sábado, 13 de diciembre de 2014

QUIROGA, UN ARGENTINO ÍNTEGRO. SU MUERTE PRIVÓ AL PAÍS DE UN LEAL DEFENSOR DE LA PATRIA

Facundo Quiroga.




1834

La Confederación Argentina vive una calma cargada de presagios. La mayoría de las provincias se hallan gobernadas por mandatarios de inspiración federal y la guerra civil ha dejado de segar vidas argentinas. En alguna, sin embargo, se han producidos conatos revolucionarios por rivalidades locales y la deposición de tal o cual gobernador poco avisado, sin pasar a mayores complicaciones. El incendio bélico quedó apagado con la prisión del general Paz y la derrota de Lamadrid en Tucumán, vencido en el campo de “La Ciudadela” por Quiroga, en 1831.
En Buenos Aires, luego de la terminación del mandato de su primer gobierno, el general Juan Manuel de Rosas se ha internado en las soledades del desierto, empujando al indio hacia los confines del Sur y rescatando miles de leguas para el cristiano. En el timón del primer Estado argentino ha quedado el general Balcarce, al que la Revolución de los Restauradores hecho cesar en el mando, acusado de no seguir la política de Rosas, al negarle a éste los auxilios para la expedición al desierto y dando participación en los negocios públicos a los unitarios y “lomos negros” (o federales cismáticos enemigos del Restaurador). Los federales “apostólicos” o rosistas han colocado en el  gobierno al general Viamonte, quien deberá renunciar también, a mediados de ese año de 1834, hostilizado por los elementos federales netos” que no desean ver en el gobierno sino a don Juan Manuel. Diversos acontecimientos preceden a esa renuncia. Ya en noviembre del año anterior había causado sensación e intranquilidad una carta del ministro argentino en Londres, Manuel Moreno, dirigida al ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación en la que denunciaba un plan convenido entre los exilados de Montevideo, Chile y Bolivia para perturbar la armonía de los jefes federales tratando de hacerlos pelear uno contra otros y después eliminar a los más conspicuos, utilizando para esos fines a los unitarios residentes en la Confederación y a los federales antirrosistas. Manifestaba en la misma carta que también se había concertado un plan de “monarquización” de las antiguas posesiones españolas, en base al coronamiento de testas vacantes de la realeza europea, todo lo cual lo daba “por conocimientos muy auténticos e indudables”, agregando que “en fe de sus efectos (el plan) va Rivadavia a partir de este mes”
En abril de 1834 llega don Bernardino y el gobernador Viamonte no tiene más remedio que comunicarle, oficialmente, que debe abandonar el país, presionado por los dirigentes federales y la desconfianza de las clases populares. Jaqueado por la insatisfacción del pueblo, los prohombres del Partido Federal y los militares prorrosistas, Viamonte, accediendo al reclamo general, presenta su renuncia, que le es aceptada el 30 de junio de 1834 por la Legislatura. Esta nombra al general Rosas, que se aproxima a marchas forzadas desde la inmensidad pampeana. Don Juan Manuel rechaza por cuatro veces el cargo, actitud imitada por todos los nombrados tras él (entre ellos los dos Anchorena, el general Pacheco y Terrero) debiendo entonces designarse gobernador provisorio al presidente de la Legislatura, don Manuel Vicente de Maza, quien asume el 1° de octubre del mismo año en medio de la tensión reinante y de las amenazantes perspectivas que subyacen bajo la aparente calma.

Los Conjurados

El gobernador Maza se estrena con un problema de la mayor importancia. Apenas instalado en el poder, llega la noticia del conflicto estallado entre las provincias de Salta y Tucumán o entre sus gobiernos que se acusan mutuamente de alentar cada uno en su provincia, intentos de la fracción unitaria que ambos protegían, contra el otro, para derribarlo del poder. Cuando la noticia cunde en Buenos Aires, se afirma que los dos han salido a campaña al frente de sus respectivos ejércitos, para combatirse.
El gobierno bonaerense solo encuentra un medio para detener la efusión de sangre y es mandar un mediador de prestigio y autoridad, para que evite la lucha armada y reconcilie a los gobernantes Heredia y Latorre. Pero, ¿a quién?
Desde diciembre del año anterior (1833)  se halla en la ciudad porteña el general Juan Facundo Quiroga, que ha venido a devolver el Regimiento Auxiliares de los Andes, perteneciente a la provincia de Buenos Aires y que le fuera facilitado por su gobierno para combatir a los unitarios. Al parecer está resuelto a fijar su residencia allí, ocupado en la “educación de sus hijos y administración de sus bienes”. Hace vida social y de relaciones políticas, frecuentando los salones más afamados de la época y alternando con los altos personajes del Partido Federal. A él ofrece el gobierno la delicada comisión. Antes de aceptarla, recaba la opinión de Rosas, que se encuentra en su estancia El Pino, a tres leguas de la ciudad. Rosas se muestra muy de acuerdo con ese temperamento y aconseja una reunión previa para cambiar ideas y acordar el camino a seguir para pacificar el norte, convulsionado por la rivalidad de los dos gobernadores. La conferencia tiene lugar en la quinta de Terrero, en San José de Flores. Se aprueban las “instrucciones” redactadas por el gobierno, a las que se deberá ajustar el comisionado, siendo los puntos más importantes la suspensión de las hostilidades y la firma de un acuerdo de paz entre los beligerantes.
Resuelto el viaje del caudillo riojano, se cursan los informes a los restantes gobiernos de la Confederación, avisando al mismo tiempo que se tengan preparados los elementos necesarios para facilitar la marcha del comisionado, al que precederá en el camino un chasque, con la finalidad de avisar su arribo a las postas y procurar su atención. Iría por Córdoba.
En la provincia mediterránea se han repartido los puestos de mando los hermanos Reinafé, hombres de la hechura del poderoso “Patriarca de la Federación”, el gobernador de Santa Fe, general Estanislao López, que con Rosas y Quiroga forman la trilogía del poder supremo de la República. Los ha colocado allí luego de la caída del general Paz y por medio de ellos controla la situación cordobesa (o cree que la controla). Los Reinafé son hombres mediocres y muy ambiciosos. Parece que la codicia los ha llevado a beneficiarse con el producto de los malones indios, a los que pasan aviso de la oportunidad para malonear impunes. Y el jefe de la División del Centro, general Ruiz Huidobro, ha apartado de la misma al coronel Francisco Reinafé, achacando a su indiferencia el fracaso de la persecución al indio Yanquetruz. Por ello, tal vez, tolera la intervención de sus oficiales en la fracasada revuelta de Del Castillo contra los Reinafé, por la que es juzgado y absuelto en Buenos Aires. A José Vicente le escribe Quiroga: “¿Cómo es que ustedes han avisado a Yanquetruz?”
Los Reinafé no le perdonan a Quiroga su presunta ingerencia en la intentona fallida de derrocarlos. Saben que éste los tiene vigilados, cercados por sus adictos cordobeses, y que no oculta su desagrado por verlos en el poder provincial. Creen que hará todo lo posible para sacarlos. Recostados en el general López, les parece fácil satisfacer sus intenciones de librarse de Quiroga en la primera ocasión, la que se presenta inesperadamente con el anuncio de su paso por Córdoba hacia el Norte. ¿Están complotados con los unitarios en el “Gran Plan” de agitación? No se sabe, pero lo cierto es que preparan la muerte del “Tigre”  en el viaje de ida. Convencer, a medias, a un empleado del ministro de gobierno de la provincia, Rafael Cabanillas, para que lo espere en el Monte de San Pedro y lo asesine, con una partida que le facili­tarán el comandante de Tulumba, Guillermo Reinafé y Santos Pérez. Pero el intento fracasa, parte por la indecisión de Cabanillas, ahogado por la conciencia del crimen a cometer, parte por la inusitada rapidez de Facundo, que no da tiempo a los preparativos. Pero están resueltos a todo y disponen su fin para cuando regrese.

La Barranca de las Cruces


Parece que el "Tigre" ha recibido aviso, por varios conductos, de que algo se trama contra él que debe cuidarse celosamente durante el viaje. Cuando Rosas le ofrece la escolta, la rechaza. ¡No ha nacido el hombre que atente contra el "Tigre de los Llanos"!  Y parte, el 19 de diciembre de 1834, a cumplir la co­misión de paz encomendada. Va con su secretario. José Santos Ortiz. Delante sale, con algunas horas de diferencia, el correo encargado de avisar su pa­sada. Rosas lo acompaña hasta San Antonio de Areco y se despide de él en la hacienda de Figueroa, desde donde le remitirá la famosa carta sobre la organiza­ción constitucional del país.
Quiroga hace imprimir un tren veloz de marcha a la galera. El vehículo atraviesa como una exhalación la distancia que lo separa de Córdoba, donde hará la primera parada importante. Cuando los Rei­nafé lo hacían a varias leguas de la ciudad y ultima­ban    los  detalles para la tentativa del Monte de San Pedro, los sorprende la entrada del "Tigre" en Cór­doba, a las 9 de la noche del 24 de diciembre. Es Nochebuena y los habitantes de la "docta" llenan las calles con su bullicio y alegría. Quiroga deja la pos­ta por unos momentos y pasea entre la multitud. Cuando regresa a ella se encuentra con que lo han ido a saludar y ofrecer hospitalidad, Francisco y José Antonio Reinafé. Quiroga le agradece fría y cortésmente, diciendo que lo único que necesita son caballos.
A "mata caballos" prosigue el viaje y entra en Santiago del Estero el 3 de enero de 1835. Antes, mientras esperaba que compusieran la galera rota al cruzar el río en Pitambalá, se ha enterado del triste desenlace de la contienda entre Tucumán y Salta, concluida con la prisión y muerte del gobernador Latorre a manos de los jujeños separatistas. En San­tiago lleva a feliz término la segunda parte de su comisión, consiguiendo lenidad para los vencidos, pronunciamiento unánime por la integridad territo­rial argentina y firma de un tratado de paz perma­nente entre las provincias del Norte.
Cuando va a partir, el gobernador Ibarra le ofrece una escolta. Le dice que ha recibido aviso de que atentarán contra su vida y que él mismo puede elegir­ los integrantes de la escolta. Nuevamente Qui­roga rechaza el ofrecimiento. Es criollo, hombre va­liente, sin miedo, y no la necesita. Y parte el 13 de febrero con el doctor Santos Ortiz, el correo Marín y su fiel asistente. Este gesto fiero de Facundo ante el amago de la muerte y su decisión de enfrentarla sólo con su prestigio y coraje, impresionará el alma popular y quedará grabado en el cancionero nativo:

                         
                         "¡A Córdoba!", pega el grito,
                                     y los postillones tiran,
                                    resuenan los latigazos
                                 y los caballos se estiran.

Corre la galera de Facundo por los caminos polvo­rientos. Devora leguas al acucio incesante del posti­llón. Y los caballos cortan el aire enfebrecidos de velocidad, acercando a cada empuje de sus patas la hora de la muerte.
En una parada del camino, alguien se acerca al doctor Ortiz para prevenirle que se trama el asesi­nato. Todo es inútil. La galera sigue por los montes santiagueños. En Inti-Huasi, departamento Tulum­ba,  en Córdoba, que comanda José Antonio Reinafé, pasan la noche. Duerme Quiroga apaciblemente, pero no así el doctor Ortiz, presa del miedo, porque el maestro de postas le ha ratificado que es cierto que los Reinafé asaltarán la galera. A la mañana siguiente la galera retorna al camino. Quiroga ha contestado a los temores del doctor Ortiz diciendo: "A un grito mío, esa partida se pondrá a mis órdenes".
  Pasan por Macha y se incorpora a la comitiva el correo José María Luejes. Luego por la posta de Sinsacate y enderezan hacia Barranca Yaco. El monte es allí más espeso. En un claro los detiene la partida, a la voz de "¡Alto!". Rápidamente son rodeados por los asaltantes. Quiroga se asoma y al tiempo que descarga su pistola sobre el hombre que está más cerca, ordena: “¿Quién manda esta partida?". Sólo le contesta el plomo homicida de Santos Pérez, los acompañantes de Facundo son llevados al monte y degollados. Entre ellos hay un niño de 12 años que llora aterrado. Uno de los soldados de Santos Pérez le pide que no lo mate, que él garantiza su silencio. "No puedo, tengo orden de mis superiores de matar a todos", contesta el capitán. Insiste el soldado y re­cibe un balazo en el estómago y otro en el costillar. Degüellan a los caballos y se marchan. En Los Ti­mones, Santos Pérez disuelve la partida. Por la noche llueve y los cadáveres quedan semicubiertos por barro. El teniente Figueroa lleva la noticia del  crimen al comandante Reinafé,enTulumba.                                                                                                                         

Largo proceso e interrogante en pie
                                                                             
El suceso causa pavor y sobrecoge a todo el país. Desde el primer momento se sabe quiénes son los culpables materiales del hecho. Pero los Reinafé, en su ignorancia, en su falta de inteligencia, hacen demasiada ostentación de su condena del crimen y mucho aspaviento en la indagación que ordenan, para terminar no hallando a los verdaderos culpables. Arman todo un escenario de justificación, pero de nada les servirá. En abril de ese año asume el poder don Juan Manuel de Rosas y su mano dura caerá sobre los asesinos con rigor implacable.
Escribe a López y éste se pone a su disposición: él no ampara a criminales. Rosas afirma que es un hecho de interés nacional y hace que los gobiernos de todo el país le confieran el juzgamiento de los Reinafé, ejecutores, cómplices y amparadores en el crimen. Pronto son habidos los acusados. José Vi­cente, Guillermo, José Antonio Reinafé y Santos Pé­rez, con algunos de los matadores y encubridores en­tran, a fines de 1835, engrillados, en Buenos Aires. El proceso es fatigoso y largo. Durante dos años se llenan folios y más folios. Los reos son defendidos por notables jurisconsultos de la época: Gamboa, Vélez, de la Cárcova, Marín, se mueven con entera libertad. A Gamboa lo sanciona pintorescamente Rosas por haber querido publicar aisladamente el alegato de la defensa, sin la acusación. Pero el in­cidente no pasa de ahí. Los procesados tienen las garantías ordinarias.
¿Quién o quiénes están detrás del crimen? ¿Rosas, López, su secretario Cullen, los unitarios? A nadie acusan los Reinafé. ¿Hubo coacción, faltó libertad? ¿Se quejaron los reos? No, nunca. ¿Los defensores? Tampoco. ¿Lo hicieron después de la caída de Rosas? No, jamás. Y Francisco Reinafé, el único que ha logrado escapar y anda libre, con los unitarios, por el Uruguay, ¿por qué no habla, por qué no escribe o dice algo para salvar a sus hermanos? Ni una pala­bra hasta el día de su muerte. Hay algo, empero, que se consigna en el expediente a fojas 308. Es la declaración de Santos Pérez, prestada ante el juez, doctor Maza. Dice que la primera vez que Francisco Reinafé le habló para cometer el asesinato, rehusó, pero que después aquél le dijo que "era en combinación con Rosas y López" y entonces se resolvió. Pero no porque le constara a él, sino porque se lo dijeron.
Pronunciada la sentencia y negada la apelación, los reos son ejecutados solemnemente el 25 de mayo de 1837.
Es notable este caso, tal vez como ninguno de sus similares. Hay en él todos los elementos de juicio. Culpables, pruebas, testigos, reconocimientos, careos y declaraciones, incluido en un voluminoso, metódico y detallista hasta el fastidio proceso escrito y autenticado. Y con todo nunca se pudo saber de donde viene la instigación, cuál fue la mano oculta que produjo la tragedia de Barranca Yaco. Rosas le acha­có la inspiración a Cullen, el "intrigante canario", se­cretario de López; años después, muerto el goberna­dor de Santa Fe, lo fusilará en la Posta de Vergara, al conseguir su entrega por Ibarra. Algunos historia­dores han culpado a Rosas, pero serenamente consi­derada, la cosa no tiene asidero. A él le convenía menos que a nadie la muerte de Quiroga porque éste era la garantía de la Federación en el Norte y en Cuyo. Como quiera que sea, el misterio del poder oculto que posibilitó el crimen es un completo enigma.
Y aún hoy los, habitantes de la comarca, se niegan a pasar de noche por la barranca de la tragedia. Afirman que el "Tigre de los Llanos" se pasea ca­balgando en su moro invencible, en las sombras noc­turnas, mientras se escucha el llanto aterrado de un niño en la espesura del monte.

Fuente:

Revisión n° 13-14, Buenos Aires, Enero-Febrero de 1965.

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