Juan B. Alberdi. |
Juan Bautista
Alberdi*
Toutes les aristocraties, anglaise, russe, allemande,
n’ont besoin
n’ont besoin
que
de montrer une chose en témoignage contre la France: ––les
tableaux
qu’elle fait d’elle même par la main de ses grands écri-
vains, amis la plupart du
peuple et partisans du progrès.
................................................
Nul
peuple ne résisterait à une telle épreuve. Cette manie singu-
liére
de se dènigrer soimême, d’étaler ses plaies, et comme d’a-
ller
chercher la honte, serait mortelle à la longue.
J. MICHELET
Hoy más que nunca, el que ha nacido en el hermoso
país situado entre la Cordillera de los Andes y el Río de la Plata tiene
derecho a exclamar con orgullo: Soy argentino.
En el suelo
extranjero en que resido, no como proscripto, pues he salido de mi patria según
las leyes, sino por franca y libre elección,
como puede residir un inglés o un francés alejado de su país por
conveniencia propia; en el lindo país que me hospeda y tantos goces brinda al
que es de fuera, sin hacer agravio a su bandera, beso con amor los colores
argentinos y me siento vano al verles más ufanos y dignos que nunca.
La verdad sea dicha sin mengua de nadie: los colores
del Río de la Plata no han conocido la derrota ni la defección. En las manos de
Rosas o de Lavalle, cuando no han patrocinado la victoria han presidido a la
libertad. Si alguna vez han caído en el polvo, ha sido ante ellos propios; en
guerra de familia, nunca a la planta del extranjero.
Guarden, pues, sus lágrimas los generosos llorones
de nuestras desgracias; que, a pesar de ellas, ningún pueblo de esta parte del
Continente tiene derecho a tributarnos piedad.
La República Argentina no tiene un hombre, un
suceso, una caída, una victoria, un acierto, un extravío en su vida de nación
de que deba sentirse avergonzada. Todos los reproches, menos el de villanía.
Nos viene este derecho de la sangre que corre en nuestras venas: es la
castellana; es la del Cid, la de Pelayo.
Lleno de efusión patriótica y poseído de esa
imparcialidad que da el sentimiento puro del propio nacionalismo, quiero
abrazarlos todos y encerrarlos en un cuadro; cegado alguna vez del espíritu de
partido he dicho cosas que han podido halagar el oído de los celos rivales; que me oigan ellos hoy algo
que no les parecerá tan halagüeño: ¿no habrá disculpa para el egoísmo de mi patriotismo
local, cuando la parcialidad a favor del propio suelo es un derecho de todos?
Me conduce a más de esto
una idea seria, y es la de la necesidad que todo hombre
de mi país tiene de recapacitar hoy sobre el punto
en que se halla nuestra familia nacional, qué medios políticos poseemos sus hijos, qué
deberes nos cumplen, qué necesidades y votos forman la orden del día de la afamada
República Argentina.
No sería extraño que
alguien hallase argentino este panfleto, pues voy a escribirlo
con tintas de colores blanco y azul.
Si digo que la República
Argentina está próspera en medio de sus conmociones,
asiento un hecho que todos palpan; y si agrego que
posee medios para estarlo más que todas, no escribo una paradoja.
No habrá hombre que me niegue que su estado es
respetable, y que él nada tiene de vergonzoso. ¿Por qué no decirlo alguna vez
con la frente descubierta? La República Argentina ha podido conmover la
sensibilidad extraña con los cuadros de su guerra civil; ha podido parecer
bárbara cruel, pero nunca ha sido el ridículo de nadie; y la desgracia que no
llega hasta la befa está lejos de ser la última desgracia.
En todas épocas la
República Argentina aparece al frente del movimiento de esta América. En lo
buenos y en lo malo su poder de iniciativa es el mismo: cuando no se arremeda a
sus libertadores, se imita a sus tiranos.
En la revolución, el plan
de Moreno da vuelta a nuestro continente.
En la guerra, San Martín
enseña a Bolívar el camino de Ayacucho.
Rivadavia da a la América
el plan de sus mejoras e innovaciones progresivas. ¿Qué hombre de Estado antes
que él puso a la orden del día las cuestiones de caminos, canales, bancos,
instrucción pública, postas, libertad de cultos, abolición de fueros, reforma
religiosa y militar, colonización, tratados de comercio y navegación,
centralización administrativa y política, organización del régimen
representativo, sistema electoral, aduanas, contribuciones, leyes rurales,
asociaciones útiles, importaciones europeas de industrias desconocidas? La compilación
de los decretos de su época es un código administrativo perfecto; como los
decretos de Rosas, contienen el catecismo del arte de someter despóticamente y
enseñar a obedecer con sangre.
De aquí a veinte años
muchos Estados de América se reputarán adelantados porque
estarán haciendo lo que Buenos Aires hizo treinta
años ha; y pasarán cuarenta antes que lleguen a tener su respectivo Rosas. Digo su Rosas
porque le tendrán. No en vano se le llama desde hoy hombre de América. Lo es en verdad,
porque es un tipo político que se hará ver alrededor de América como producto lógico de lo que en
Buenos Aires lo produjo y existe en los Estados hermanos. En todas partes el naranjo,
llegando a cierta edad, da naranjas. Donde haya Repúblicas españolas formadas de antiguas
colonias, habrá dictadores, llegando a cierta altura el desarrollo de las cosas.
No se aflijan ellas por
esta idea. Esto es decir que avanzarán tanto como hoy lo está la República
Argentina, no importa por qué medios. Rosas es un mal y un remedio a la vez: la
América lo dice así respecto de Buenos Aires; y yo lo reproduzco como
verdadero, respecto de la América, para más adelante.
No es éste un maligno y
vengativo presagio de un mal deseado. Aunque opuesto a Rosas, como hombre de
partido, he dicho que escribo esto con colores argentinos.
Rosas no es un simple
tirano a mis ojos. Si en su mano hay una vara sangrienta de fierro, también veo
en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido
para no conocer lo que es Rosas, bajo ciertos aspectos.
Sé por ejemplo, que Simón
Bolívar no ocupó tanto el mundo con su nombre, como el actual Gobernador de
Buenos Aires.
Sé que el nombre de
Washington es adorado en el mundo, pero no más conocido que el de Rosas.
Los Estados Unidos, a pesar de su celebridad,
no tienen hoy un hombre público más expectable que el general Rosas. Se habla de él
popularmente de un cabo al otro de la América, sin haber hecho tanto como Cristóbal
Colón. Se le conoce en el interior de Europa más o menos como a un hombre visible de
Francia o Inglaterra, y no hay lugar en el mundo donde no sea conocido su nombre, porque
no hay uno adonde no llegue la prensa inglesa y francesa, que hace diez años le repiten día por día.
¿Qué orador, qué escritor célebre del siglo XIX no le ha nombrado, no ha hablado de él
muchas veces? Guizot,
Thiers, O´Connell, Lamartine, Palmerston, Aberdeen, ¿cuál es la celebridad
parlamentaria de esta
época que no se haya ocupado de él hablando a la faz de la Europa?
Dentro de poco será un héroe de romance; todo está
en que un genio joven, recordando lo que Chateaubriand, Byron y Lamartine deben a los
viajes, se lance a través del Atlántico en busca del inmenso y virginal terreno de explotación
poética, que ofrece el país más bello, más espectable y más abundante en
caracteres sorprendentes del Nuevo Mundo.
Byron, que alguna vez
pensó en visitar a Venezuela, y tanto ansió por atravesar la
línea equinoccial, habría sido atraído a las
márgenes del inmenso Plata, si durante sus días hubiese vivido el hombre que
más colores haya podido ofrecer, por su vida y carácter, a los cuadros de su
pincel diabólico y sublime: Byron era el poeta predestinado de Rosas; el poeta
del Corsario, del Pirata, de Mazzepa, de Marino Faliero. Sería preciso que el
héroe como el cantor pudieran definirse ángel o demonio, como Lamartine llamó
al autor de Childe-Harold.
Sería necesario no ser argentino para
desconocer la verdad de estos hechos, y envanecerse de ellos, sin mezclarse a
examinar la legitimidad del derecho con que ellos ceden en honra de la
República Argentina, bastando fijarse en que la gloria es independiente a veces
de la justicia, de la utilidad y hasta del buen sentido común.
Así, yo diré con toda
sinceridad una cosa que considero consecuente con lo que dejo expuesto: Si se
perdiesen los títulos de Rosas a la nacionalidad argentina, yo contribuiría con
un sacrificio no pequeño al logro de su rescate. Me es fácil declarar que
explicar el motivo porque me complazco en pensar que Rosas pertenece al Río de
la Plata.
Pero, cuando hablando
así, se nombra a Rosas, se habla de un general argentino, se habla de un hombre
del Plata, o, más propiamente, se habla de la República Argentina. Hablar de la
espectabilidad de Rosas, es hablar de la espectabilidad del país que representa.
Rosas no es una entidad que pueda concebirse en abstracto y sin relación al
pueblo que gobierna. Como todos los hombres notables, el desarrollo
extraordinario de su carácter supone el de la sociedad a que pertenece. Rosas y
la República Argentina son dos entidades que se suponen mutuamente: él es lo
que es, porque es argentino; su elevación supone la de su país; el temple de su
voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia, no son rasgos suyos, sino del pueblo, que él refleja
en su persona. La idea de un Rosas boliviano o ecuatoriano es absurdo. Solo el
Plata podía dar por hoy un hombre que haya hecho lo que Rosas. Un hombre fuerte
supone siempre otros muchos de igual temple a su alrededor. Con un ejército de
ovejas, un león a su cabeza sería hecho prisionero por un solo cazador.
Suprimid Buenos Aires y
sus masas y sus innumerables hombres de capacidad, y no tendréis Rosas.
Se le atribuye a él
exclusivamente la dirección de la República Argentina. ¡Error inmenso! El es
bastante sensato, para escuchar cuando parece que inicia; como su país, es muy
capaz de dirigir cuando parece que obedece.
Rosas no es Pedro de
Rusia. La grandeza argentina es más antigua que él. Rosas es posterior a
Liniers en cuarenta años; a Moreno, a Belgrano, a San Martín, en treinta; a Rivadavia,
en veinte. Bajo su dirección, Buenos Aires ha lanzado un no altanero a
la Inglaterra y a la Francia coaligadas; en 1807 hizo más que eso, sin tener a
Rosas a la cabeza: despedazó en sus calles 15.000 soldados de la flor de los
ejércitos británicos y arrebató los cien estandartes que hoy engalanan sus
templos.
En 1810, sin tener a
Rosas a su cabeza, hizo rodar por el suelo la corona que Cristóbal Colón
condujo al Nuevo Mundo.
El 9 de julio de 1816 la
República Argentina escribió la página de oro de su independencia, y el nombre
de Rosas no está al pie del documento.
En ese mismo año, los
ejércitos argentinos, treparon, con cañones y caballería, montañas dos veces
más altas que el Monte-Cenis y el San Bernardo, para ayudar a Chile a hacer lo
que se había consumado al otro lado; pero no es Rosas el que firma los
boletines victoriosos de Chacabuco y Maypo, sino el argentino don José de San
Martín.
Toda la gloria de Rosas,
elevada al cuadrado y multiplicada diez veces por sí misma, no forma un trofeo
comparable en estimación al estandarte de Pizarro obtenido por
San Martín, en su campaña del Perú de 1821.
Esto no es apocar el
mérito de Rosas. Esto es agrandar el mérito de la República Argentina; esto es
decir que no es Rosas el que ha venido a enseñarle a ser brava y heroica.
De aquí se sigue una
conclusión muy lógica y natural, a saber: que no bien habrá dejado Rosas de
figurar al frente de la República Argentina, cuando ya otro hombre tan notable
como él y otras escenas tan memorables como las suyas estarán llamando la
atención hacia la República que, desde los primeros días de este siglo, nunca
dejó de hacerse expectable, por sus hombres y sus hechos.
Pero, hoy mismo, ¿es
acaso Rosas y su partido lo único que ofrezca ella de extraordinario y digno de
admiración?
Eso sería ver una mitad
de la verdad, y no la verdad entera.
Eso sería ver una mitad
de la verdad, y no la verdad entera.
Nadie es grande sino
midiéndose con grandes. Se alaba mucho la heroica constancia de Rosas, pero la
constancia de su acción ¿no supone la de la resistencia que él trata de
extinguir? Si la pertinacia con que Rosas persigue a sus enemigos hace 20 años
ofrece ese interés de una voluntad que no cambia jamás, no es menos digna de
admiración la invariable tenacidad con que ellos reaccionan su poder por el
mismo espacio de tiempo.
No es mi ánimo entablar
aquí un paralelo comparativo del mérito de los dos partidos en que se divide la
República Argentina. Mitades de mi país, igualmente queridas, uno y otro, yo quiero
hacer ver el heroísmo que les asiste a los dos. En ambos se observan los
caracteres de un gran partido político: la América del Sur no presenta en la
historia de sus guerras civiles dos partidos más tenaces en su acción, más
consagrados a su idea dominante, más bien organizados, más leales a su bandera,
más claros en sus fines, más lógicos y consecuentes en su marcha.
Estas cualidades no
presentan tanto relieve en el partido unitario porque no ha tenido un hombre
solo en que él se encarne. No ha tenido ese hombre porque nunca lo tienen las
oposiciones que se pronuncian y organizan militarmente en el seno de las masas
populares; ha tenido infinitas cabezas en vez de
una, y por eso ha dividido y perturbado su acción, haciendo estériles sus resultados.
Pero ¿no es tan admirable
como la constancia de Rosas y los suyos la de esos hombres que en la patria, en
el extranjero, en todas partes luchan hace veinte años, arrostrando con firmeza
de héroes todas las contrariedades y sufrimientos de la vida extranjera, sin
doblegarse jamás, sin desertar su bandera, sin apostatar nunca bajo el manto de
esas flojas amalgamas, celebradas en nombre del derecho parlamentario?
Se han hecho reproches a
uno y otro, unas veces merecidos, las más veces injustos. El reaccionario
teniendo que luchar con masas sin disciplina, improvisando sus soldados, sus
jefes, su arreglo y sus recursos, ha sido objeto de desagradables imputaciones.
Pero ¿en qué reacción no se vieron excesos de ese género? La santa guerra de la
Independencia contra la España, ¿no presentó infinitos rasgos de esos que el
brillo del suceso y la justicia han dejado en el silencio? ¿No se oyen hasta
hoy murmuraciones secretas contra los grandes nombres de San Martín y Bolívar,
Carrera y O´Higgins, Monteagudo y La Mar, por actos inapercibidos, que en el
laberinto de una gran guerra practicaron las masas de su mando?
¡Revelad, a ver, con
justicia o sin ella, algún acto de cobardía, algún proceder de crapulosa
indignidad que manche la vida de los Rivadavia, Agüero, Pico, Alsina, Varela,
Lavalle, Las Heras, Olavarría, Suárez, y tantos otros alistados como jefes en
las filas nobles del partido unitario!
Este elogio no es un
rasgo de esa rutinera declamación de los partidos. Es la justa vindicación de
una mitad de la República Argentina.
Se imputan faltas y
extravíos a uno y otro. Los tienen tal vez, los han cometido, y el primero de
ellos es el de haberse lanzado a las armas, para desgarrarse mutuamente. Pero
una vez metidos en guerra –último extravío de la pasión y del calor- ¿ha podido
parecer extraño que incurriesen en algunos otros? ¿a cuál no conduce la fiebre
de una contienda de sangre, en que están empeñados el honor, la fe política, el
interés de una causa considerada como la de la patria misma?
El partido federal echó
mano de la tiranía; el unitario, de la Liga con el Extranjero. Los dos hicieron
mal. Pero los que han mirado esta Liga como crimen de traición, ¿por qué han
olvidado que no es menor crimen el de la tiranía? Hay, pues, en ello dos faltas
que se explican la una por la otra. Digo faltas, y no crímenes, porque es
absurdo pretender que los partidos argentinos hayan sido criminales en el abuso
de sus medios.
Rosas tiene quienes
comprendan sus miras, porque es vencedor. Los unitarios, no, porque están caídos.
Así es el mundo en sus fallos. Llama traidor a Lavalle, porque murió derrotado
en Jujuy. Si hubiese entrado victorioso en Buenos Aires, lo habría llamado
Libertador. Si O´Higgins y San Martín hubiesen sido derrotados en Maypo,
capturados y colgados al otro día en la plaza de Santiago; si otro tanto
hubiese sucedido a los revolucionarios de Setiembre y subsistiese hasta hoy la
dominación de los españoles, aquellos grandes de primer orden, estarían
olvidados como oscuros insurgentes, dignos del patíbulo, en que expiaran su traición.
La pasión, en su idioma
de embuste y de hipérbole, ha podido sólo dar el nombre de traición a la simple alianza militar de los unitarios, con las
fuerzas de la Inglaterra y de la Francia.
La traición es un crimen;
pero no hay crimen cuando no hay intención de obrar el mal. Es, pues, algo más
que un proceder ligero; ¡es un cato de imbecilidad el presumir que hombres de
la sinceridad, del calor, del patriotismo de Lavalle, Suárez, Olavarría, etc.,
hayan podido abrigar la intención de deshonrar los colores que defendieron
desde niños en cien combates de gloria y de honor, exponiendo su vida ante las
balas extranjeras! Si lo hubiesen hecho otros hombres sin los antecedentes de
aquéllos, el sofisma sería menos manifiesto. ¡Pero imputar traición a la
patria, a los que han creado y fundado la patria con su espada y con su sangre!
¡Lavalle, Paz, Rodríguez, que no tenían más fortuna que sus gloriosos trofeos
obtenidos en la guerra de la independencia de América, habían de tener la intención
de pelear, para después del triunfo entregar al extranjero la patria, su
independencia, sus insignias, y hasta su honor y libertad personales! Los
tiranos han gastado el sentido de la palabra traición abusando de ella; de modo que es raro que alguna vez,
sobre todo en países jóvenes y guerreros, se aplique con justicia. Pero cuando
se usa de ella contra los unitarios de la República Argentina, se comete algo
más que un error común: se comete, como he dicho, un acto de imbecilidad
inexcusable. Tiberio, el tenebroso y sangriento Tiberio, llegó a ver el crimen
de traición, hasta en un verso, en una palabra indiscreta y confidencial, en
una lágrima, en una sonrisa, en las cosas más insignificantes.[1]
Dionisio el Tirano hizo condenar a
muerte a un hombre que soñó que lo había asesinado. Alterad un poco el sentido
de la palabra traición, decía Montesquieu, y tendréis el gobierno legal
convertido en arbitrario.
“Un reproche grave, dice
Chateaubriand, se ligará a la memoria de Bonaparte: hacia el fin de su reinado
tornó tan pesado su yugo, que el sentimiento hostil al extranjero se amortiguó,
y una, y una invasión, hoy de doloroso recuerdo, tomó, en el momento de
consumarse, el aire de una campaña de libertad… Los Lafayette, los Lanjuinais,
los Camilo Jordan, los Ducis, los Lemercier, los Chenier, los Benjamin
Constant, erguidos en medio de la multitud impetuosa, se atrevieron a
despreciar la victoria y protestar contra la tiranía”… “Abstengámonos, pues, de
decir que aquellos a quienes la fatalidad conduce a pelear contra un poder que
pertenece a su país, sean unos miserables: en todos los tiempos y países, desde
los griegos hasta nosotros, todas las opiniones se han apoyado en las fuerzas
que podían asegurarles su triunfo. Algún día se leerá en nuestras Memorias las ideas de Mr. De Malesherbes
sobre la emigración”.[2]
Inútil es decir que
Lafayette, Chenier, Constant, Carrel, son nombres que todos los partidos en
Francia se vanaglorian de contar entre sus hombres célebres. ¿De qué nace este
modo de verlos, a pesar de aquellos actos, que un sofista habría apellidado de traición? Del convencimiento universal
de que sus intenciones, al ejecutarlos, eran enteramente francesas y
patrióticas; y que sólo una situación del todo excepcional podía haberlos
colocado en el caso de buscar el bien de la patria por un camino semejante.
Los unitarios en Buenos
Aires han hecho menos que Constant, Carrel y Lafayette en Francia: ellos no han
marchado jamás contra una cosa que pudiera decirse su país. Han marchado con su
bandera, con su cucarda, con sus jefes, por su camino, a su fin aparte y
peculiar; después de haber exigido y obtenido declaraciones escritas y
solemnes, que ponían al abrigo el honor y la integridad de la República, contra
toda mira perniciosa de parte del extranjero. Era imposible emplear ese medio
delicado de reacción, con más discreción, reserva y prudencia que lo hicieron
ellos. Son bien conocidos los documentos que lo prueban; a más del
justificativo que nace de los resultados.
Otras miras altas y
nobles explican también la conducta de los argentinos que en 1840 se unieron a
las fuerzas francesas para atacar el poder del general Rosas. Esa unión tenía
miras más lejanas que un simple cambio de gobernador en Buenos Aires. Dirélas con
la misma sinceridad y franqueza con que entonces se manifestaban. Podrán ser
erróneas; eso depende del modo de pensar de cada uno: pero jamás se mezcló el
dolo a su concepción. Pertenecían generalmente a los hombres jóvenes del
partido reaccionario, y éstos las debían a sus estudios políticos de escuela.
Sospechar que la traición se hubiese mezclado en ellas, es suponer que hubiese
habido gentes bastante necias para iniciar a estudiantes de derecho público en
los arcanos de esa diplomacia oscura que, según algunos, tiende a cambiar el
principio político del gobierno en América. […]
Bien; pues esos jóvenes,
abordando esa cuestión, que es la de la vida misma de esta parte del Nuevo
Mundo, pensaron que mientras prevalezca el ascendiente numérico de la multitud
ignorante y proletaria, revestida por la revolución de la soberanía popular, sería
siempre reemplazada la libertad por el régimen del despotismo militar de un
solo hombre; y que no había más medio de asegurar la preponderancia de las
minorías ilustradas de estos países que dándoles ensanchamiento por vínculos y
conexiones con influencias civilizadas traídas de fuera, bajo condiciones
compatibles con la independencia y democracia americanas, proclamadas por la
revolución de un modo irrevocable. Absurdo o sabio, este era el
pensamiento de los que en esa época apoyaban la Liga con las fuerzas europeas
para someter el partido de la multitud plebeya, capitaneada y organizada
militarmente por el general Rosas. Los partidarios de esas ideas las sostenían pública
y abiertamente por la prensa con el candor y el desinterés que son inherentes al
carácter de la juventud. Esa cuestión es tan grave, afecta de tal modo la
existencia política de los nuevos Estados de América, es tan incierta y oscura,
cuenta con tan pocos pasos dados en su solución, que es preciso hallarse muy
atrasado en experiencia y buen sentido político para calificar de extraño este
o aquel plan de solución ensayado. Ese punto ha llamado la atención de todos
los hombres que han pensado seriamente en los destinos políticos del Nuevo
Mundo y en él han cometido errores de pensamiento Bolívar, San Martín, Monteagudo,
Rivadavia, Alvear, Gómez y otros no menos espectables por su mérito y patriotismo
americano. Mil otros errarán tras ellos en la solución de ese problema, y no serán
las cabezas menos altas y menos distinguidas, pues los únicos para quienes la cuestión
está ya resuelta son los demagogos, que engañan a la multitud, y los espíritus limitados,
que se engañan a sí mismos. Si, pues, los partidos argentinos han podido
padecer extravío en la adopción de sus medios, en ello no han intervenido el
vicio ni la cobardía de los espíritus, sino la pasión, que, aun siendo noble y
pura en sus fines, es casi siempre ciega en el uso de sus medios, y la
inexperiencia de que adolecen los nuevos Estados de este continente, en lo tocante
al sendero por donde deben conducir los pasos de su vida pública. […] Cada
partido ha tenido cuidado en ocultar o desfigurar las ventajas y méritos de su rival.
Según la prensa de Rosas, la mitad más culta de la República Argentina es igual
a las hordas meridionales de Pehuenches y Pampas; se compone de los salvajes
unitarios (como quien dice los salvajes progresistas, siendo la unidad
el término más adelantado, la idea más alta de la ciencia política). Los
unitarios, por su parte, han visto muchas veces en sus rivales a los caribes
del Orinoco. Cuando algún día se den el abrazo de paz, en que acaban las
más encendidas luchas, qué diferente será el cuadro que de la República
Argentina tracen sus hijos de ambos campos. ¡Qué nobles confesiones no se oirán
alguna vez de boca de los frenéticos federales! ¡Y los unitarios, con qué
placer no verán salir hombres de honor y de corazón de debajo de esa máscara
espantosa con que hoy se disfrazan sus rivales cediendo a las exigencias tiránicas
de la situación! […] Se oye también que la República Argentina padece atraso
general por consecuencia de su larga y sangrienta guerra. Este error, el más acreditado
fuera de sus fronteras, viene también de las mismas causas que el otro. Sin duda
que la guerra es menos fecunda en ciertos adelantos que la paz; pero trae
consigo ciertos otros que le son peculiares, y los partidos argentinos los han
obtenido con una eficacia igual a la intensidad de los padecimientos. La
República Argentina tiene más experiencia que todas sus hermanas del Sur, por la
razón de que ha padecido más que ninguna. Ella ha recorrido un camino que las
otras están por principiar. Como más próxima a la Europa, recibió más pronto el
influjo de sus ideas progresivas, que fueron puestas en ejecución por la
revolución de Mayo de 1810, y más pronto que todas recogió los frutos buenos y
malos de su desarrollo, siendo por ello en todos tiempos futuro para los
Estados menos vecinos del manantial trasatlántico de los progresos americanos
lo que constituía el pasado de los Estados del Plata. Así, hasta en lo que hoy
se toma como señal de atraso en la República vecina, está más adelantada que
las que se reputan exentas de esos contratiempos, porque no han empezado aún a experimentarlos.
Un hecho notable, que hace parte de la organización definitiva de la República
Argentina, ha prosperado a través de sus guerras, recibiendo servicios
importantes hasta de sus adversarios. Ese hecho es la centralización del poder
nacional. Rivadavia proclamó la idea de la unidad; Rosas la ha realizado. Entre
los federales y los unitarios han centralizado la República; lo que quiere
decir que la cuestión es de voces, que encubren mera fogosidad de pueblos
jóvenes, y que en el fondo, tanto uno como otro, han servido a su patria,
promoviendo su nacional unidad. Los unitarios han perdido; pero ha triunfado
la unidad. Han vencido los federales; pero la federación ha
sucumbido. El hecho es que del seno de esta guerra de nombres ha salido formado
el poder, sin el cual es irrealizable la sociedad, y la libertad misma,
imposible. El poder supone como base de su existencia firme, el hábito de la
obediencia. Ese hábito ha echado raíces en ambos partidos. Dentro del país,
Rosas ha enseñado a obedecer a sus partidarios y a sus enemigos; fuera de él,
sus enemigos ausentes, no teniendo derecho a gobernar, han pasado su vida en
obedecer, y por uno y otro camino ambos han llegado al mismo fin. A este
respecto ningún país de América meridional cuenta con medios más poderosos de
orden interior que la República Argentina. No hay país de América que reúna
mayores conocimientos prácticos, acerca de los Estados hispanoamericanos, que
aquella República, por la razón de ser el que haya tenido esparcido mayor
número de hombres competentes fuera de su territorio, y viviendo regularmente
injeridos en los actos de la vida pública de los Estados de su residencia. El
día que esos hombres, vueltos a su país, se reúnan en asambleas deliberantes, ¡qué
de aplicaciones útiles, de términos comparativos, de conocimientos prácticos y
curiosas alusiones no sacarán de los recuerdos de su vida pasada en el
extranjero! Si los hombres aprenden y ganan con los viajes, ¿qué no sucederá a
los pueblos? Se puede decir que una mitad de la República Argentina viaja en el
mundo de diez y veinte años a esta parte. Compuesta especialmente de jóvenes,
que son la patria de mañana, cuando vuelva al suelo nativo, después de su vida
flotante, vendrá poseedora de lenguas extranjeras, de legislaciones, de
industrias, de hábitos, que después son lazos de confraternidad con los demás
pueblos del mundo. ¡Y cuántos a más de conocimientos, no traerán capitales a la
riqueza nacional! No ganará menos la República Argentina, dejando esparcidos en
el mundo algunos de sus hijos ligados para siempre en países extraños, porque
esos mismos extenderán los gérmenes de apego al país que les dio la vida que
transmitan a sus hijos. Al pensar en todo esto, puede, pues, un argentino,
donde y como quiera que se halle en el mundo, ver lucir la luz de Mayo, sin
arrepentirse de pertenecer a la nación de su origen. Sin embargo, todo esto es
poco: todo esto no satisface el destino verdadero de la República Argentina. Todo
esto es extraordinario, lucido, sorprendente. Pero la República Argentina tiene
necesidad, para ser un pueblo feliz dentro de sí mismo, de casos más modestos,
más útiles y reales que toda esa brillantez de triunfos militares y
resplandores inteligentes. Ella ha deslumbrado al mundo por la precocidad de
sus ideas. Tiene glorias guerreras que no poseen pueblos que han vivido diez
veces más que ella. Tiene tantas banderas arrancadas en combates victoriosos,
que pudiera ornar su frente con un turbante compuesto de todos los colores del
Iris; o alzar un pabellón tan alto como la Columna de Vendome, y más
radiante que el bronce de Austerlitz. Pero todo esto ¿a qué conduce, sin
otras ventajas que, ¡la pobre! ha menester todavía en tanto número? Ha hecho ya
demasiado para la fama: muy poco para la felicidad. Posee inmensas glorias;
pero ¡qué lástima!, no tiene una sola libertad. Sean eternos, muy
enhorabuena, los laureles que supo conseguir, puesto que juró no vivir
sin ellos. Pero recuerde que las primeras palabras de su génesis
revolucionario, fueron aquellas tres que forman unidas un código santo y un
verso sublime, diciendo: libertad, libertad, libertad. Por
fortuna, ella sabe ya, a costa de llanto y de sangre, que el goce de este
beneficio está sujeto a condiciones difíciles y graduales, que es menester
llenar. Así, si en los primeros días fue ávida de libertad, hoy se contentaría
con una libertad más que moderada. En sus primeros cantos de triunfo, olvidó
una palabra menos sonora que la de libertad, pero que representa un
contrapeso que hace tenerse en pie a la libertad: el orden. Un orden,
una regla, una ley; es la suprema necesidad de su situación política. Ella
necesita esto, porque no lo tiene. Puede poseerlo, porque tiene los medios
conducentes. No hay una ley que regle el gobierno interior de la República
Argentina y el ejercicio de las garantías privadas. Este es el hecho más
público que ofrezca aquel país. No tiene una Constitución política; siendo en
esto la única excepción de todo el continente. No hay cuestión ya sobre si ha
de ser unitaria o federal: sea federal enhorabuena; pero haya una ley que regle
esa federación: haya una Constitución federal. Aunque la Carta o Constitución
escrita no es la ley o el pacto, sin embargo, ella la prueba, la fija y la
mantiene invariable. La letra, es una necesidad de orden y armonía. Se garante
la estabilidad de todo contrato importante, escribiéndolo: ¿qué contrato más
importante que el gran contrato constitucional? Tampoco hay cuestión sobre que
haya de ser liberal. Sea despótica, sea tiránica, si se quiere, esa ley; pero
haya una ley. Ya es un progreso que la tiranía sea ejercida por la ley en vez
de serlo por la voluntad de un hombre. Lo peor del despotismo no es su dureza,
sino su inconsecuencia. La ley escrita es inmutable como la fe. Decir que la
República Argentina no es capaz de gobernarse por una Constitución, aunque sea
despótica o monárquica, es suponer que la República Argentina no está a la altura
de ninguno de los Estados de América del Sur, sino más abajo que todos; es
suponerla menos capaz que Bolivia, que el Ecuador, que el Paraguay, que bien o
mal poseen una Constitución escrita, y pasablemente observada. Esto pasa de
absurdo. ¿Cuál de ellos posee un poder más real, eficaz y reconocido? Quien
dice tener el poder, dice tener la piedra fundamental del
edificio político. Ese poder necesita una ley, porque no la tiene. Se objeta
que con ella es imposible el hecho de su existencia. Désela en tal caso tan
despótica como se quiera: pero dése una ley. Sin esa ley de subordinación
interior, la República Argentina podrá tener un exterior muy bello; pero no
será por dentro sino un panteón de vivos. De otro modo es mejor ser argentino
desde lejos, para recibir el reflejo honroso de la gloria, sin sentir en los
hombros los pies del héroe. ¿Cuál Estado de América meridional posee
respectivamente mayor número de población ilustrada y dispuesta para la vida
ocupada de la industria y del trabajo, por resultado del cansancio y hastío de
los disturbios anteriores? Hay quien ve un germen de desorden en el regreso de
la emigración. Pero eso es temer la conducta del pecador, justamente porque
sale de ejercicios. La emigración es la escuela más rica en enseñanza:
Chateaubriand, Lafayette, madame Staël, el rey Luis Felipe, son discípulos
ilustres formados en ella. la emigración argentina es el instrumento preparado
para servir a la organización del país, tal vez en manos del mismo Rosas. Sus
hombres actuales son soldados, porque hasta aquí no ha hecho sino pelear: para
la paz necesita gente de industria; y la emigración ha tenido que cultivarla
para comer en el extranjero. Lo que hoy es emigración era la porción más
industriosa del país, puesto que era la más instruida, puesto que pedía
instituciones y las comprendía. Si se conviene en que Chile, el Brasil, el
Estado Oriental, donde principalmente ha residido, son países que tienen mucho
de bueno en materia de ejemplos, se debe admitir que la emigración establecida en
ellos, ha debido aprender, cuando menos a vivir quieta y ocupada. ¿Cómo podría
retirarse, pues, llevando hábitos peligrosos? El menos dispuesto a emigrar es
el que ha emigrado una vez. No se emigra dos ocasiones en la vida; con la primera
basta para hacerse circunspecto. Por otra parte: esa emigración que salió
joven, casi toda ella, ¿no ha crecido, en edad, en hábitos de reposo, en
experiencia? Indudablemente que sí; pero se comete el error de suponerla
siempre inquieta, ardorosa, exigente, entusiasta, con todas la calidades que
tuvo cuando dejó el país. Se reproduce en todas las provincias lo que a este
respecto pasa en Buenos Aires. En todas ellas existen hoy abundantes materiales
de orden; como todas han sufrido, en todas ha echado raíz el espíritu de
moderación y tolerancia. Ya ha desaparecido el anhelo de cambiar la cosas desde
la raíz; se han aceptado muchas influencias, que antes repugnaban, y en las que
hoy se miran hechos normales con que es necesario contar para establecer el
orden y el poder. Los que antes eran repelidos con el dictado de caciques, hoy
son aceptados en el seno de la sociedad de que se han hecho dignos, adquiriendo
hábitos más cultos, sentimientos más civilizados. Esos jefes, antes rudos y
selváticos, han cultivado su espíritu y carácter en la escuela del mando, donde
muchas veces los hombres inferiores se ennoblecen e ilustran. Gobernar diez
años es hacer un curso de política y de administración. Esos hombres son hoy
otros tantos medios de operar en el interior un arreglo estable y provechoso. Nadie
mejor que el mismo Rosas y el círculo de hombres importantes que le rodea, podrían
conducir al país a la ejecución de un arreglo general en este momento. ¿Qué ha
hecho Rosas hasta aquí de provechoso al país, hablando con imparcialidad y
buena fe? Nada. Un inmenso ruido y un grande hacinamiento de poder; es decir,
ha echado los cimientos de una cosa que todavía no existe, y está por crearse.
Hacer ruido y concentrar poder, por el solo gusto de aparecer y mandar, es
frívolo y pueril. Se obtienen estas cosas, para operar otras reales y de
verdadera importancia para el país. Napoleón vencía en Jena, en Marengo, en
Austerlitz, para ser Emperador y promulgar los cinco códigos, fundar la
Universidad, la Escuela Normal y otros establecimientos que lo perpetúan, mejor
que el laurel y el bronce, en la memoria del mundo. Rosas no ha hecho aún nada
útil para su país; hasta aquí está en preparativos. Tiene como nadie el poder
de obrar bien; como el vapor impele el progreso de la industria, así su brazo
pudiera dar impulso al adelanto argentino. Hasta aquí no es un grande hombre,
es apenas un hombre extraordinario. Sólo merece el título de grande el que
realiza cosas grandes y de utilidad durable y evidente para la nación. Para
obtener celebridad basta ejecutar cosas inauditas, aunque sean extravagantes y
estériles. Si Rosas desapareciese hoy mismo, ¿qué cosa quedaría creada por su
mano, que pudiera excitar el agradecimiento sincero de su patria? ¿El haber
repelido temporalmente las pretensiones de la Inglaterra y la Francia? Eso
puede tener un vano esplendor; pero no importa un beneficio real, porque las
pretensiones repelidas no comprometen interés alguno grave de la República
Argentina. ¿El haber creado el poder? Tampoco. El poder no es esa institución
útil, que conviene a la libertad misma, cuando no es una institución organizada
sobre bases invariables. Hasta aquí, es un accidente: es la persona mortal de
Rosas. Es inconcebible cómo ni él ni su círculo se preocupen de esta cuestión
ni hagan por que las terribles cosas realizadas hasta aquí den al menos el
único fruto benéfico que pudiera justificarlas a los ojos de la posteridad,
cuyas primeras filas ya distan sólo un paso de esos hombres. ¿Qué esperan,
pues, para dar principio a la obra? El establecimiento de la paz general, se
responde. ¡Error! La paz no viene sino por el camino de la ley. La Constitución
es el medio más poderoso de pacificación y orden interior. La dictadura es una
provocación constante a la pelea; es un sarcasmo, es un insulto a los que
obedecen sin reserva ni limitación. La dictadura es la anarquía constituida y
convertida en institución permanente. Chile debe la paz a su Constitución; y no
hay paz durable en el mundo que no tenga origen en un pacto expreso que asegure
el equilibrio de todos los intereses públicos y personales. La reputación de Rosas
es tan incompleta, está tan expuesta a convertirse en humo y nada; hay tanta
ambigüedad en el valor de sus títulos, tanto contraste en los colores bajo que
se ofrece, que aquellos mismos que por ceguedad, envidia o algún mal
sentimiento preconizan su gloria cuando juzgan la conducta de su política
exterior, enmudecen y se dan por batidos cuando, vuelto el cuadro al revés, se
les ofrece el lado de la situación interior. Sobre este punto no hay sofisma ni
engaño que valga. No hay Constitución escrita en la República Argentina; no hay
ni leyes sueltas de carácter fundamental que la suplan. El ejercicio de las que
hubo en Buenos Aires está suspendido, mientras el general Rosas es depositario
indefinido de la suma del Poder público. Ese es el hecho. Aquí no hay
calumnia, pasión, ni espíritu de partido. Reconozco, acepto todo lo que en el
general Rosas quiera suponerse de notable y digno de respeto. Pero es un
dictador, es un jefe investido de poderes despóticos y arbitrarios, cuyo
ejercicio no reconoce contrapeso. Este es el hecho. Poco importa que él use de
un poder conferido legalmente. Eso no quita que él sea dictador; el hecho es el
mismo, aunque el origen sea distinto. Vivir en Buenos Aires, es vivir bajo el
régimen de la dictadura militar. Hágase cuanto elogio se quiera de la
moderación de ese poder, será en tal caso una noble dictadura. En el tiempo en
que vivimos las ideas han llegado a un punto en que se apetecen más las
Constituciones mezquinas que las dictaduras generosas. Vivir bajo el
despotismo, aunque sea legal, es una verdadera desgracia. Esta desgracia pesa
sobre la noble y gloriosa República Argentina. Esta desgracia ha llegado a ser
innecesaria y estéril. Tal es el estado de la cuestión de su vida política y
social. La República Argentina es la primera en glorias, la primera en
celebridad, la primera en poder, la primera en cultura, la primera en medios de
ser feliz, y la más desgraciada de todas, a pesar de eso. Pero su desgracia no
es la de la miseria. Ella es desgraciada al modo que esas familias opulentas, que
en medio del lustre y pompa exteriores, gimen bajo el despotismo y descontento
domésticos. Ahora cuarenta años, afligida por una opresión menos brillante,
tuvo la fortuna de sacudirla, reportando por fruto de su coraje victorioso los
laureles de su Revolución de Mayo. Ella ha hecho posteriormente esfuerzos
mayores por deshacerse del adversario que abriga en sus entrañas; pero nada ha
conseguido, porque entre el despotismo extranjero y el despotismo nacional, hay
la diferencia en favor de éste del influjo mágico que añade a cualquier causa
la bandera del pueblo. ¿Cómo destruiríais un poder que tiene la astucia de
parapetarse detrás de la gloria nacional y alza en sus almenas los colores
queridos de la patria? ¿Qué haríais en presencia de una estratagema tan feliz?
Invencible por la vanidad del país mismo, no queda otro camino que capitular
con él, si tiene bastante honor para deponer buenamente sus armas arbitrarias
en las manos religiosas de la ley. Rosas, arrodillado por un movimiento espontáneo
de su voluntad, ante los altares de la ley, es un cuadro que deja atrás en
gloria al del león de Castilla rendido a las plantas de la República, coronada
de laureles. Pero si el cuadro es más bello, también es menos verosímil; pues
menos cuesta a veces vencer una monarquía de tres siglos, que doblegar una
aberración orgullosa del amor propio personal. Con todo, ¿a quién, sino a
Rosas, que ha reportado triunfos tan inesperados, le cabe obtener el no menos
inesperado, sobre sí mismo? El problema es difícil, pues, y la dificultad no
pequeña. Pero cualquiera que sea la solución, una cosa hay verdadera a todas
luces, y es que la República Argentina tiene delante de sí sus más bellos
tiempos de ventura y prosperidad. El sol naciente que va en su escudo de armas,
es un símbolo histórico de su destino: para ella todo es porvenir, futura
grandeza y pintadas esperanzas. Valparaíso, mayo 25 de 1847.
* Alberdi, Juan Bautista, La República Argentina 37 años después de su Revolución de Mayo y otros
escritos políticos, Buenos Aires, Emecé-Buenos Aires Ciudad, 2010, pp.
1-24.
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