros años independientes.
   Los datos que se han venido comentando se volcaron en el siguiente cuadro:

Cuadro 1: Propietarios de obras económicas según su actividad

Cuadro 1: Funcionarios de la administración: Ansotegui, Pombo de Otero, Prieto y Pulido, Altolaguirre, Cabezas Henríquez; Fernández; Escalada, Lavalle. Eclesiásticos: Azamor y Ramírez, Maziel, Segurola, Chorroarín, Pueyrredón, pbro. José González.Militares: Flores, Liniers, Santiago de Allende; Juristas: Izquierdo, Monteagudo. Comerciantes: Lavardén, Itiuarte. Notarios: Antonio José de Ayala. Otros: José Serrano (obrero tonelero), José del Solar (desconocido), Vieytes (jabonería), Paderne y Andrade (desconocido), Tomás Sáinz de la Peña (desconocido)

   Con respecto al origen de los propietarios de literatura económica, de los veinticinco que constituyen nuestro corpus, siete de ellos eran españoles, 6 eran oriundos de Buenos Aires, 4 pertenecían a distintas ciudades del virreinato del Río de la Plata, 3 a ciudades de otros virreinatos, y un francés (aunque vinculado en más de un sentido al ámbito español). De seis propietarios se desconoce el origen. Según los datos disponibles, los criollos aparecen en mayoría.

Cuadro 2: Propietarios de obras económicas según origen

Cuadro 2Españoles: 5; criollos: Buenos Aires: 6, Santa Fe: 1, San Antonio de Areco: 1, Tucumán: 1, La Plata: 1, Quito: 1, Lima: 1, Trujillo: 1; Europeos: francés: 1; Desconocidos: 8.

   Los datos relevados sugieren una doble revisión: por una parte, la importancia que otorgada al acceso a lecturas consideradas peligrosas restringido a un grupo de intelectuales, teniendo en cuenta que la circulación de libros era - como se ha visto- mucho más fluida de lo que se creía y que las posibilidades de lectura no estaban asociadas necesariamente a la posesión de los textos. Rípodas apunta, por ejemplo, que, más de veinte años después de la muerte en Buenos Aires de Ignacio Flores, un treinta y nueve por ciento de sus libros fueron comprados por el secretario del Virreinato Manuel Gallego y, años más tarde, de la misma manera fueron a parar sucesivamente a los estantes de la librería del ex virrey Santiago de Liniers, de Luis José Chorroarín, rector del Colegio de San Carlos, y de Hipólito Vieytes (Rípodas Ardanaz, 1975: 520).

   Por otra parte, se plantea la cuestión de la "originalidad" de las lecturas de ciertos precursores del pensamiento económico de fines del XVIII. Evidentemente, las mismas lecturas económicas circulaban tanto entre quienes presuntamente estaban alejados de cualquier veleidad revolucionaria, como entre los que luego tuvieron una participación decisiva en ella. El acceso a las nuevas lecturas por parte de los burócratas coloniales seguramente se inscribía en el fomento de las ideas ilustradas por parte de la Corona española. Un esfuerzo que en principio no desconfiaba, como se ha visto, de la inocuidad de las obras de economía.

Hacia la definición del universo de lecturas económicas
   En el dilatado espacio colonial americano, existía un cúmulo de lecturas compartido, con similares intereses en lo que respecta a las áreas temáticas de lectura. Por supuesto, había particularidades locales, pero en todas partes era evidente la preocupación finisecular por las cuestiones prácticas y útiles; en este contexto, la economía ganaba paulatinamente un espacio mayor. Autores como Campomanes, Mirabeau, Genovesi o Adam Smith eran, en mayor o menor medida, recurrentes (Rípodas Ardanaz, 1989: 480). Para Leonard, laTheorica y practica de comercio del mercantilista Jerónimo de Ustáriz fue la obra económica española más conocido del siglo, según las tres ediciones que tuvo y su traducción al inglés y el francés (Leonard y Smith, 1944: 87). Sin embargo, del análisis de los inventarios revisados de las bibliotecas de Buenos Aires resulta que el texto de Ustáriz sólo aparece dos veces, uno propiedad de Facundo de Prieto y Pulido y otro entre los libros que el notario Antonio José de Ayala le encargara al librero José de Silva y Aguiar (Torre Revello, 1965: 104). Es tanto más llamativa su escasa presencia por cuanto esta obra data de 1724, si se tiene en cuenta la relativa rapidez con que llegaban las obras europeas. No se trataría en este caso de una cuestión de novedad de la edición, ni de que sufriera inconvenientes para circular, puesto que no figuraba en el Índice. Es posible que una ampliación del muestreo de bibliotecas corrija esta tendencia.

   Algo similar ocurre con la Riqueza de las naciones de Smith, cuya edición original data de 1776, y con la traducción española de Ortiz, de 1794, que había sido expurgada de los elementos "peligrosos". De todos los inventarios revisados, sólo se la halló en el de Juan Hipólito Vieytes, correspondiente al año de su muerte en 1815, y como donación de Chorroarín a la Biblioteca Nacional, en la traducción de Condillac. De hecho, según Robert S. Smith, fueron Vieytes y Belgrano los difusores de las ideas de Adam Smith en el Río de la Plata, recién a partir de la primera década del siglo XIX, a través de las páginas del Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, y el Correo de Comercio, respectivamente (Smith, 1957: 121 y ss.). En los años posteriores, su difusión alcanzó niveles mucho más altos. Es altamente probable que al menos las ideas -si no la obra- de Smith se conocieran en el Río de la Plata a fines del siglo XVIII, a través de autores españoles que las reelaboraban según las necesidades de la Metrópolis o se inspiraban en ellas para comprender las realidades locales. De esta manera, irían facilitando la comprensión de ciertas nociones caras al liberalismo.
   En relación con esto, una segunda característica es el predominio de obras de los ilustrados españoles como Campomanes o Ward (en este contexto, sorprende la ausencia de las de Jovellanos, como el Informe de la Ley Agraria, que tanta difusión alcanzó en la Península por esos años). A fines del siglo XVIII, los funcionarios Pedro de Altolaguirre, Mariano Izquierdo, Facundo de Prieto y Pulido y José Cabezas Henríquez (1798) poseían entre sus libros el Tratado de Regalía de Amortización de Pedro Rodríguez de Campomanes. Por la misma época, este libro figuraba en la biblioteca del clérigo y maestro José González, la de José del Solar, la de Chorroarín y la del obispo Azamor y Ramírez (1796). Del mismo autorel Discurso sobre la Educación Popular de los artesanos y su fomento (1775), se encontraba entre las pertenencias del coronel Santiago Alejo de Allende, las del intendente Manuel Ignacio Fernández, las de Mariano Izquierdo y las de Facundo de Prieto y Pulido; estos dos últimos poseían también el Apéndice a la educación popular y el Discurso sobre el fomento de la industria popular (1774). Ésta figuraba también en el repertorio bibliográfico de Manuel Gallego y Cabezas Henríquez.
   Por su parte, el Proyecto Económico de Bernardo Ward (junto a la Ciencia de la legislación de Filangieri) está mencionado por Alejandro E. Parada (1998) como uno de los libros que marcaron una constante histórica en los hábitos de lectura, desde el período hispánico hasta 1830. Se contaba en las bibliotecas de Pedro de Altolaguirre, de Manuel Gallego, de Chorroarín, de Santiago de Liniers y de Hipólito Vieytes. La perduración de la obra de Filangieri se ha adjudicado a su vinculación con las necesidades de los nuevos estados americanos de llenar el vacío jurídico dejado por la independencia de España y las guerras civiles. El obispo Azamor y Ramírez poseía dos ediciones de Ciencia de la Legislación, una traducción española, fechada en Madrid en 1787-1789, y otra en italiano, de 1782-1784, en Venecia (Rípodas Ardanaz, 1994: 41). En 1812, también figuraba entre los bienes de Manuel José de Lavalle y los de Francisco Tomás de Ansotegui. De su biblioteca se ha dicho que "no sobresale por el número de volúmenes ni por la rareza de sus piezas bibliográficas, y su interés para el investigador actual no deriva de ser una biblioteca extraordinaria, sino justamente lo contrario. Es la biblioteca de trabajo de un jurista corriente, que carece de pretensiones de bibliófilo, y que sólo aspira a conocer lo fundamental de su profesión sin el prurito de dominar los ápices del derecho" (Mariluz Urquijo, 1955-1956: 141). De esto se desprende que la Ciencia de la Legislación era considerada primordialmente un libro de derecho (por lo cual las nociones económicas se derivaban de aquél) y, por tanto, resultaba de interés para los juristas. Sin embargo, como se ha mencionado, las lecturas no estaban demasiado estrechamente compartimentadas según la profesión de los lectores, como es posible suponer en este caso por la posesión de esta obra por parte de dos obispos.
   Si bien se ha afirmado la influencia económica de Genovesi y Galiani en círculos criollos ilustrados como el que reunía, entre otros, a Manuel Belgrano (Chiaramonte, 1982: 109), no se han encontrado registros de la presencia de la obra Della moneta (1750) ni de Dialogues sur le commerce des bleds (1769) - su primera versión española data de 1775- de Ferdinando Galiani. En cambio, la traducción que realizara Victorián de Villava de las Lecciones de Comercio existía entre las posesiones de Mariano Izquierdo, de Francisco Pombo de Otero, de Tomás Sáinz de la Peña y del obispo Azamor.
   En el inventario de Liniers figura El comercio y el gobierno considerados en relación mutua de Condillac (Le commerce et le gouvernement considérés relativement l'un à l'autre: ouvrage élémentaire), seguramente en francés. Y la misma obra fue donada a la Biblioteca Nacional en 1812 por la viuda de Lavardén. La fisiocracia está presente en una de las obras capitales de esta escuela, L'Ami des Hommes, de Mirabeau, en las librerías de Prieto y Pulido, y del canónigo Maziel. Las Máximas de Quesnay en la traducción de Belgrano pasó como donación de Escalada a la Biblioteca Pública.
   Otras obras económicas de trascendencia que aparecen en los inventarios de las bibliotecas porteñas que se han examinado, son la Recreación política de Arriquívar, propiedad de Mariano Izquierdo, de Chorroarín y de un desconocido Paderne y Andrade, las Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la Economíapolítica y sobre las leyes criminales de Valentín de Foronda, figuran entre las pertenencias del obispo Azamor y Ramírez, del comerciante Juan Bautista Ituarte y de Luis Chorroarín, y el Nuevo Sistema de Gobierno económico para América de Campillo, entre las de Saturnino Segurola y de Luis Chorroarín. Bernardo de Monteagudo y Feliciano Pueyrredón poseían además la Historia del Lujo de Sempere y Guarinos. En el marco del universo seleccionado no son representativas; sin embargo, si se amplía la muestra, es probable que aumenten su participación.
   Renglón aparte merece el comentario acerca de la presencia del impreso Reglamento para el comercio libre de España e Indias. Se evidencia su importancia para el intendente Manuel Ignacio Fernández o para funcionarios como Facundo de Prieto y Pulido o José Cabezas Henríquez. "Curioso es señalar - señala Torre Revello- que entre los escasos libros que poseía José del Solar (...) figuraban las Fábulas de Esopo, unTratado de la Regalía de Amortización y el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio libre de España a Indias, impreso éste que los tasadores consideraron como "inútil" al tener que fijarle precio" (Torre Revello, 1965: 49). Incluso un obrero tonelero, José Serrano, lo contaba entre sus muy pocos libros, lo cual debe llamar a un estudio más profundo acerca de los límites del alfabetismo y la lectura en las clases medias y bajas de la sociedad finicolonial; aunque, se sabe, los obreros calificados gozaban, en el Buenos Aires colonial, de una situación económica y social mejor que, por ejemplo, los peones o los jornaleros urbanos o rurales (Johnson, 1990).

   Los datos obtenidos fueron volcados en los siguientes cuadros:

Cuadro 3. Obras de economía presentes en librerías coloniales

Nota: el Reglamento y Aranceles Reales para el Comercio libre de España a Indias no se incluyó en el listado, en razón de su carácter normativo (aparecía en 6 librerías)7.

Cuadro 4. Origen de los autores de obras económicas
   
La primacía abrumadora de las obras económicas de autores peninsulares puede interpretarse en el marco de la ilustración "española", como expresión de que los vínculos culturales que unían las colonias con la Metrópolis se mantenían vigorosos. Empero, podrían documentar también el carácter de "mediador" de estas obras, hecho que se reforzaría con la idea de que, al menos hasta los últimos años coloniales y probablemente aún después, las versiones más genuinas del liberalismo llegaban de la mano de autores asimilados al esfuerzo de la Corona o, al menos, aceptados por ella -Campomanes, Genovesi, etc- para revertir una decadencia que se temía irreversible.
Una última vuelta de página
   A fines del siglo XVIII, las bibliotecas porteñas mostraban una coexistencia de obras antiguas y modernas menos conflictiva de lo que se ha supuesto. Lectores que "participaban de dos mundos" aún en la primera década revolucionaria, el verdadero cambio en los gustos literarios se habría producido recién con las reformas rivadavianas (Parada, 1998a: 347). Se acentuó el interés por las cuestiones económicas y por las novedades en este campo. La biblioteca de Bernardino Rivadavia ejemplifica esto de manera muy gráfica: el espíritu ilustrado todavía estaba presente en la amalgama de textos típicamente diciochescos con otras más recientes, de autores españoles, italianos, franceses e ingleses. Las obras de Montesquieu, el Compte Rendu de Necker, la Ciencia de la Legislación de Filangieri, el Informe de Jovellanos, el Tratado de Regalía de Amortización de Campomanes y el Proyecto Económico Ward, convivían con las de Bentham, laEconomie Politiquede Say, el Tratado de la Población de Malthus o la Economie Politiquede Sismondi (Piccirilli, 1943: 606-622).

   A instancias de la Junta de gobierno, en septiembre de 1810 se ordenó al obispo Lué y Riega que entregara los libros de Manuel Azamor y Ramírez que aún se conservaban en el Seminario. El destino era la Biblioteca Pública que se proyectaba crear. El itinerario de esos libros marca la transición de la biblioteca privada a la pública. Y de los últimos años coloniales a la época independiente.

Notas
1 Este episodio así como la consulta de sus cartas fueron extraídos de Rípodas Ardanaz (1977-1978).
2 Se sabe, por ejemplo, que José Antonio Escalada compró el Proyecto económico en que se proponen varias providencias dirigidas a promover los intereses de España de Ward (1779) y el Discurso sobre el fomento de la industria popular (1774) de Campomanes que había pertenecido a Manuel Gallego (Mariluz Urquijo, 1974: 127).
3 Según Rípodas Ardanaz, de las bibliotecas rioplatenses conocidas hasta el momento, las diez más importantes correspondieron a Manuel Azamor y Ramírez (1069 obras), Juan Baltasar Maziel (423), Facundo de Prieto y Pulido (336), Francisco Pombo de Otero (200), Claudio Rospigliosi (166), Manuel Gallego (159), Manuel Cabeza Henríquez (131), Juan Manuel de Lavardén (126) y Mariano Izquierdo (113). (Rípodas, 1984: 311). De ellas, no se han localizado aún las de Rospigliosi y Lavardén. De entre laslibrerías que contenían libros de economía, se revisaron también las del obrero tonelero José Serrano fallecido en Buenos Aires en 1790, la de Antonio José de Ayala (1770), notario del que se conserva la lista de libros encargados al librero José de Silva y Aguiar; y José del Solar (1791). (Torre Revello, 1965: 92-108). Del maestro y pedagogo José González y del intendente de Ejército y Real Hacienda de Buenos Aires Manuel Ignacio Fernández, Pedro Alcántara de Arredondo, Tomás Sáinz de la Peña, Manuel José de Lavalle y Santiago Alejo de Allende sólo se han tenido referencias parciales en la obra de Furlong (1944), así como en el apéndice VII el detalle completo del inventario de la biblioteca de Santiago de Liniers. La biblioteca de Vieytes se ha consultado en Torre Revello (1956a: 72-89) y la de Monteagudo en Fregeiro (1879: 433-436), la de Maziel en Probst (1946), la de Prieto y Pulido en Levene (1950: 27-51), la de Pombo de Otero en Levaggi (1980: 475-500), la librería de Mariano Izquierdo en Rípodas Ardanaz (1984: 303-336), la de Altolaguirre en Torre Revello (1956b: 153- 162), la de Funes en Furlong (1939: 382-387, la de Rivadavia en Piccirilli (1943: 606-622), la de Gallego en Mariluz Urquijo (1974: 126-132), la de Ansotegui en Mariluz Urquijo (1955-1956: 140-146), la de Ortega en Caillet Bois (1929: iii-xiii) y la Pueyrredón en García Belsunce (1997: 187-216). Asimismo, se han tenido referencias indirectas de los contenidos de obras económicas de las bibliotecas privadas de Luis José Chorroarín (rector del Colegio de San Carlos y luego de la flamante Biblioteca Nacional), Manuel José Lavardén (literato y comerciante), Manuel José de Lavalle, Antonio José de Escalada (canciller de la Real Audiencia), Juan Bautista Ituarte y Antonio Paderne y Andrade, a partir del inventario de donaciones a la Biblioteca Pública de Buenos Aires (Revista de la Biblioteca Nacional, 1940, Nº 30 y siguientes). Estas referencias valen a lo largo del presente trabajo, por lo cual no volverán a citarse.
4 Parada llega a la misma conclusión para el período 1823-1828 (Parada, 1998: nota 392). Por otra parte, y para el período que nos ocupa, la llegada de periódicos peninsulares y aún de otras ciudades de Europa abonan la idea de que era posible mantenerse relativamente al día de las novedades. Resulta interesante destacar, siguiendo a Marcó del Pont, que en 1796 existían nada menos que ochenta lectores porteños de la Gaceta de Madrid, dos del Mercurio de España, y algo más de cien de la Guía de Forasteros (de España). José Marcó del Pont, El Correo Marítimo en el Río de la Plata, Buenos Aires, 1913, p. 88. (Torre Revello, 1940: 125). De hecho, en los inventarios de bibliotecas aquí analizados figuraban colecciones de periódicos peninsulares, tales como el Semanario Erudito (Chorroarín), o El Correo General de España (Belgrano), por mencionar sólo dos ejemplos entre tantos otros.
5 Jesús Astigarraga atribuye a Victorián de Villava la traducción de unas Reflexiones sobre la libertad del comercio de frutos del Señor Cayetano Filangieri, Caballero del orden de S. Juan (1784), que reproducen fragmentos de la Ciencia de la Legislación, y habrían de constituir el primer contacto en España con la obra del napolitano (la primer traducción completa realizada por Jaime Rubio data de 1787-1789) (Astigarraga, 1997: 171-186).
6 Sin embargo, en la lista de egresados de la Universidad de Chuquisaca éste figura sólo entre quienes obtuvieron el segundo de los grados mencionados (Cutolo, 1963: 89).
7 Las obras encontradas coinciden con las presentes en las librerías de los funcionarios de Charcas, estudiadas por Rípodas, aunque no guardan la misma relación numérica. Están presentes las obras de Genovesi (2), Ulloa (2), Filangieri (1), Uztáriz (1), Smith (1), Campomanes (1), Mirabeau (1). (Rípodas, 1975: 531).
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