lunes, 3 de marzo de 2014

LA REPÚBLICA ARGENTINA, 37 AÑOS DESPUÉS DE SU REVOLUCIÓN DE MAYO




Juan B. Alberdi.





Juan Bautista Alberdi*



                                                                        Toutes les aristocraties,                                                                              anglaise, russe, allemande,
n’ont besoin
que de montrer une chose en témoignage contre la France: ––les
tableaux qu’elle fait d’elle même par la main de ses grands écri-
                                                          vains, amis la plupart du peuple et partisans du progrès.                                                                                                                                                                                                                                                              
                  ................................................
Nul peuple ne résisterait à une telle épreuve. Cette manie singu-
liére de se dènigrer soimême, d’étaler ses plaies, et comme d’a-
ller chercher la honte, serait mortelle à la longue.

J. MICHELET


Hoy más que nunca, el que ha nacido en el hermoso país situado entre la Cordillera de los Andes y el Río de la Plata tiene derecho a exclamar con orgullo: Soy argentino.
 En el suelo extranjero en que resido, no como proscripto, pues he salido de mi patria según las leyes, sino por franca y libre elección,  como puede residir un inglés o un francés alejado de su país por conveniencia propia; en el lindo país que me hospeda y tantos goces brinda al que es de fuera, sin hacer agravio a su bandera, beso con amor los colores argentinos y me siento vano al verles más ufanos y dignos que nunca.
La verdad sea dicha sin mengua de nadie: los colores del Río de la Plata no han conocido la derrota ni la defección. En las manos de Rosas o de Lavalle, cuando no han patrocinado la victoria han presidido a la libertad. Si alguna vez han caído en el polvo, ha sido ante ellos propios; en guerra de familia, nunca a la planta del extranjero.
Guarden, pues, sus lágrimas los generosos llorones de nuestras desgracias; que, a pesar de ellas, ningún pueblo de esta parte del Continente tiene derecho a tributarnos piedad.
La República Argentina no tiene un hombre, un suceso, una caída, una victoria, un acierto, un extravío en su vida de nación de que deba sentirse avergonzada. Todos los reproches, menos el de villanía. Nos viene este derecho de la sangre que corre en nuestras venas: es la castellana; es la del Cid, la de Pelayo.
Lleno de efusión patriótica y poseído de esa imparcialidad que da el sentimiento puro del propio nacionalismo, quiero abrazarlos todos y encerrarlos en un cuadro; cegado alguna vez del espíritu de partido he dicho cosas que han podido halagar el oído de los celos rivales; que me oigan ellos hoy algo que no les parecerá tan halagüeño: ¿no habrá disculpa para el egoísmo de mi patriotismo local, cuando la parcialidad a favor del propio suelo es un derecho de todos?
Me conduce a más de esto una idea seria, y es la de la necesidad que todo hombre de mi país tiene de recapacitar hoy sobre el punto en que se halla nuestra familia nacional, qué medios políticos poseemos sus hijos, qué deberes nos cumplen, qué necesidades y votos forman la orden del día de la afamada República Argentina.
No sería extraño que alguien hallase argentino este panfleto, pues voy a escribirlo con tintas de colores blanco y azul.
Si digo que la República Argentina está próspera en medio de sus conmociones, asiento un hecho que todos palpan; y si agrego que posee medios para estarlo más que todas, no escribo una paradoja.
 No habrá hombre que me niegue que su estado es respetable, y que él nada tiene de vergonzoso. ¿Por qué no decirlo alguna vez con la frente descubierta? La República Argentina ha podido conmover la sensibilidad extraña con los cuadros de su guerra civil; ha podido parecer bárbara cruel, pero nunca ha sido el ridículo de nadie; y la desgracia que no llega hasta la befa está lejos de ser la última desgracia.
En todas épocas la República Argentina aparece al frente del movimiento de esta América. En lo buenos y en lo malo su poder de iniciativa es el mismo: cuando no se arremeda a sus libertadores, se imita a sus tiranos.
En la revolución, el plan de Moreno da vuelta a nuestro continente.
En la guerra, San Martín enseña a Bolívar el camino de Ayacucho.
Rivadavia da a la América el plan de sus mejoras e innovaciones progresivas. ¿Qué hombre de Estado antes que él puso a la orden del día las cuestiones de caminos, canales, bancos, instrucción pública, postas, libertad de cultos, abolición de fueros, reforma religiosa y militar, colonización, tratados de comercio y navegación, centralización administrativa y política, organización del régimen representativo, sistema electoral, aduanas, contribuciones, leyes rurales, asociaciones útiles, importaciones europeas de industrias desconocidas? La compilación de los decretos de su época es un código administrativo perfecto; como los decretos de Rosas, contienen el catecismo del arte de someter despóticamente y enseñar a obedecer con sangre.   
De aquí a veinte años muchos Estados de América se reputarán adelantados porque estarán haciendo lo que Buenos Aires hizo treinta años ha; y pasarán cuarenta antes que lleguen a tener su respectivo Rosas. Digo su Rosas porque le tendrán. No en vano se le llama desde hoy hombre de América. Lo es en verdad, porque es un tipo político que se hará ver alrededor de América como producto lógico de lo que en Buenos Aires lo produjo y existe en los Estados hermanos. En todas partes el naranjo, llegando a cierta edad, da naranjas. Donde haya Repúblicas españolas formadas de antiguas colonias, habrá dictadores, llegando a cierta altura el desarrollo de las cosas.
No se aflijan ellas por esta idea. Esto es decir que avanzarán tanto como hoy lo está la República Argentina, no importa por qué medios. Rosas es un mal y un remedio a la vez: la América lo dice así respecto de Buenos Aires; y yo lo reproduzco como verdadero, respecto de la América, para más adelante.
No es éste un maligno y vengativo presagio de un mal deseado. Aunque opuesto a Rosas, como hombre de partido, he dicho que escribo esto con colores argentinos.
Rosas no es un simple tirano a mis ojos. Si en su mano hay una vara sangrienta de fierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido para no conocer lo que es Rosas, bajo ciertos aspectos.
Sé por ejemplo, que Simón Bolívar no ocupó tanto el mundo con su nombre, como el actual Gobernador de Buenos Aires.
Sé que el nombre de Washington es adorado en el mundo, pero no más conocido que el de Rosas.
 Los Estados Unidos, a pesar de su celebridad, no tienen hoy un hombre público más expectable que el general Rosas. Se habla de él popularmente de un cabo al otro de la América, sin haber hecho tanto como Cristóbal Colón. Se le conoce en el interior de Europa más o menos como a un hombre visible de Francia o Inglaterra, y no hay lugar en el mundo donde no sea conocido su nombre, porque no hay uno adonde no llegue la prensa inglesa y francesa, que hace diez años le repiten día por día. ¿Qué orador, qué escritor célebre del siglo XIX no le ha nombrado, no ha hablado de él muchas veces? Guizot, Thiers, O´Connell, Lamartine, Palmerston, Aberdeen, ¿cuál es la celebridad parlamentaria de esta época que no se haya ocupado de él hablando a la faz de la Europa? Dentro de poco será un héroe de romance; todo está en que un genio joven, recordando lo que Chateaubriand, Byron y Lamartine deben a los viajes, se lance a través del Atlántico en busca del inmenso y virginal terreno de explotación poética, que ofrece el país más bello, más espectable y más abundante en caracteres sorprendentes del Nuevo Mundo.
Byron, que alguna vez pensó en visitar a Venezuela, y tanto ansió por atravesar la línea equinoccial, habría sido atraído a las márgenes del inmenso Plata, si durante sus días hubiese vivido el hombre que más colores haya podido ofrecer, por su vida y carácter, a los cuadros de su pincel diabólico y sublime: Byron era el poeta predestinado de Rosas; el poeta del Corsario, del Pirata, de Mazzepa, de Marino Faliero. Sería preciso que el héroe como el cantor pudieran definirse ángel o demonio, como Lamartine llamó al autor de Childe-Harold.
 Sería necesario no ser argentino para desconocer la verdad de estos hechos, y envanecerse de ellos, sin mezclarse a examinar la legitimidad del derecho con que ellos ceden en honra de la República Argentina, bastando fijarse en que la gloria es independiente a veces de la justicia, de la utilidad y hasta del buen sentido común.
Así, yo diré con toda sinceridad una cosa que considero consecuente con lo que dejo expuesto: Si se perdiesen los títulos de Rosas a la nacionalidad argentina, yo contribuiría con un sacrificio no pequeño al logro de su rescate. Me es fácil declarar que explicar el motivo porque me complazco en pensar que Rosas pertenece al Río de la Plata.
Pero, cuando hablando así, se nombra a Rosas, se habla de un general argentino, se habla de un hombre del Plata, o, más propiamente, se habla de la República Argentina. Hablar de la espectabilidad de Rosas, es hablar de la espectabilidad del país que representa. Rosas no es una entidad que pueda concebirse en abstracto y sin relación al pueblo que gobierna. Como todos los hombres notables, el desarrollo extraordinario de su carácter supone el de la sociedad a que pertenece. Rosas y la República Argentina son dos entidades que se suponen mutuamente: él es lo que es, porque es argentino; su elevación supone la de su país; el temple de su voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia, no son  rasgos suyos, sino del pueblo, que él refleja en su persona. La idea de un Rosas boliviano o ecuatoriano es absurdo. Solo el Plata podía dar por hoy un hombre que haya hecho lo que Rosas. Un hombre fuerte supone siempre otros muchos de igual temple a su alrededor. Con un ejército de ovejas, un león a su cabeza sería hecho prisionero por un solo cazador.
Suprimid Buenos Aires y sus masas y sus innumerables hombres de capacidad, y no tendréis Rosas.
Se le atribuye a él exclusivamente la dirección de la República Argentina. ¡Error inmenso! El es bastante sensato, para escuchar cuando parece que inicia; como su país, es muy capaz de dirigir cuando parece que obedece.
Rosas no es Pedro de Rusia. La grandeza argentina es más antigua que él. Rosas es posterior a Liniers en cuarenta años; a Moreno, a Belgrano, a San Martín, en treinta; a Rivadavia, en veinte. Bajo su dirección, Buenos Aires ha lanzado un no altanero a la Inglaterra y a la Francia coaligadas; en 1807 hizo más que eso, sin tener a Rosas a la cabeza: despedazó en sus calles 15.000 soldados de la flor de los ejércitos británicos y arrebató los cien estandartes que hoy engalanan sus templos.
En 1810, sin tener a Rosas a su cabeza, hizo rodar por el suelo la corona que Cristóbal Colón condujo al Nuevo Mundo.
El 9 de julio de 1816 la República Argentina escribió la página de oro de su independencia, y el nombre de Rosas no está al pie del documento.
En ese mismo año, los ejércitos argentinos, treparon, con cañones y caballería, montañas dos veces más altas que el Monte-Cenis y el San Bernardo, para ayudar a Chile a hacer lo que se había consumado al otro lado; pero no es Rosas el que firma los boletines victoriosos de Chacabuco y Maypo, sino el argentino don José de San Martín.
Toda la gloria de Rosas, elevada al cuadrado y multiplicada diez veces por sí misma, no forma un trofeo comparable en estimación al estandarte de Pizarro obtenido por
San Martín, en su campaña del Perú de 1821.
Esto no es apocar el mérito de Rosas. Esto es agrandar el mérito de la República Argentina; esto es decir que no es Rosas el que ha venido a enseñarle a ser brava y heroica.
De aquí se sigue una conclusión muy lógica y natural, a saber: que no bien habrá dejado Rosas de figurar al frente de la República Argentina, cuando ya otro hombre tan notable como él y otras escenas tan memorables como las suyas estarán llamando la atención hacia la República que, desde los primeros días de este siglo, nunca dejó de hacerse expectable, por sus hombres y sus hechos.
Pero, hoy mismo, ¿es acaso Rosas y su partido lo único que ofrezca ella de extraordinario y digno de admiración?
Eso sería ver una mitad de la verdad, y no la verdad entera.
Eso sería ver una mitad de la verdad, y no la verdad entera.
Nadie es grande sino midiéndose con grandes. Se alaba mucho la heroica constancia de Rosas, pero la constancia de su acción ¿no supone la de la resistencia que él trata de extinguir? Si la pertinacia con que Rosas persigue a sus enemigos hace 20 años ofrece ese interés de una voluntad que no cambia jamás, no es menos digna de admiración la invariable tenacidad con que ellos reaccionan su poder por el mismo espacio de tiempo.
No es mi ánimo entablar aquí un paralelo comparativo del mérito de los dos partidos en que se divide la República Argentina. Mitades de mi país, igualmente queridas, uno y otro, yo quiero hacer ver el heroísmo que les asiste a los dos. En ambos se observan los caracteres de un gran partido político: la América del Sur no presenta en la historia de sus guerras civiles dos partidos más tenaces en su acción, más consagrados a su idea dominante, más bien organizados, más leales a su bandera, más claros en sus fines, más lógicos y consecuentes en su marcha.
Estas cualidades no presentan tanto relieve en el partido unitario porque no ha tenido un hombre solo en que él se encarne. No ha tenido ese hombre porque nunca lo tienen las oposiciones que se pronuncian y organizan militarmente en el seno de las masas
populares; ha tenido infinitas cabezas en vez de una, y por eso ha dividido y perturbado su acción, haciendo estériles sus resultados.
Pero ¿no es tan admirable como la constancia de Rosas y los suyos la de esos hombres que en la patria, en el extranjero, en todas partes luchan hace veinte años, arrostrando con firmeza de héroes todas las contrariedades y sufrimientos de la vida extranjera, sin doblegarse jamás, sin desertar su bandera, sin apostatar nunca bajo el manto de esas flojas amalgamas, celebradas en nombre del derecho parlamentario?
Se han hecho reproches a uno y otro, unas veces merecidos, las más veces injustos. El reaccionario teniendo que luchar con masas sin disciplina, improvisando sus soldados, sus jefes, su arreglo y sus recursos, ha sido objeto de desagradables imputaciones. Pero ¿en qué reacción no se vieron excesos de ese género? La santa guerra de la Independencia contra la España, ¿no presentó infinitos rasgos de esos que el brillo del suceso y la justicia han dejado en el silencio? ¿No se oyen hasta hoy murmuraciones secretas contra los grandes nombres de San Martín y Bolívar, Carrera y O´Higgins, Monteagudo y La Mar, por actos inapercibidos, que en el laberinto de una gran guerra practicaron las masas de su mando?
¡Revelad, a ver, con justicia o sin ella, algún acto de cobardía, algún proceder de crapulosa indignidad que manche la vida de los Rivadavia, Agüero, Pico, Alsina, Varela, Lavalle, Las Heras, Olavarría, Suárez, y tantos otros alistados como jefes en las filas nobles del partido unitario!
Este elogio no es un rasgo de esa rutinera declamación de los partidos. Es la justa vindicación de una mitad de la República Argentina.
Se imputan faltas y extravíos a uno y otro. Los tienen tal vez, los han cometido, y el primero de ellos es el de haberse lanzado a las armas, para desgarrarse mutuamente. Pero una vez metidos en guerra –último extravío de la pasión y del calor- ¿ha podido parecer extraño que incurriesen en algunos otros? ¿a cuál no conduce la fiebre de una contienda de sangre, en que están empeñados el honor, la fe política, el interés de una causa considerada como la de la patria misma?
El partido federal echó mano de la tiranía; el unitario, de la Liga con el Extranjero. Los dos hicieron mal. Pero los que han mirado esta Liga como crimen de traición, ¿por qué han olvidado que no es menor crimen el de la tiranía? Hay, pues, en ello dos faltas que se explican la una por la otra. Digo faltas, y no crímenes, porque es absurdo pretender que los partidos argentinos hayan sido criminales en el abuso de sus medios.
Rosas tiene quienes comprendan sus miras, porque es vencedor. Los unitarios, no, porque están caídos. Así es el mundo en sus fallos. Llama traidor a Lavalle, porque murió derrotado en Jujuy. Si hubiese entrado victorioso en Buenos Aires, lo habría llamado Libertador. Si O´Higgins y San Martín hubiesen sido derrotados en Maypo, capturados y colgados al otro día en la plaza de Santiago; si otro tanto hubiese sucedido a los revolucionarios de Setiembre y subsistiese hasta hoy la dominación de los españoles, aquellos grandes de primer orden, estarían olvidados como oscuros insurgentes, dignos del patíbulo, en que expiaran su traición.
La pasión, en su idioma de embuste y de hipérbole, ha podido sólo dar el nombre de traición a la simple alianza militar de los unitarios, con las fuerzas de la Inglaterra y de la Francia.
La traición es un crimen; pero no hay crimen cuando no hay intención de obrar el mal. Es, pues, algo más que un proceder ligero; ¡es un cato de imbecilidad el presumir que hombres de la sinceridad, del calor, del patriotismo de Lavalle, Suárez, Olavarría, etc., hayan podido abrigar la intención de deshonrar los colores que defendieron desde niños en cien combates de gloria y de honor, exponiendo su vida ante las balas extranjeras! Si lo hubiesen hecho otros hombres sin los antecedentes de aquéllos, el sofisma sería menos manifiesto. ¡Pero imputar traición a la patria, a los que han creado y fundado la patria con su espada y con su sangre! ¡Lavalle, Paz, Rodríguez, que no tenían más fortuna que sus gloriosos trofeos obtenidos en la guerra de la independencia de América, habían de tener la intención de pelear, para después del triunfo entregar al extranjero la patria, su independencia, sus insignias, y hasta su honor y libertad personales! Los tiranos han gastado el sentido de la palabra traición abusando de ella; de modo que es raro que alguna vez, sobre todo en países jóvenes y guerreros, se aplique con justicia. Pero cuando se usa de ella contra los unitarios de la República Argentina, se comete algo más que un error común: se comete, como he dicho, un acto de imbecilidad inexcusable. Tiberio, el tenebroso y sangriento Tiberio, llegó a ver el crimen de traición, hasta en un verso, en una palabra indiscreta y confidencial, en una lágrima, en una sonrisa, en las cosas más insignificantes.[1] Dionisio el Tirano hizo condenar a muerte a un hombre que soñó que lo había asesinado. Alterad un poco el sentido de la palabra traición, decía Montesquieu, y tendréis el gobierno legal convertido en arbitrario.
“Un reproche grave, dice Chateaubriand, se ligará a la memoria de Bonaparte: hacia el fin de su reinado tornó tan pesado su yugo, que el sentimiento hostil al extranjero se amortiguó, y una, y una invasión, hoy de doloroso recuerdo, tomó, en el momento de consumarse, el aire de una campaña de libertad… Los Lafayette, los Lanjuinais, los Camilo Jordan, los Ducis, los Lemercier, los Chenier, los Benjamin Constant, erguidos en medio de la multitud impetuosa, se atrevieron a despreciar la victoria y protestar contra la tiranía”… “Abstengámonos, pues, de decir que aquellos a quienes la fatalidad conduce a pelear contra un poder que pertenece a su país, sean unos miserables: en todos los tiempos y países, desde los griegos hasta nosotros, todas las opiniones se han apoyado en las fuerzas que podían asegurarles su triunfo. Algún día se leerá en nuestras Memorias las ideas de Mr. De Malesherbes sobre la emigración”.[2]
Inútil es decir que Lafayette, Chenier, Constant, Carrel, son nombres que todos los partidos en Francia se vanaglorian de contar entre sus hombres célebres. ¿De qué nace este modo de verlos, a pesar de aquellos actos, que un sofista habría apellidado de traición? Del convencimiento universal de que sus intenciones, al ejecutarlos, eran enteramente francesas y patrióticas; y que sólo una situación del todo excepcional podía haberlos colocado en el caso de buscar el bien de la patria por un camino semejante.
Los unitarios en Buenos Aires han hecho menos que Constant, Carrel y Lafayette en Francia: ellos no han marchado jamás contra una cosa que pudiera decirse su país. Han marchado con su bandera, con su cucarda, con sus jefes, por su camino, a su fin aparte y peculiar; después de haber exigido y obtenido declaraciones escritas y solemnes, que ponían al abrigo el honor y la integridad de la República, contra toda mira perniciosa de parte del extranjero. Era imposible emplear ese medio delicado de reacción, con más discreción, reserva y prudencia que lo hicieron ellos. Son bien conocidos los documentos que lo prueban; a más del justificativo que nace de los resultados.
Otras miras altas y nobles explican también la conducta de los argentinos que en 1840 se unieron a las fuerzas francesas para atacar el poder del general Rosas. Esa unión tenía miras más lejanas que un simple cambio de gobernador en Buenos Aires. Dirélas con la misma sinceridad y franqueza con que entonces se manifestaban. Podrán ser erróneas; eso depende del modo de pensar de cada uno: pero jamás se mezcló el dolo a su concepción. Pertenecían generalmente a los hombres jóvenes del partido reaccionario, y éstos las debían a sus estudios políticos de escuela. Sospechar que la traición se hubiese mezclado en ellas, es suponer que hubiese habido gentes bastante necias para iniciar a estudiantes de derecho público en los arcanos de esa diplomacia oscura que, según algunos, tiende a cambiar el principio político del gobierno en América. […]
Bien; pues esos jóvenes, abordando esa cuestión, que es la de la vida misma de esta parte del Nuevo Mundo, pensaron que mientras prevalezca el ascendiente numérico de la multitud ignorante y proletaria, revestida por la revolución de la soberanía popular, sería siempre reemplazada la libertad por el régimen del despotismo militar de un solo hombre; y que no había más medio de asegurar la preponderancia de las minorías ilustradas de estos países que dándoles ensanchamiento por vínculos y conexiones con influencias civilizadas traídas de fuera, bajo condiciones compatibles con la independencia y democracia americanas, proclamadas por la revolución de un modo irrevocable. Absurdo o sabio, este era el pensamiento de los que en esa época apoyaban la Liga con las fuerzas europeas para someter el partido de la multitud plebeya, capitaneada y organizada militarmente por el general Rosas. Los partidarios de esas ideas las sostenían pública y abiertamente por la prensa con el candor y el desinterés que son inherentes al carácter de la juventud. Esa cuestión es tan grave, afecta de tal modo la existencia política de los nuevos Estados de América, es tan incierta y oscura, cuenta con tan pocos pasos dados en su solución, que es preciso hallarse muy atrasado en experiencia y buen sentido político para calificar de extraño este o aquel plan de solución ensayado. Ese punto ha llamado la atención de todos los hombres que han pensado seriamente en los destinos políticos del Nuevo Mundo y en él han cometido errores de pensamiento Bolívar, San Martín, Monteagudo, Rivadavia, Alvear, Gómez y otros no menos espectables por su mérito y patriotismo americano. Mil otros errarán tras ellos en la solución de ese problema, y no serán las cabezas menos altas y menos distinguidas, pues los únicos para quienes la cuestión está ya resuelta son los demagogos, que engañan a la multitud, y los espíritus limitados, que se engañan a sí mismos. Si, pues, los partidos argentinos han podido padecer extravío en la adopción de sus medios, en ello no han intervenido el vicio ni la cobardía de los espíritus, sino la pasión, que, aun siendo noble y pura en sus fines, es casi siempre ciega en el uso de sus medios, y la inexperiencia de que adolecen los nuevos Estados de este continente, en lo tocante al sendero por donde deben conducir los pasos de su vida pública. […] Cada partido ha tenido cuidado en ocultar o desfigurar las ventajas y méritos de su rival. Según la prensa de Rosas, la mitad más culta de la República Argentina es igual a las hordas meridionales de Pehuenches y Pampas; se compone de los salvajes unitarios (como quien dice los salvajes progresistas, siendo la unidad el término más adelantado, la idea más alta de la ciencia política). Los unitarios, por su parte, han visto muchas veces en sus rivales a los caribes del Orinoco. Cuando algún día se den el abrazo de paz, en que acaban las más encendidas luchas, qué diferente será el cuadro que de la República Argentina tracen sus hijos de ambos campos. ¡Qué nobles confesiones no se oirán alguna vez de boca de los frenéticos federales! ¡Y los unitarios, con qué placer no verán salir hombres de honor y de corazón de debajo de esa máscara espantosa con que hoy se disfrazan sus rivales cediendo a las exigencias tiránicas de la situación! […] Se oye también que la República Argentina padece atraso general por consecuencia de su larga y sangrienta guerra. Este error, el más acreditado fuera de sus fronteras, viene también de las mismas causas que el otro. Sin duda que la guerra es menos fecunda en ciertos adelantos que la paz; pero trae consigo ciertos otros que le son peculiares, y los partidos argentinos los han obtenido con una eficacia igual a la intensidad de los padecimientos. La República Argentina tiene más experiencia que todas sus hermanas del Sur, por la razón de que ha padecido más que ninguna. Ella ha recorrido un camino que las otras están por principiar. Como más próxima a la Europa, recibió más pronto el influjo de sus ideas progresivas, que fueron puestas en ejecución por la revolución de Mayo de 1810, y más pronto que todas recogió los frutos buenos y malos de su desarrollo, siendo por ello en todos tiempos futuro para los Estados menos vecinos del manantial trasatlántico de los progresos americanos lo que constituía el pasado de los Estados del Plata. Así, hasta en lo que hoy se toma como señal de atraso en la República vecina, está más adelantada que las que se reputan exentas de esos contratiempos, porque no han empezado aún a experimentarlos. Un hecho notable, que hace parte de la organización definitiva de la República Argentina, ha prosperado a través de sus guerras, recibiendo servicios importantes hasta de sus adversarios. Ese hecho es la centralización del poder nacional. Rivadavia proclamó la idea de la unidad; Rosas la ha realizado. Entre los federales y los unitarios han centralizado la República; lo que quiere decir que la cuestión es de voces, que encubren mera fogosidad de pueblos jóvenes, y que en el fondo, tanto uno como otro, han servido a su patria, promoviendo su nacional unidad. Los unitarios han perdido; pero ha triunfado la unidad. Han vencido los federales; pero la federación ha sucumbido. El hecho es que del seno de esta guerra de nombres ha salido formado el poder, sin el cual es irrealizable la sociedad, y la libertad misma, imposible. El poder supone como base de su existencia firme, el hábito de la obediencia. Ese hábito ha echado raíces en ambos partidos. Dentro del país, Rosas ha enseñado a obedecer a sus partidarios y a sus enemigos; fuera de él, sus enemigos ausentes, no teniendo derecho a gobernar, han pasado su vida en obedecer, y por uno y otro camino ambos han llegado al mismo fin. A este respecto ningún país de América meridional cuenta con medios más poderosos de orden interior que la República Argentina. No hay país de América que reúna mayores conocimientos prácticos, acerca de los Estados hispanoamericanos, que aquella República, por la razón de ser el que haya tenido esparcido mayor número de hombres competentes fuera de su territorio, y viviendo regularmente injeridos en los actos de la vida pública de los Estados de su residencia. El día que esos hombres, vueltos a su país, se reúnan en asambleas deliberantes, ¡qué de aplicaciones útiles, de términos comparativos, de conocimientos prácticos y curiosas alusiones no sacarán de los recuerdos de su vida pasada en el extranjero! Si los hombres aprenden y ganan con los viajes, ¿qué no sucederá a los pueblos? Se puede decir que una mitad de la República Argentina viaja en el mundo de diez y veinte años a esta parte. Compuesta especialmente de jóvenes, que son la patria de mañana, cuando vuelva al suelo nativo, después de su vida flotante, vendrá poseedora de lenguas extranjeras, de legislaciones, de industrias, de hábitos, que después son lazos de confraternidad con los demás pueblos del mundo. ¡Y cuántos a más de conocimientos, no traerán capitales a la riqueza nacional! No ganará menos la República Argentina, dejando esparcidos en el mundo algunos de sus hijos ligados para siempre en países extraños, porque esos mismos extenderán los gérmenes de apego al país que les dio la vida que transmitan a sus hijos. Al pensar en todo esto, puede, pues, un argentino, donde y como quiera que se halle en el mundo, ver lucir la luz de Mayo, sin arrepentirse de pertenecer a la nación de su origen. Sin embargo, todo esto es poco: todo esto no satisface el destino verdadero de la República Argentina. Todo esto es extraordinario, lucido, sorprendente. Pero la República Argentina tiene necesidad, para ser un pueblo feliz dentro de sí mismo, de casos más modestos, más útiles y reales que toda esa brillantez de triunfos militares y resplandores inteligentes. Ella ha deslumbrado al mundo por la precocidad de sus ideas. Tiene glorias guerreras que no poseen pueblos que han vivido diez veces más que ella. Tiene tantas banderas arrancadas en combates victoriosos, que pudiera ornar su frente con un turbante compuesto de todos los colores del Iris; o alzar un pabellón tan alto como la Columna de Vendome, y más radiante que el bronce de Austerlitz. Pero todo esto ¿a qué conduce, sin otras ventajas que, ¡la pobre! ha menester todavía en tanto número? Ha hecho ya demasiado para la fama: muy poco para la felicidad. Posee inmensas glorias; pero ¡qué lástima!, no tiene una sola libertad. Sean eternos, muy enhorabuena, los laureles que supo conseguir, puesto que juró no vivir sin ellos. Pero recuerde que las primeras palabras de su génesis revolucionario, fueron aquellas tres que forman unidas un código santo y un verso sublime, diciendo: libertad, libertad, libertad. Por fortuna, ella sabe ya, a costa de llanto y de sangre, que el goce de este beneficio está sujeto a condiciones difíciles y graduales, que es menester llenar. Así, si en los primeros días fue ávida de libertad, hoy se contentaría con una libertad más que moderada. En sus primeros cantos de triunfo, olvidó una palabra menos sonora que la de libertad, pero que representa un contrapeso que hace tenerse en pie a la libertad: el orden. Un orden, una regla, una ley; es la suprema necesidad de su situación política. Ella necesita esto, porque no lo tiene. Puede poseerlo, porque tiene los medios conducentes. No hay una ley que regle el gobierno interior de la República Argentina y el ejercicio de las garantías privadas. Este es el hecho más público que ofrezca aquel país. No tiene una Constitución política; siendo en esto la única excepción de todo el continente. No hay cuestión ya sobre si ha de ser unitaria o federal: sea federal enhorabuena; pero haya una ley que regle esa federación: haya una Constitución federal. Aunque la Carta o Constitución escrita no es la ley o el pacto, sin embargo, ella la prueba, la fija y la mantiene invariable. La letra, es una necesidad de orden y armonía. Se garante la estabilidad de todo contrato importante, escribiéndolo: ¿qué contrato más importante que el gran contrato constitucional? Tampoco hay cuestión sobre que haya de ser liberal. Sea despótica, sea tiránica, si se quiere, esa ley; pero haya una ley. Ya es un progreso que la tiranía sea ejercida por la ley en vez de serlo por la voluntad de un hombre. Lo peor del despotismo no es su dureza, sino su inconsecuencia. La ley escrita es inmutable como la fe. Decir que la República Argentina no es capaz de gobernarse por una Constitución, aunque sea despótica o monárquica, es suponer que la República Argentina no está a la altura de ninguno de los Estados de América del Sur, sino más abajo que todos; es suponerla menos capaz que Bolivia, que el Ecuador, que el Paraguay, que bien o mal poseen una Constitución escrita, y pasablemente observada. Esto pasa de absurdo. ¿Cuál de ellos posee un poder más real, eficaz y reconocido? Quien dice tener el poder, dice tener la piedra fundamental del edificio político. Ese poder necesita una ley, porque no la tiene. Se objeta que con ella es imposible el hecho de su existencia. Désela en tal caso tan despótica como se quiera: pero dése una ley. Sin esa ley de subordinación interior, la República Argentina podrá tener un exterior muy bello; pero no será por dentro sino un panteón de vivos. De otro modo es mejor ser argentino desde lejos, para recibir el reflejo honroso de la gloria, sin sentir en los hombros los pies del héroe. ¿Cuál Estado de América meridional posee respectivamente mayor número de población ilustrada y dispuesta para la vida ocupada de la industria y del trabajo, por resultado del cansancio y hastío de los disturbios anteriores? Hay quien ve un germen de desorden en el regreso de la emigración. Pero eso es temer la conducta del pecador, justamente porque sale de ejercicios. La emigración es la escuela más rica en enseñanza: Chateaubriand, Lafayette, madame Staël, el rey Luis Felipe, son discípulos ilustres formados en ella. la emigración argentina es el instrumento preparado para servir a la organización del país, tal vez en manos del mismo Rosas. Sus hombres actuales son soldados, porque hasta aquí no ha hecho sino pelear: para la paz necesita gente de industria; y la emigración ha tenido que cultivarla para comer en el extranjero. Lo que hoy es emigración era la porción más industriosa del país, puesto que era la más instruida, puesto que pedía instituciones y las comprendía. Si se conviene en que Chile, el Brasil, el Estado Oriental, donde principalmente ha residido, son países que tienen mucho de bueno en materia de ejemplos, se debe admitir que la emigración establecida en ellos, ha debido aprender, cuando menos a vivir quieta y ocupada. ¿Cómo podría retirarse, pues, llevando hábitos peligrosos? El menos dispuesto a emigrar es el que ha emigrado una vez. No se emigra dos ocasiones en la vida; con la primera basta para hacerse circunspecto. Por otra parte: esa emigración que salió joven, casi toda ella, ¿no ha crecido, en edad, en hábitos de reposo, en experiencia? Indudablemente que sí; pero se comete el error de suponerla siempre inquieta, ardorosa, exigente, entusiasta, con todas la calidades que tuvo cuando dejó el país. Se reproduce en todas las provincias lo que a este respecto pasa en Buenos Aires. En todas ellas existen hoy abundantes materiales de orden; como todas han sufrido, en todas ha echado raíz el espíritu de moderación y tolerancia. Ya ha desaparecido el anhelo de cambiar la cosas desde la raíz; se han aceptado muchas influencias, que antes repugnaban, y en las que hoy se miran hechos normales con que es necesario contar para establecer el orden y el poder. Los que antes eran repelidos con el dictado de caciques, hoy son aceptados en el seno de la sociedad de que se han hecho dignos, adquiriendo hábitos más cultos, sentimientos más civilizados. Esos jefes, antes rudos y selváticos, han cultivado su espíritu y carácter en la escuela del mando, donde muchas veces los hombres inferiores se ennoblecen e ilustran. Gobernar diez años es hacer un curso de política y de administración. Esos hombres son hoy otros tantos medios de operar en el interior un arreglo estable y provechoso. Nadie mejor que el mismo Rosas y el círculo de hombres importantes que le rodea, podrían conducir al país a la ejecución de un arreglo general en este momento. ¿Qué ha hecho Rosas hasta aquí de provechoso al país, hablando con imparcialidad y buena fe? Nada. Un inmenso ruido y un grande hacinamiento de poder; es decir, ha echado los cimientos de una cosa que todavía no existe, y está por crearse. Hacer ruido y concentrar poder, por el solo gusto de aparecer y mandar, es frívolo y pueril. Se obtienen estas cosas, para operar otras reales y de verdadera importancia para el país. Napoleón vencía en Jena, en Marengo, en Austerlitz, para ser Emperador y promulgar los cinco códigos, fundar la Universidad, la Escuela Normal y otros establecimientos que lo perpetúan, mejor que el laurel y el bronce, en la memoria del mundo. Rosas no ha hecho aún nada útil para su país; hasta aquí está en preparativos. Tiene como nadie el poder de obrar bien; como el vapor impele el progreso de la industria, así su brazo pudiera dar impulso al adelanto argentino. Hasta aquí no es un grande hombre, es apenas un hombre extraordinario. Sólo merece el título de grande el que realiza cosas grandes y de utilidad durable y evidente para la nación. Para obtener celebridad basta ejecutar cosas inauditas, aunque sean extravagantes y estériles. Si Rosas desapareciese hoy mismo, ¿qué cosa quedaría creada por su mano, que pudiera excitar el agradecimiento sincero de su patria? ¿El haber repelido temporalmente las pretensiones de la Inglaterra y la Francia? Eso puede tener un vano esplendor; pero no importa un beneficio real, porque las pretensiones repelidas no comprometen interés alguno grave de la República Argentina. ¿El haber creado el poder? Tampoco. El poder no es esa institución útil, que conviene a la libertad misma, cuando no es una institución organizada sobre bases invariables. Hasta aquí, es un accidente: es la persona mortal de Rosas. Es inconcebible cómo ni él ni su círculo se preocupen de esta cuestión ni hagan por que las terribles cosas realizadas hasta aquí den al menos el único fruto benéfico que pudiera justificarlas a los ojos de la posteridad, cuyas primeras filas ya distan sólo un paso de esos hombres. ¿Qué esperan, pues, para dar principio a la obra? El establecimiento de la paz general, se responde. ¡Error! La paz no viene sino por el camino de la ley. La Constitución es el medio más poderoso de pacificación y orden interior. La dictadura es una provocación constante a la pelea; es un sarcasmo, es un insulto a los que obedecen sin reserva ni limitación. La dictadura es la anarquía constituida y convertida en institución permanente. Chile debe la paz a su Constitución; y no hay paz durable en el mundo que no tenga origen en un pacto expreso que asegure el equilibrio de todos los intereses públicos y personales. La reputación de Rosas es tan incompleta, está tan expuesta a convertirse en humo y nada; hay tanta ambigüedad en el valor de sus títulos, tanto contraste en los colores bajo que se ofrece, que aquellos mismos que por ceguedad, envidia o algún mal sentimiento preconizan su gloria cuando juzgan la conducta de su política exterior, enmudecen y se dan por batidos cuando, vuelto el cuadro al revés, se les ofrece el lado de la situación interior. Sobre este punto no hay sofisma ni engaño que valga. No hay Constitución escrita en la República Argentina; no hay ni leyes sueltas de carácter fundamental que la suplan. El ejercicio de las que hubo en Buenos Aires está suspendido, mientras el general Rosas es depositario indefinido de la suma del Poder público. Ese es el hecho. Aquí no hay calumnia, pasión, ni espíritu de partido. Reconozco, acepto todo lo que en el general Rosas quiera suponerse de notable y digno de respeto. Pero es un dictador, es un jefe investido de poderes despóticos y arbitrarios, cuyo ejercicio no reconoce contrapeso. Este es el hecho. Poco importa que él use de un poder conferido legalmente. Eso no quita que él sea dictador; el hecho es el mismo, aunque el origen sea distinto. Vivir en Buenos Aires, es vivir bajo el régimen de la dictadura militar. Hágase cuanto elogio se quiera de la moderación de ese poder, será en tal caso una noble dictadura. En el tiempo en que vivimos las ideas han llegado a un punto en que se apetecen más las Constituciones mezquinas que las dictaduras generosas. Vivir bajo el despotismo, aunque sea legal, es una verdadera desgracia. Esta desgracia pesa sobre la noble y gloriosa República Argentina. Esta desgracia ha llegado a ser innecesaria y estéril. Tal es el estado de la cuestión de su vida política y social. La República Argentina es la primera en glorias, la primera en celebridad, la primera en poder, la primera en cultura, la primera en medios de ser feliz, y la más desgraciada de todas, a pesar de eso. Pero su desgracia no es la de la miseria. Ella es desgraciada al modo que esas familias opulentas, que en medio del lustre y pompa exteriores, gimen bajo el despotismo y descontento domésticos. Ahora cuarenta años, afligida por una opresión menos brillante, tuvo la fortuna de sacudirla, reportando por fruto de su coraje victorioso los laureles de su Revolución de Mayo. Ella ha hecho posteriormente esfuerzos mayores por deshacerse del adversario que abriga en sus entrañas; pero nada ha conseguido, porque entre el despotismo extranjero y el despotismo nacional, hay la diferencia en favor de éste del influjo mágico que añade a cualquier causa la bandera del pueblo. ¿Cómo destruiríais un poder que tiene la astucia de parapetarse detrás de la gloria nacional y alza en sus almenas los colores queridos de la patria? ¿Qué haríais en presencia de una estratagema tan feliz? Invencible por la vanidad del país mismo, no queda otro camino que capitular con él, si tiene bastante honor para deponer buenamente sus armas arbitrarias en las manos religiosas de la ley. Rosas, arrodillado por un movimiento espontáneo de su voluntad, ante los altares de la ley, es un cuadro que deja atrás en gloria al del león de Castilla rendido a las plantas de la República, coronada de laureles. Pero si el cuadro es más bello, también es menos verosímil; pues menos cuesta a veces vencer una monarquía de tres siglos, que doblegar una aberración orgullosa del amor propio personal. Con todo, ¿a quién, sino a Rosas, que ha reportado triunfos tan inesperados, le cabe obtener el no menos inesperado, sobre sí mismo? El problema es difícil, pues, y la dificultad no pequeña. Pero cualquiera que sea la solución, una cosa hay verdadera a todas luces, y es que la República Argentina tiene delante de sí sus más bellos tiempos de ventura y prosperidad. El sol naciente que va en su escudo de armas, es un símbolo histórico de su destino: para ella todo es porvenir, futura grandeza y pintadas esperanzas. Valparaíso, mayo 25 de 1847.

* Alberdi, Juan Bautista, La República Argentina 37 años después de su Revolución de Mayo y otros escritos políticos, Buenos Aires, Emecé-Buenos Aires Ciudad, 2010, pp. 1-24.



[1] Tácito, Anales, lib. 6 y 11.
[2] Congreso de Verona, por Chateaubriand, cap. XXXI y XXXVII. Bastaría traer en apoyo de lo que dice este historiador, el recuerdo de la gloriosa revolución de los ingleses, promovida y apoyada por una escuadra y trece mil bayonetas holandesas.

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