viernes, 8 de febrero de 2013

LUIS VIVES Y LA EDUCACIÓN FEMENINA EN LA AMÉRICA COLONIAL

Doncella del siglo XVI.



Por Elvira García Alarcón


“Las filosofías dan expresión, sin duda, a las aspiraciones e intereses de clases y de grupos sociales muy distintos a lo largo de su historia: […] siempre son producidas por varones que no han puesto en tela de juicio el orden patriarcal. Son los portadores del logos”. (Celia Amorós, Hacia una crítica de la razón patriarcal).
El «descubrimiento» y la conquista de América tuvieron lugar en el apogeo del humanismo europeo. Los humanistas del Renacimiento buscaban, mediante la enseñanza de gramática, retórica, historia, filosofía, poesía… el cultivo de las facultades del hombre; resaltaban su dignidad, su valor, así como su capacidad racional para practicar el bien  y hallar la verdad. Respecto a esta última, decían que no es exclusiva de ningún filósofo en particular (1), sino que se puede encontrar en diferentes corrientes de pensamiento: Platón, las escuelas del helenismo, Cicerón, Séneca, Virgilio, Horacio… Así, propusieron una vuelta a la cultura clásica, estableciendo una concordia entre clasicismo y cristianismo; y confiaron en poder mejorar el género humano a través de la enseñanza. En este contexto, la formación cultural de las mujeres empezó a preocupar a pedagogos y filósofos. Tomás Moro pensaba que también ellas tenían derecho a desarrollar su propia humanidad a través del estudio de las letras y las ciencias; por ello, era necesario instruirlas al igual que a los hombres. Así, mostró un audaz empeño por la educación de sus hijas, en contra de la misoginia imperante, convirtiéndolas en modelo de mujer cultivada. La labor realizada por el humanista inglés con Margaret, Elisabeth y Cecily le produjo grandes satisfacciones, e incluso ayudó a Erasmo a desprenderse de algunos prejuicios acerca de la ilustración femenina.
Ahora bien, evitemos precipitarnos en nuestro optimismo, y tengamos presente que
«para el hombre renacentista, la mujer resulta un ser desconocido: despreciable, inferior, taimado, infiel, temible» (Langa, 2010, p. 507). Moro no es una excepción. Cuando su hija
Margaret estaba a punto de dar a luz, le escribió que imploraba para que «fuera agraciada con un pequeño que sea como su madre en todo menos en su sexo» (Silva, 2007, p. 98). Y en Utopía profiere estas palabras:“al elegir esposa, cosa que puede llenar de placer o de pesar toda nuestra vida, obramos tan atolondradamente que apreciamos el valor de una mujer con sólo ver un palmo de su cuerpo […], ya que el resto de su cuerpo está cubierto con vestidos, y puede suceder que luego descubramos algún defecto en su cuerpo y tomemos aversión a la mujer. […]. La belleza, las gracias del cuerpo, añaden valor a las virtudes. […]. Y si tales deformidades se descubren después de que se haya consumado el matrimonio, el esposo tiene que resignarse a su suerte. ¡Cuánto mejor sería que hubiese una ley que impidiese esos engaños antes de casarse!” (2010, pp. 97-98).
Si bien la instrucción, entendida como un proceso de humanización y de formación
moral, era considerada por algunos humanistas como imprescindible para todo el mundo, debía adecuarse a la posición social y al sexo. De este modo, Luis Vives afirmaba que la enseñanza femenina tenía como finalidad superar los defectos y la malicia natural de las mujeres: «no hay mujer buena si le falta crianza y doctrina;» (1948, p. 19). Y, por supuesto, no era propio de ellas ni la adquisición de conocimientos ni el discurso, sino el silencio y la virtud: “El tiempo que ha de estudiar la mujer yo no lo determino más en ella que en el hombre, sino que en el varón quiero que haya conocimiento de más cosas y más diversas, así para su provecho de él como para bien y utilidad de la república para enseñar a los otros. Pero la mujer debe estar puesta en aquella parte de la doctrina que la enseñan virtuosamente vivir, y poner orden en sus costumbres y crianza y bondad de su vida, y quiero que aprenda por saber, no por mostrar a los otros que sabe, porque es bien que calle, y entonces su virtud hablará por ella” (Vives, 1948, p. 26).
Estas creencias en torno a la inferioridad de las mujeres, y su necesaria sumisión al varón, han manchado la historia de la humanidad con la complicidad de axiomas «científicos», dogmas religiosos, leyes, refranes populares, escritos filosóficos y literarios… Los primeros educadores novohispanos, influenciados por las corrientes de pensamiento europeo, no estaban exentos de estas ideas (2). Y con ellas marcharon al Nuevo Mundo.

Influencia de  Instrucción de la mujer cristiana

El humanismo europeo se extendió hasta las colonias españolas en América. Muchos de los doctos humanistas que allí marcharon incluyeron en su equipaje escritos de Erasmo, de Moro, de Vives, y fueron formando sus librerías personales para promulgar la palabra divina y dar instrucción. Si el fundamento de la educación era transmitir las costumbres de la madre patria y la doctrina cristiana, las obras permitidas debían ir en esa línea. Sirva como ejemplo la siguiente Real Cédula, fechada el 4 de abril de 1531, expedida por doña Isabel de Portugal: “Yo he seydo informada que se pasan a las Indias muchos libros de romance de ystorias varias y de profanidad, como son el Amadís y otros desta calidad; y porque éste es mal exercicio para los yndios e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean, por ende, yo vos mando que de aquí adelante no consyntáis ni deys lugar a persona alguna a pasar a las Yndias libros ningunos de historia y cosas profanas, salvo tocante a la religión cristiana e de virtud, en que se ejerciten y ocupen los dichos yndios e los otros pobladores de las dichas Yndias, porque a otra cosa no se ha de dar lugar” (Millares, 1993, p. 268).
La constitución de bibliotecas entre los siglos XVI y XVIII se debió, fundamentalmente, a franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas y mercedarios. Juan de Zumárraga tenía en su biblioteca, al menos, catorce volúmenes de las obras de Erasmo; Vasco de Quiroga fundó hospitales-pueblo inspirándose en la Utopía de Tomás Moro. Los tratados de Luis Vives (Valencia, 1492 - Brujas, 1540) dejaron su huella en escuelas, universidades y métodos educativos. Su pensamiento es uno de los mayores exponentes del humanismo renacentista del siglo XVI, y la influencia que ejerció sobre la Europa del Renacimiento fue enorme. No sólo acudieron a consultarle los más influyentes artífices de la Reforma protestante y de la Contrarreforma católica, sino que fue tutor y educador de muchos nobles que ocuparon puestos de responsabilidad en la monarquía de Carlos V, como Gracián de Alderete —intérprete del emperador—, Guillermo de Croÿ —consejero personal del emperador y arzobispo de Toledo—, Pedro de Maluenda —teólogo imperial— y Francisco Cervantes de Salazar. Este último fue miembro fundador, profesor y rector de la Real y Pontificia Universidad de México, autor de la primera biografía de Luis Vives, publicada en México en 1554, y traductor al castellano de la obra vivesiana Introductio ad sapientiam.
Vives expresa las ideas más importantes sobre la educación femenina en  Instrucción de la mujer cristiana (De institutione feminae christianae,  1524).(3) Dado el éxito de este tratado, decidió complementarlo con la publicación de  Los deberes del marido  (De officio mariti, 1528). El primero, más extenso y elaborado, alcanzó una extraordinaria popularidad: fue traducido a varios idiomas (4), y se hicieron alrededor de cincuenta ediciones en el siglo XVI (Moreno, 2006, p. 396). Entre los libros llegados a la Nueva España, conservados en colegios, conventos y casas particulares, no pudo faltar  De institutione feminae christianae.
El autor dividió la obra en tres libros, uno para las doncellas, otro para las casadas y un tercero para las viudas. En apoyo a sus argumentos, recurre al Antiguo Testamento, a Padres de la Iglesia —como Jerónimo, Agustín, Tertuliano—, a pensadores griegos y latinos, a numerosos moralistas y, sobre todo, a Pablo de Tarso, auténtico fundador del cristianismo, que despreciaba la filosofía y que, sin ser nada original, defendió la subordinación de las mujeres a los hombres.
Para la elaboración de su discurso, que versaba, con todo lujo de detalles, sobre cómo eran y cómo debían comportarse las mujeres, Vives no contó con ellas. No es de extrañar, si el mutismo y la ausencia eran las categorías que servían para clasificar a unos «seres inferiores», unos entes que se debían a sus padres, a sus hermanos, a sus maridos (Vives, 1948, p. 16). El filósofo se erigió en autoridad sobre el tema: «porque tengo de hablar de tus perfecciones y mostrarte lo que tienes en ti misma» (1948, p. 36), ocupándose de la formación femenina «con una especie de amor paternal», sin ocultar ni disimular aquello que creyese adecuado para nuestra erudición (Beltrán, 1994, p. 297). Así, rotula una y otra vez la virginidad como excelente y maravillosa joya, esencia de la sabiduría femenina y fundamento de las demás virtudes: “las mujeres, cuando no saben guardar su castidad, merecen tanto mal, que no es bastante el precio de la vida para pagarlo. A los hombres muchas cosas les son necesarias. Lo primero tener prudencia y que sepa hablar, que sea perito y sabio en las cosas del mundo y de su república, tenga ingenio, memoria, arte para vivir, ejecute justicia y liberalidad, alcance grandeza de ánimo, fuerza de cuerpo y otras cosas infinitas. Y si algunas de éstas le faltan, no es mucho de culpar con que tenga algunas. Pero en la mujer nadie busca elocuencia ni bien hablar, grandes primores de ingenio ni administración de ciudades, memoria o liberalidad; sola una cosa se requiere en ella y ésta es la castidad, la cual, si le falta, no es más que si al hombre le faltase todo lo necesario” (Vives, 1948, p. 44).
La mujer virtuosa debe ser casi invisible; el destierro de la vida pública es su espacio. El ágora solo está reservada para quienes pueden y deben hablar, los hombres. Si perfección significa no cambio (5), la mujer  perfecta es aquella que se ajusta al marco teórico de la quietud. El silencio permite ese estado: «no es cosa fea a la mujer callar» (Vives, 1948, p. 24); el hogar lo garantiza: «que la doncella, o nunca salga de casa, o muy tarde» (1948, p. 69). La sustancia de las mujeres debe ser la misma que la de los cementerios, la calma. Teniendo en cuenta que sus estudios las van a preparar para el hogar, los maridos y la crianza, educarlas no es peligroso: nada las puede incitar a la mudanza.
Esas directrices fueron las que se siguieron para la educación femenina en la América colonial. Comenzando por a quiénes correspondía instruir: “Ahora el maestro que ha de tener la nuestra virgen; yo, por mí querría que fuese alguna mujer antes que hombre, y antes su madre o tía o hermana que no alguna extraña, y cuando extranjera hubiere de ser, sea conocida, y si puede ser que tenga las circunstancias siguientes, es a saber: que sea en años anciana, en vida muy limpia, en fama estimada” (1948, pp. 24-25).
Y continuando por las labores que debían realizar, los libros que les estaba permitido leer (Evangelios, Antiguo Testamento, vidas de santos, algunos autores clásicos como Platón, Séneca, Cicerón)… Esta era la norma ideal, y a ese fin se debía aspirar.

La educación femenina

El proceso de Conquista se caracterizó por una situación sociológica muy especial, que generó relaciones ilegítimas, casos de mujeres solteras, separadas, viudas, abandonadas… Este escenario exigió la aplicación de una legislación considerada, en principio, de excepción. Muchas mujeres se vieron obligadas a buscar su sustento y el de sus criaturas. “De ahí la frecuencia con que la mujer novohispana aparece en actividades lucrativas o remuneradas: grandes hacenderas dedicadas a la agricultura y la ganadería, comerciantes y proveedoras de las tiendas de la ciudad de México (incluyendo carnicerías), pero también labradoras en pequeña escala o humildes productoras y expendedoras de pulque; maestras de primeras letras (llamadas «amigas»), impresoras (la mayoría de las imprentas de México terminaron en las manos de viudas), bordadoras y tejedoras, obrajeras, pero también actrices y curanderas” (Duby y Perrot, 1993, p. 654).
Otras solo encontraron el camino de la mendicidad y la prostitución. Ahora bien, estas circunstancias en que se desenvolvía la vida colonial no fueron óbice para que el proyecto de trasladar las costumbres hispanas a los nuevos territorios se desarrollara con éxito. Los religiosos dejaron de ocuparse de los problemas derivados de la Conquista, y se centraron en la imposición de textos, materias e ideas ajenas a aquella realidad. Así, la educación femenina en la época colonial consistió en consolidar la vida familiar y fomentar la religiosidad.
La Corona española desempeñó una labor fundamental en el adiestramiento y cristianización del Nuevo Mundo. En 1523, Carlos I y la reina doña Juana enviaron al conquistador Hernán Cortés una Real Cédula en la cual señalaban la inteligencia de aquellas gentes para aprender, y la importancia de «convertirlos a la fe, industriarlos en ella’ para que vivan como cristianos y se salven» (Muriel, 1995, p. 30). Por supuesto, esta misión no podían encomendarla sino a religiosos y a personas de buena vida.
Así, el Emperador decidió, ese mismo año, que serían franciscanos flamencos los primeros misioneros en la Nueva España: Juan de Tecto, Juan de Aora y Pedro de Gante. La primera escuela para indígenas fue establecida en Texcoco. Ese sería el principio de un largocamino evangelizador. El primer obispo de aquellas tierras, Fray Juan de Zumárraga (6) (España, 1476? - México, 1548), fomentó escuelas y colegios, tanto para niños cuanto para niñas. Respecto a estas últimas, expresa: «Hay gran necesidad que se hagan casas en cada cabecera y pueblos principales, donde se críen y doctrinen las niñas y sean escapadas del adiluvio maldito de los caciques» (Zepeda, 1999, p. 60). De ese modo, se empieza a promover la fundación de escuelas exclusivas para ellas. Con tal fin, solicitó mujeres piadosas a la reina Isabel quien, emocionada por sus cartas, se interesó por la educación de las niñas. Con el propósito de atender el problema de la educación de indias y mestizas, se hizo necesario el dictamen de Reales Cédulas. Como afirma Josefina Muriel, “las más antiguas que conocemos son las enviadas por la reina gobernadora doña Isabel de Portugal, mujer del emperador don Carlos; están fechadas en Toledo los días 10, 24 y 31 de agosto de 1529 y van dirigidas al obispo electo don fray Juan de Zumárraga y a la Primera audiencia de México” (1995, p. 32).
Doña Isabel buscó maestras de vida ejemplar, y las envió a la Nueva España (7). Comenzó así la instauración de internados y escuelas para indias (8), escuelas de amigas, colegios, conventos, beaterios. Por supuesto, las mujeres carecieron de formación media o superior, y «los educadores se preocuparon especialmente por la educación de la juventud criolla» (Gonzalbo, 2005, p. 24). Las criollas y las españolas debían preservar las costumbres de la madre patria, y realizar las funciones propias de su sexo. No debemos olvidar que las mujeres transmitirían los valores y la fe cristiana en el seno familiar; invertir en su educación era garantía de éxito.
Las Escuelas de Amigas fueron instauradas a mediados del s. XVI, y no fueron públicas y gratuitas hasta la segunda mitad del s. XVIII. Se trataba de casas atendidas por respetables mujeres, a ser posible, ancianas. Recibían la visita de inspectores, enviados por el gremio de maestros de México, para controlar su misión: preparar a las niñas, hasta los diez años, para las tareas domésticas y los valores cristianos. «Quedaban, pues largos años de adolescencia y juventud, antes de tomar estado, y toda una vida de matrimonio o soltería, en la que las mujeres recibían los mensajes formativos de su familia o de los clérigos o directores espirituales» (Gonzalbo, 2005, p. 339).
En cuanto a los Colegios de Niñas, la mayoría de los establecidos en la Nueva España tenían como objetivo «acoger a niñas huérfanas y preservarlas de los peligros del mundo» (Gonzalbo, 2005, p. 327). Así, se fundó el Colegio de la Madre de Dios y, en 1548, el Colegio de Nuestra Señora de la Caridad, que serviría de modelo para fundaciones posteriores. Este último, comenzó siendo un colegio para mestizas, pero acabó destinándose a españolas. En cualquier caso, su acción educativa siempre correspondió al humanismo de los cofrades fundadores. ¿Sus actividades? Coser, rezar, cantar, escribir (poco), leer libros «adecuados», realizar cuentas. Las mujeres debían ser educadas para ejercer como esposas y madres, independientemente de su ascendencia étnica. Su educación se basaba en el aislamiento de la sociedad como preámbulo de su destino: «las visitas de padres, parientes y amigos se harían con rejas de por medio, en días y horas señalados; y la asistencia a los oficios religiosos, se verificarían tras las rejas de los coros» (Muriel, 1995, p. 140).   Teniendo en cuenta la formación de las niñas, y la suerte que les esperaba, se entenderá que las mujeres no podían actuar en grupos. De acuerdo con Asunción Lavrin,podemos considerar los conventos como una excepción. En ellos, la educación femenina logró sus más importantes avances durante la colonia, porque fueron instituciones donde las mujeres tuvieron su propio círculo, su propio gobierno y su propia práctica en el ejercicio administrativo. Estaban, desde luego, supeditadas a una jerarquía masculina fuera del claustro, pero precisamente por ser parte de la iglesia, que les prestaba su estructura básica de apoyo, pudieron sobrepasar los límites que afectaban a la mayoría de las mujeres, logrando un notable grado de autoindependencia como grupo (Lavrin, 1981, p. 279).
En definitiva, el número de instituciones fundadas para la formación de las mujeres era muy reducido, en comparación con la totalidad de la población femenina, y no había un plan de estudios definido (esto ocurriría a partir del s. XVIII). La educación que recibían estaba encuadrada en los marcos de virtud cristiana y vida cotidiana; y colgada en los clavos de la mudez y la inmovilidad.
Podemos decir que los hombres del Renacimiento se apropiaron aquella famosa expresión que Diógenes Laercio, en  Vida de los filósofos más ilustres, atribuye a Tales de Mileto: «Que por tres cosas daba gracias a la fortuna: la primera por haber nacido hombre y no bestia; segunda, varón y no mujer; tercera, griego y no bárbaro» (1949, p. 29, vol. 1). Sin lugar a dudas, a todos afectó la Conquista pero, desde luego, con la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, las mujeres no alcanzaron su emancipación. El discurso patriarcal de quienes allí fueron perpetuó el mito de que la débil naturaleza femenina necesitaba de la tutela masculina. Ya en la «Epístola a los Efesios» (inciso 5) de Pablo de Tarso (s. I) podemos extraer la pauta del mensaje que se trasladaría a América: “Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo. Las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Los humanistas confiaron en una mejora de la humanidad a través de la educación, y las mujeres fueron incluidas en este proceso. Ahora bien, del mismo modo que Europa, considerada por sus habitantes como centro del mundo, convertía al resto del planeta en periferia que debía dominar, los varones se pensaron como médula de la especie, y ejercieron su autoridad sobre las mujeres. Destierro de la vida pública, mutismo, humillación, ausencia eran los valores que les asignó la pedagogía patriarcal. Paradigma de esta didáctica fue Instrucción de la mujer cristiana de Vives, obra que, ajustándose al ideal femenino, se convertiría en modelo de la educación de las mujeres en Europa y en América.

1) Aristóteles fue considerado una autoridad durante la Edad Media. El humanismo pretende la difusión de otras filosofías, y deshacer el binomio Antigüedad-Aristóteles.
2) Similares a las que se tenían en América, donde las mujeres «eran compradas, vendidas, regaladas, robadas.» (Langa, 2010, p. 499).
3) De manera frecuente, aparece impreso como año de publicación el 1523. Ahora bien, de ese año es la dedicatoria a la reina Catalina de Aragón —esposa de Enrique VIII de Inglaterra— para la formación de su hija María Tudor (Moreno, 2006, p. 395).
4) El latín y el griego eran los idiomas humanísticos de la cultura; así que el autor no escribió nada en lengua castellana.
5) Etimológicamente, perfección procede del verbo latino perficere, que significa realizar una cosa completamente, terminarla. De ese verbo procede el adjetivo perfectum, aquello que está acabado. Algo es perfecto cuando alcanza el ser, la realidad que le conviene según su naturaleza.
6) En 1528, el emperador Carlos V le otorgó tal nombramiento, por lo que viajó a México para ejercer el cargo; pero hubo de regresar a España por no estar consagrado. De modo que tuvo que serlo, tras intervención del rey ante el papa Clemente VII, el 27 de abril de 1533. También hubo de responder a un total de 34 acusaciones de abusos contra los indígenas, similares a los que él denunciaba. En junio de 1534, regresó a la Nueva España. A él se debe la biblioteca más antigua de América, así como la primera imprenta (1539). Además, fundó los colegios de Santa Cruz de Tlatelolco y San Juan de Letrán. Asimismo, creó el primer hospital, e inició gestiones para la creación de la Universidad. Escribió Doctrina breve para la enseñanza de los indios (1543), Doctrina cristiana más cierta y verdadera (1546) y Regla cristiana breve (1547).
7) Catalina de Bustamante, terciaria seglar, fue la primera maestra de América, y directora del colegio de Texcoco. Por supuesto, reunía las condiciones exigidas a quienes enseñarían a las niñas: honestidad, virtud… Se convirtió en defensora de los derechos humanos de las niñas indígenas, al oponerse a su venta o regalo por parte de los caciques de la época.
8) A partir de la segunda mitad del siglo XVI, la única educación que recibirían las indígenas sería la catequesis en los atrios de los conventos.

Bibliografía

Amorós, Celia (1985), Hacia una crítica de la razón patriarcal, Madrid, Anthropos.
Baena Zapatero, Alberto (2008),  La mujer española y el discurso moralista en Nueva España (s. XVI-XVII), Nuevo Mundo Mundos Nuevos [en línea], Coloquios.
Beltrán Serra, Joaquín (1994), La formación de la mujer cristiana, Traducción y notas, Ajuntament de València, Biblioteca Valenciana Digital: http://bv2.gva.es/i18n/corpus/unidad.cmd?idUnidad=10066&idCorpus=1
Gonzalbo Aizpuru, Pilar (2005),  Historia de la educación en la época colonial. La educación de los criollos y la vida urbana, México, El Colegio de México.
Laercio, Diógenes (1949), Vidas de los filósofos más ilustres, México, Espasa-Calpe, p. 29, vol. 1.
Langa Pizarro, Mar (2010), «Imágenes de la mujer en el Siglo de Oro español e hispanoamericano» en José María Ferri y José Carlos Rovira, Parnaso de dos mundos. De literatura española e hispanoamericana en el Siglo de Oro, Universidad de Navarra, Iberoamericana, pp. 479-510.
Lavrin, A., Couturier, Edith (1981), Las mujeres tienen la palabra: otras voces en la historia colonial de México, Historia Mexicana, nº 33, pp. 278-313.
Millares Carlo, Agustín (1993), Introducción a la historia del libro y de las bibliotecas, Madrid, Fondo de Cultura Económica.
Moreno Gallego, Valentín (2006), La recepción hispana de Juan Luis Vives, Valencia, Biblioteca Valenciana (Premio Rivadeneyra de la Real Academia Española).
Moro, Tomás (2010), Utopía, Biblioteca Pensamiento Crítico, Diario Público.
Muriel, Josefina (1995),  La sociedad novohispana y sus colegios de niñas, México, UNAM.
Silva, Álvaro (2007), Tomás Moro, un hombre para todas las horas, Madrid, de Historia.
Vives, Juan Luis (1948), Instrucción de la mujer cristiana, Buenos Aires, Espasa-Calpe
Argentina.
Zepeda Rincón, Tomás (1999), La educación pública en la Nueva España en el siglo XVI, México, Progreso, (Carta de Zumárraga al Consejo de Indias, 24 de noviembre de 1536, cit. por Cuevas).

Referencia electrónica:
Elvira García Alarcón, “Luis Vives y la educación femenina en la América colonial”América sin nombre n° 15, 2010, pp. 112-117 [En línea], Consultado el 19 enero 2013. URL : http:// rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/16022/1/ASN_15_12.pdf

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