Doncella del siglo XVI. |
Por
Elvira García Alarcón
“Las filosofías dan
expresión, sin duda, a las aspiraciones e intereses de clases y de grupos
sociales muy distintos a lo largo de su historia: […] siempre son producidas
por varones que no han puesto en tela de juicio el orden patriarcal. Son los
portadores del logos”. (Celia Amorós, Hacia una crítica de la razón
patriarcal).
El «descubrimiento» y
la conquista de América tuvieron lugar en el apogeo del humanismo europeo. Los
humanistas del Renacimiento buscaban, mediante la enseñanza de gramática,
retórica, historia, filosofía, poesía… el cultivo de las facultades del hombre;
resaltaban su dignidad, su valor, así como su capacidad racional para practicar
el bien y hallar la verdad. Respecto a
esta última, decían que no es exclusiva de ningún filósofo en particular (1),
sino que se puede encontrar en diferentes corrientes de pensamiento: Platón,
las escuelas del helenismo, Cicerón, Séneca, Virgilio, Horacio… Así, propusieron
una vuelta a la cultura clásica, estableciendo una concordia entre clasicismo y
cristianismo; y confiaron en poder mejorar el género humano a través de la
enseñanza. En este contexto, la formación cultural de las mujeres empezó a
preocupar a pedagogos y filósofos. Tomás Moro pensaba que también ellas tenían
derecho a desarrollar su propia humanidad a través del estudio de las letras y las
ciencias; por ello, era necesario instruirlas al igual que a los hombres. Así,
mostró un audaz empeño por la educación de sus hijas, en contra de la misoginia
imperante, convirtiéndolas en modelo de mujer cultivada. La labor realizada por
el humanista inglés con Margaret, Elisabeth y Cecily le produjo grandes
satisfacciones, e incluso ayudó a Erasmo a desprenderse de algunos prejuicios
acerca de la ilustración femenina.
Ahora bien, evitemos
precipitarnos en nuestro optimismo, y tengamos presente que
«para el hombre renacentista, la mujer
resulta un ser desconocido: despreciable, inferior, taimado, infiel, temible»
(Langa, 2010, p. 507). Moro no es una excepción. Cuando su hija
Margaret estaba a punto de dar a luz, le
escribió que imploraba para que «fuera agraciada con un pequeño que sea como su
madre en todo menos en su sexo» (Silva, 2007, p. 98). Y en Utopía profiere
estas palabras:“al elegir esposa, cosa que puede llenar de placer o de pesar
toda nuestra vida, obramos tan atolondradamente que apreciamos el valor de una
mujer con sólo ver un palmo de su cuerpo […], ya que el resto de su cuerpo está
cubierto con vestidos, y puede suceder que luego descubramos algún defecto en
su cuerpo y tomemos aversión a la mujer. […]. La belleza, las gracias del
cuerpo, añaden valor a las virtudes. […]. Y si tales deformidades se descubren
después de que se haya consumado el matrimonio, el esposo tiene que resignarse
a su suerte. ¡Cuánto mejor sería que hubiese una ley que impidiese esos engaños
antes de casarse!” (2010, pp. 97-98).
Si bien la instrucción,
entendida como un proceso de humanización y de formación
moral, era considerada por algunos
humanistas como imprescindible para todo el mundo, debía adecuarse a la
posición social y al sexo. De este modo, Luis Vives afirmaba que la enseñanza
femenina tenía como finalidad superar los defectos y la malicia natural de las mujeres:
«no hay mujer buena si le falta crianza y doctrina;» (1948, p. 19). Y, por
supuesto, no era propio de ellas ni la adquisición de conocimientos ni el
discurso, sino el silencio y la virtud: “El tiempo que ha de estudiar la mujer
yo no lo determino más en ella que en el hombre, sino que en el varón quiero
que haya conocimiento de más cosas y más diversas, así para su provecho de él
como para bien y utilidad de la república para enseñar a los otros. Pero la
mujer debe estar puesta en aquella parte de la doctrina que la enseñan
virtuosamente vivir, y poner orden en sus costumbres y crianza y bondad de su
vida, y quiero que aprenda por saber, no por mostrar a los otros que sabe,
porque es bien que calle, y entonces su virtud hablará por ella” (Vives, 1948,
p. 26).
Estas creencias en
torno a la inferioridad de las mujeres, y su necesaria sumisión al varón, han
manchado la historia de la humanidad con la complicidad de axiomas
«científicos», dogmas religiosos, leyes, refranes populares, escritos
filosóficos y literarios… Los primeros educadores novohispanos, influenciados
por las corrientes de pensamiento europeo, no estaban exentos de estas ideas
(2). Y con ellas marcharon al Nuevo Mundo.
Influencia
de Instrucción
de la mujer cristiana
El humanismo europeo se
extendió hasta las colonias españolas en América. Muchos de los doctos
humanistas que allí marcharon incluyeron en su equipaje escritos de Erasmo, de
Moro, de Vives, y fueron formando sus librerías personales para promulgar la
palabra divina y dar instrucción. Si el fundamento de la educación era
transmitir las costumbres de la madre patria y la doctrina cristiana, las obras
permitidas debían ir en esa línea. Sirva como ejemplo la siguiente Real Cédula,
fechada el 4 de abril de 1531, expedida por doña Isabel de Portugal: “Yo he
seydo informada que se pasan a las Indias muchos libros de romance de ystorias
varias y de profanidad, como son el Amadís y otros desta calidad; y porque éste
es mal exercicio para los yndios e cosa en que no es bien que se ocupen ni
lean, por ende, yo vos mando que de aquí adelante no consyntáis ni deys lugar a
persona alguna a pasar a las Yndias libros ningunos de historia y cosas
profanas, salvo tocante a la religión cristiana e de virtud, en que se
ejerciten y ocupen los dichos yndios e los otros pobladores de las dichas
Yndias, porque a otra cosa no se ha de dar lugar” (Millares, 1993, p. 268).
La constitución de
bibliotecas entre los siglos XVI y XVIII se debió, fundamentalmente, a
franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas y mercedarios. Juan de Zumárraga
tenía en su biblioteca, al menos, catorce volúmenes de las obras de Erasmo;
Vasco de Quiroga fundó hospitales-pueblo inspirándose en la Utopía de Tomás
Moro. Los tratados de Luis Vives (Valencia, 1492 - Brujas, 1540) dejaron su
huella en escuelas, universidades y métodos educativos. Su pensamiento es uno
de los mayores exponentes del humanismo renacentista del siglo XVI, y la
influencia que ejerció sobre la Europa del Renacimiento fue enorme. No sólo
acudieron a consultarle los más influyentes artífices de la Reforma protestante
y de la Contrarreforma católica, sino que fue tutor y educador de muchos nobles
que ocuparon puestos de responsabilidad en la monarquía de Carlos V, como
Gracián de Alderete —intérprete del emperador—, Guillermo de Croÿ —consejero
personal del emperador y arzobispo de Toledo—, Pedro de Maluenda —teólogo
imperial— y Francisco Cervantes de Salazar. Este último fue miembro fundador,
profesor y rector de la Real y Pontificia Universidad de México, autor de la
primera biografía de Luis Vives, publicada en México en 1554, y traductor al
castellano de la obra vivesiana Introductio ad sapientiam.
Vives expresa las ideas
más importantes sobre la educación femenina en
Instrucción de la mujer cristiana (De institutione feminae
christianae, 1524).(3) Dado el éxito de
este tratado, decidió complementarlo con la publicación de Los deberes del marido (De officio mariti, 1528). El primero, más
extenso y elaborado, alcanzó una extraordinaria popularidad: fue traducido a
varios idiomas (4), y se hicieron alrededor de cincuenta ediciones en el siglo
XVI (Moreno, 2006, p. 396). Entre los libros llegados a la Nueva España,
conservados en colegios, conventos y casas particulares, no pudo faltar De institutione feminae christianae.
El autor dividió la
obra en tres libros, uno para las doncellas, otro para las casadas y un tercero
para las viudas. En apoyo a sus argumentos, recurre al Antiguo Testamento, a
Padres de la Iglesia —como Jerónimo, Agustín, Tertuliano—, a pensadores griegos
y latinos, a numerosos moralistas y, sobre todo, a Pablo de Tarso, auténtico
fundador del cristianismo, que despreciaba la filosofía y que, sin ser nada
original, defendió la subordinación de las mujeres a los hombres.
Para la elaboración de
su discurso, que versaba, con todo lujo de detalles, sobre cómo eran y cómo
debían comportarse las mujeres, Vives no contó con ellas. No es de extrañar, si
el mutismo y la ausencia eran las categorías que servían para clasificar a unos
«seres inferiores», unos entes que se debían a sus padres, a sus hermanos, a
sus maridos (Vives, 1948, p. 16). El filósofo se erigió en autoridad sobre el
tema: «porque tengo de hablar de tus perfecciones y mostrarte lo que tienes en
ti misma» (1948, p. 36), ocupándose de la formación femenina «con una especie
de amor paternal», sin ocultar ni disimular aquello que creyese adecuado para
nuestra erudición (Beltrán, 1994, p. 297). Así, rotula una y otra vez la
virginidad como excelente y maravillosa joya, esencia de la sabiduría femenina
y fundamento de las demás virtudes: “las mujeres, cuando no saben guardar su
castidad, merecen tanto mal, que no es bastante el precio de la vida para
pagarlo. A los hombres muchas cosas les son necesarias. Lo primero tener
prudencia y que sepa hablar, que sea perito y sabio en las cosas del mundo y de
su república, tenga ingenio, memoria, arte para vivir, ejecute justicia y
liberalidad, alcance grandeza de ánimo, fuerza de cuerpo y otras cosas
infinitas. Y si algunas de éstas le faltan, no es mucho de culpar con que tenga
algunas. Pero en la mujer nadie busca elocuencia ni bien hablar, grandes
primores de ingenio ni administración de ciudades, memoria o liberalidad; sola
una cosa se requiere en ella y ésta es la castidad, la cual, si le falta, no es
más que si al hombre le faltase todo lo necesario” (Vives, 1948, p. 44).
La mujer virtuosa debe
ser casi invisible; el destierro de la vida pública es su espacio. El ágora
solo está reservada para quienes pueden y deben hablar, los hombres. Si
perfección significa no cambio (5), la mujer
perfecta es aquella que se ajusta al marco teórico de la quietud. El
silencio permite ese estado: «no es cosa fea a la mujer callar» (Vives, 1948,
p. 24); el hogar lo garantiza: «que la doncella, o nunca salga de casa, o muy
tarde» (1948, p. 69). La sustancia de las mujeres debe ser la misma que la de
los cementerios, la calma. Teniendo en cuenta que sus estudios las van a
preparar para el hogar, los maridos y la crianza, educarlas no es peligroso:
nada las puede incitar a la mudanza.
Esas directrices fueron
las que se siguieron para la educación femenina en la América colonial.
Comenzando por a quiénes correspondía instruir: “Ahora el maestro que ha de
tener la nuestra virgen; yo, por mí querría que fuese alguna mujer antes que
hombre, y antes su madre o tía o hermana que no alguna extraña, y cuando
extranjera hubiere de ser, sea conocida, y si puede ser que tenga las
circunstancias siguientes, es a saber: que sea en años anciana, en vida muy
limpia, en fama estimada” (1948, pp. 24-25).
Y continuando por las
labores que debían realizar, los libros que les estaba permitido leer
(Evangelios, Antiguo Testamento, vidas de santos, algunos autores clásicos como
Platón, Séneca, Cicerón)… Esta era la norma ideal, y a ese fin se debía
aspirar.
La
educación femenina
El proceso de Conquista
se caracterizó por una situación sociológica muy especial, que generó
relaciones ilegítimas, casos de mujeres solteras, separadas, viudas,
abandonadas… Este escenario exigió la aplicación de una legislación considerada,
en principio, de excepción. Muchas mujeres se vieron obligadas a buscar su
sustento y el de sus criaturas. “De ahí la frecuencia con que la mujer
novohispana aparece en actividades lucrativas o remuneradas: grandes hacenderas
dedicadas a la agricultura y la ganadería, comerciantes y proveedoras de las
tiendas de la ciudad de México (incluyendo carnicerías), pero también
labradoras en pequeña escala o humildes productoras y expendedoras de pulque;
maestras de primeras letras (llamadas «amigas»), impresoras (la mayoría de las
imprentas de México terminaron en las manos de viudas), bordadoras y tejedoras,
obrajeras, pero también actrices y curanderas” (Duby y Perrot, 1993, p. 654).
Otras solo encontraron
el camino de la mendicidad y la prostitución. Ahora bien, estas circunstancias
en que se desenvolvía la vida colonial no fueron óbice para que el proyecto de
trasladar las costumbres hispanas a los nuevos territorios se desarrollara con
éxito. Los religiosos dejaron de ocuparse de los problemas derivados de la
Conquista, y se centraron en la imposición de textos, materias e ideas ajenas a
aquella realidad. Así, la educación femenina en la época colonial consistió en
consolidar la vida familiar y fomentar la religiosidad.
La Corona española
desempeñó una labor fundamental en el adiestramiento y cristianización del
Nuevo Mundo. En 1523, Carlos I y la reina doña Juana enviaron al conquistador
Hernán Cortés una Real Cédula en la cual señalaban la inteligencia de aquellas
gentes para aprender, y la importancia de «convertirlos a la fe, industriarlos
en ella’ para que vivan como cristianos y se salven» (Muriel, 1995, p. 30). Por
supuesto, esta misión no podían encomendarla sino a religiosos y a personas de
buena vida.
Así, el Emperador
decidió, ese mismo año, que serían franciscanos flamencos los primeros
misioneros en la Nueva España: Juan de Tecto, Juan de Aora y Pedro de Gante. La
primera escuela para indígenas fue establecida en Texcoco. Ese sería el
principio de un largocamino evangelizador. El primer obispo de aquellas
tierras, Fray Juan de Zumárraga (6) (España, 1476? - México, 1548), fomentó
escuelas y colegios, tanto para niños cuanto para niñas. Respecto a estas
últimas, expresa: «Hay gran necesidad que se hagan casas en cada cabecera y
pueblos principales, donde se críen y doctrinen las niñas y sean escapadas del
adiluvio maldito de los caciques» (Zepeda, 1999, p. 60). De ese modo, se
empieza a promover la fundación de escuelas exclusivas para ellas. Con tal fin,
solicitó mujeres piadosas a la reina Isabel quien, emocionada por sus cartas,
se interesó por la educación de las niñas. Con el propósito de atender el
problema de la educación de indias y mestizas, se hizo necesario el dictamen de
Reales Cédulas. Como afirma Josefina Muriel, “las más antiguas que conocemos
son las enviadas por la reina gobernadora doña Isabel de Portugal, mujer del
emperador don Carlos; están fechadas en Toledo los días 10, 24 y 31 de agosto
de 1529 y van dirigidas al obispo electo don fray Juan de Zumárraga y a la
Primera audiencia de México” (1995, p. 32).
Doña Isabel buscó
maestras de vida ejemplar, y las envió a la Nueva España (7). Comenzó así la
instauración de internados y escuelas para indias (8), escuelas de amigas,
colegios, conventos, beaterios. Por supuesto, las mujeres carecieron de
formación media o superior, y «los educadores se preocuparon especialmente por
la educación de la juventud criolla» (Gonzalbo, 2005, p. 24). Las criollas y
las españolas debían preservar las costumbres de la madre patria, y realizar
las funciones propias de su sexo. No debemos olvidar que las mujeres
transmitirían los valores y la fe cristiana en el seno familiar; invertir en su
educación era garantía de éxito.
Las Escuelas de Amigas
fueron instauradas a mediados del s. XVI, y no fueron públicas y gratuitas
hasta la segunda mitad del s. XVIII. Se trataba de casas atendidas por
respetables mujeres, a ser posible, ancianas. Recibían la visita de
inspectores, enviados por el gremio de maestros de México, para controlar su
misión: preparar a las niñas, hasta los diez años, para las tareas domésticas y
los valores cristianos. «Quedaban, pues largos años de adolescencia y juventud,
antes de tomar estado, y toda una vida de matrimonio o soltería, en la que las
mujeres recibían los mensajes formativos de su familia o de los clérigos o
directores espirituales» (Gonzalbo, 2005, p. 339).
En cuanto a los
Colegios de Niñas, la mayoría de los establecidos en la Nueva España tenían
como objetivo «acoger a niñas huérfanas y preservarlas de los peligros del
mundo» (Gonzalbo, 2005, p. 327). Así, se fundó el Colegio de la Madre de Dios
y, en 1548, el Colegio de Nuestra Señora de la Caridad, que serviría de modelo
para fundaciones posteriores. Este último, comenzó siendo un colegio para
mestizas, pero acabó destinándose a españolas. En cualquier caso, su acción
educativa siempre correspondió al humanismo de los cofrades fundadores. ¿Sus
actividades? Coser, rezar, cantar, escribir (poco), leer libros «adecuados»,
realizar cuentas. Las mujeres debían ser educadas para ejercer como esposas y
madres, independientemente de su ascendencia étnica. Su educación se basaba en
el aislamiento de la sociedad como preámbulo de su destino: «las visitas de
padres, parientes y amigos se harían con rejas de por medio, en días y horas
señalados; y la asistencia a los oficios religiosos, se verificarían tras las
rejas de los coros» (Muriel, 1995, p. 140). Teniendo en cuenta la formación de las niñas,
y la suerte que les esperaba, se entenderá que las mujeres no podían actuar en
grupos. De acuerdo con Asunción Lavrin,podemos considerar los conventos como
una excepción. En ellos, la educación femenina logró sus más importantes
avances durante la colonia, porque fueron instituciones donde las mujeres
tuvieron su propio círculo, su propio gobierno y su propia práctica en el
ejercicio administrativo. Estaban, desde luego, supeditadas a una jerarquía
masculina fuera del claustro, pero precisamente por ser parte de la iglesia,
que les prestaba su estructura básica de apoyo, pudieron sobrepasar los límites
que afectaban a la mayoría de las mujeres, logrando un notable grado de
autoindependencia como grupo (Lavrin, 1981, p. 279).
En definitiva, el
número de instituciones fundadas para la formación de las mujeres era muy
reducido, en comparación con la totalidad de la población femenina, y no había
un plan de estudios definido (esto ocurriría a partir del s. XVIII). La
educación que recibían estaba encuadrada en los marcos de virtud cristiana y
vida cotidiana; y colgada en los clavos de la mudez y la inmovilidad.
Podemos decir que los
hombres del Renacimiento se apropiaron aquella famosa expresión que Diógenes
Laercio, en Vida de los filósofos más
ilustres, atribuye a Tales de Mileto: «Que por tres cosas daba gracias a la fortuna:
la primera por haber nacido hombre y no bestia; segunda, varón y no mujer;
tercera, griego y no bárbaro» (1949, p. 29, vol. 1). Sin lugar a dudas, a todos
afectó la Conquista pero, desde luego, con la llegada de los españoles al Nuevo
Mundo, las mujeres no alcanzaron su emancipación. El discurso patriarcal de
quienes allí fueron perpetuó el mito de que la débil naturaleza femenina
necesitaba de la tutela masculina. Ya en la «Epístola a los Efesios» (inciso 5)
de Pablo de Tarso (s. I) podemos extraer la pauta del mensaje que se trasladaría
a América: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres
a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como
Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia
está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en
todo. Los humanistas confiaron en una mejora de la humanidad a través de la
educación, y las mujeres fueron incluidas en este proceso. Ahora bien, del
mismo modo que Europa, considerada por sus habitantes como centro del mundo,
convertía al resto del planeta en periferia que debía dominar, los varones se
pensaron como médula de la especie, y ejercieron su autoridad sobre las
mujeres. Destierro de la vida pública, mutismo, humillación, ausencia eran los
valores que les asignó la pedagogía patriarcal. Paradigma de esta didáctica fue
Instrucción de la mujer cristiana de Vives, obra que, ajustándose al ideal
femenino, se convertiría en modelo de la educación de las mujeres en Europa y
en América.
1) Aristóteles fue considerado una
autoridad durante la Edad Media. El humanismo pretende la difusión de otras
filosofías, y deshacer el binomio Antigüedad-Aristóteles.
2) Similares a las que se tenían en América, donde las mujeres «eran
compradas, vendidas, regaladas, robadas.» (Langa, 2010, p. 499).
3) De manera
frecuente, aparece impreso como año de publicación el 1523. Ahora bien, de ese
año es la dedicatoria a la reina Catalina de Aragón —esposa de Enrique VIII de
Inglaterra— para la formación de su hija María Tudor (Moreno, 2006, p. 395).
4) El latín y
el griego eran los idiomas humanísticos de la cultura; así que el autor no
escribió nada en lengua castellana.
5) Etimológicamente,
perfección procede del verbo latino perficere, que significa
realizar una cosa completamente, terminarla. De ese verbo procede el adjetivo perfectum,
aquello que está acabado. Algo es perfecto cuando alcanza el ser, la realidad
que le conviene según su naturaleza.
6) En 1528,
el emperador Carlos V le otorgó tal nombramiento, por lo que viajó a México
para ejercer el cargo; pero hubo de regresar a España por no estar consagrado.
De modo que tuvo que serlo, tras intervención del rey ante el papa Clemente
VII, el 27 de abril de 1533. También hubo de responder a un total de 34
acusaciones de abusos contra los indígenas, similares a los que él denunciaba.
En junio de 1534, regresó a la Nueva España. A él se debe la biblioteca más
antigua de América, así como la primera imprenta (1539). Además, fundó los
colegios de Santa Cruz de Tlatelolco y San Juan de Letrán. Asimismo, creó el
primer hospital, e inició gestiones para la creación de la Universidad.
Escribió Doctrina breve para la enseñanza de los indios (1543), Doctrina
cristiana más cierta y verdadera (1546) y Regla cristiana breve (1547).
7) Catalina
de Bustamante, terciaria seglar, fue la primera maestra de América, y directora
del colegio de Texcoco. Por supuesto, reunía las condiciones exigidas a quienes
enseñarían a las niñas: honestidad, virtud… Se convirtió en defensora de los
derechos humanos de las niñas indígenas, al oponerse a su venta o regalo por
parte de los caciques de la época.
8) A partir
de la segunda mitad del siglo XVI, la única educación que recibirían las
indígenas sería la catequesis en los atrios de los conventos.
Bibliografía
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de la razón patriarcal, Madrid, Anthropos.
Baena Zapatero, Alberto (2008), La mujer española y el discurso moralista en
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http://bv2.gva.es/i18n/corpus/unidad.cmd?idUnidad=10066&idCorpus=1
Gonzalbo Aizpuru, Pilar (2005), Historia de la educación en la época
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Laercio, Diógenes (1949), Vidas de los
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Langa Pizarro, Mar (2010), «Imágenes de
la mujer en el Siglo de Oro español e hispanoamericano» en José María Ferri y
José Carlos Rovira, Parnaso de dos mundos. De literatura española e
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Lavrin, A., Couturier, Edith (1981), Las
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Millares Carlo, Agustín (1993),
Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, Madrid, Fondo de
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Moreno Gallego, Valentín (2006), La
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Pensamiento Crítico, Diario Público.
Muriel, Josefina (1995), La sociedad novohispana y sus colegios de
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Vives, Juan Luis (1948), Instrucción de
la mujer cristiana, Buenos Aires, Espasa-Calpe
Argentina.
Zepeda Rincón, Tomás (1999), La
educación pública en la Nueva España en el siglo XVI, México, Progreso, (Carta
de Zumárraga al Consejo de Indias, 24 de noviembre de 1536, cit. por Cuevas).
Referencia electrónica:
Elvira García Alarcón, “Luis Vives y la educación femenina en la
América colonial”, América sin nombre n° 15, 2010, pp.
112-117 [En línea], Consultado el 19 enero 2013. URL : http:// rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/16022/1/ASN_15_12.pdf
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