Dalmacio Vélez Sársfield. |
Por Alejandro Agüero
Hace
tiempo que desde la historia del derecho se trabaja sobre la “persistencia” de
la vieja tradición jurídica en la época del denominado “derecho patrio”. Tanto
en el campo de lo que hoy llamamos “derecho privado” como en el de las
instituciones político administrativas, se han indicado numerosos aspectos que
delatan el peso del legado jurídico colonial durante la primera mitad del siglo
XIX1. En materia penal, a pesar del auspicioso tono de
algunos discursos revolucionarios, se ha señalado el carácter “estático"
de la legislación y la reluctancia, de las dirigencias patrias a asumir el
ideario ilustrado en el ámbito del castigo institucionalizado2.
Cuando se
mira la historia latinoamericana con un lente menos sensible a los cambios
formales del ordenamiento, las evidencias no ya de persistencias sino de
continuidad resultan tan ostensibles que hasta se ha sugerido, en función de
ellas, una revisión de los marcos temporales para considerar que el siglo que
transcurre entre la segunda mitad del XVIII y la primera del XIX puede
conformar una gran unidad cronológica más adecuada para comprender, sin
imposiciones retrospectivas, la propia dinámica de transición desatada tras la
caída del imperio atlántico3. Aunque numerosas investigaciones
vienen asumiendo ese enfoque con resultados esclarecedores4,
para el análisis histórico jurídico resulta más difícil dejar de considerar el
momento de la ruptura del orden colonial como un punto de inflexión entre dos
períodos diferentes. Desde la historia política se ha señalado que a pesar de
las diversas formas de continuidad, la independencia marcaría un “political
break” con cambios “legales e institucionales” que exigirían un tratamiento
diferenciado.5
Si por un
lado los signos de continuidad son evidentes, no se puede negar que los
procesos de emancipación ponen en marcha una nueva forma de acción política y
generan una serie de textos jurídicos que llevan la impronta de un nuevo
lenguaje. Esta situación paradojal se manifiesta en la denunciada brecha entre
las formulaciones normativas que se promulgan desde los nuevos gobiernos y las
prácticas sociales e institucionales que se muestran aferradas a la tradición y
que convierten en “papel mojado” la mayor parte de las nuevas leyes. El
contraste señalado por Guerra entre la “modernidad de las referencias teóricas
de las élites” y “el arcaísmo social” en Hispanoamérica podría ayudar explicar
aquella distancia entre el discurso normativo y la praxis social e
institucional6.
Aun así
cabe preguntarse si esa distancia no resulta, en ciertos contextos,
sobredimensionada por una lectura demasiado formal de los textos jurídicos, y
si es posible, y en qué términos, plantear una continuidad jurídica más allá de
las enunciaciones normativas innovadoras producidas por los primeros gobiernos
patrios. En las páginas siguientes intento abordar parcialmente estos
interrogantes tomando como campo de observación la práctica de la justicia
criminal de Córdoba durante la primera mitad del siglo XIX. Me valdré de
testimonios del Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba (fondo crimen) con
fines puramente analíticos, tratando de mostrar algunas formas de continuidad
del lenguaje y razonamiento jurídico que, entiendo, pueden servir para formular
estándares aplicables a otros contextos similares. Como paso previo, procuraré
señalar algunas dificultades que entraña la utilización de determinadas
categorías para describir el lenguaje y prácticas institucionales del período,
particularmente aquellas que redundan sobre los criterios para discernir entre
innovaciones y consolidación de tradiciones.
Un
problema que, pese a su notoriedad, suele pasarse por alto cuando se analizan
textos jurídicos del período de transición radica en no advertir que los
términos que hacen referencia a objetos institucionales no siempre remiten a
las condiciones de uso que la teoría jurídica actual les asigna7.
Incluso ocurre que muchos significados se manifiestan todavía determinados por
la vieja cultura jurídica, mostrando así la adherencia ideológica de los productores
de esos textos a las convicciones que daban sentido al viejo orden jurídico.
Tomemos como ejemplo un concepto nuclear para la compresión de cualquier texto
jurídico de la época: el concepto de “ley”.
En la
tradición jurídica pre liberal, el concepto de ley no se define por criterios
formales de validez (i.e. por una autoridad, o por un proceso de producción
específicos) y, por lo tanto, remite genéricamente a preceptos sustantivos de
la tradición que permiten calificar, bajo ciertas circunstancia, como “justa”
una decisión institucional. El campo de referencia para esta determinación es
de una amplitud y flexibilidad extraordinarias puesto que incluye, sin
necesidad de reenvíos, todo el saber preceptivo de la religión, de la doctrina
teológica y jurídica (que explicitan campos de alto poder vinculante como el
derecho divino, el derecho natural y el derecho común); toda la normatividad
positiva acumulada durante siglos y producida por autoridades de los más
diversos rangos (desde el monarca hasta los cabildos); las “costumbres de la
patria” que formaban el patrimonio autorregulativo de cada lugar, etc.
Todos estos elementos se ponían en juego en un marco de decisión en el que,
además, se admitían válidamente enunciados relativos a las condiciones de
oportunidad y conveniencia derivados del caso y su contexto. En atención a esta
forma de configuración de la cultura jurídica de antiguo régimen, se ha dicho
que se trata de una justicia de “jueces” y no de “leyes”. Un orden
institucional que, por sus condicionamientos culturales no se construye sobre
un sistema de legislación general y abstracta, sino sobre la capacidad y
prudencia de sus autoridades para producir decisiones “justas”. A su vez, el
poder de esas autoridades se define a través de un concepto, iurisdictio,
que cifra en los “magistrados” el modelo de legitimación de cualquier autoridad
institucional.La semántica que impone esta tradición jurídica no se puede
alterar si no se cambian sus fundamentos, tales como el lugar asignado a la
religión y la ontología organicista de la sociedad8.
Mirados
desde esta perspectiva, los textos normativos promulgados desde la revolución de
mayo muestran muy pocos elementos que pudieran indicar una voluntad de cambio
significativo. Una y otra vez se repite un principio según el cual se conserva
intacta la “jurisdicción” de los jueces ordinarios9o
bien, ya avanzada la revolución, se afirma que “La Administración de
Justicia, seguirá los mismos principios, orden y método que hasta ahora se han
observado según las leyes”.10Pero
¿qué se entiende por “leyes” en esos textos legislativos? Una primera
aproximación al articulado del Estatuto de 1815 y al Reglamento de 1817 parece
darnos a entender que sus autores han asumido lo que significa la garantía del
principio de legalidad de inspiración francesa: “Ningún habitante del Estado
será obligado a hacer lo que no manda la ley clara, y expresamente, ni privado
de lo que ella del mismo modo no prohíbe.” (Secc. 7ª, Cap. 1, art. 2, 1815
y 1817). Incluso se recepta una de sus consecuencias en materia penal: “El
crimen es sólo la infracción de la Ley que está en entera observancia y vigor…”
(Ibíd., art. 3). Más aún, la garantía de legalidad se proclamaba contra el
tradicional poder de los jueces: “Toda sentencia en causas criminales, para
que se repute válida, ha de ser pronunciada por el texto expreso de la Ley…”
(Secc. 7ª, Cap. 1, art. 5 en 1815 y Secc. 4ª, Cap. 3, art. 13 en 1817). Sin
embargo, a diferencia de los textos de la revolución francesa, en ninguno de
estos se incluye una norma que establezca qué debe entenderse por “ley”11.
¿Cuál era entonces el concepto pre-constituido de “ley” que operaba detrás de
aquéllas innovadoras formulaciones? Fiel al imaginario de la antigua cultura
jurisdiccional, el texto de 1815, a los fines de hacer operativa la garantía de
legalidad penal antes mencionada, declaraba: “Todos los Mandamientos,
Ordenes, Decretos, o Acuerdos, que en uso legítimo de su autoridad expidan los
Magistrados, como el Director del Estado, la Cámara de Apelaciones,
Gobernadores Intendentes de Provincia, y Tenientes Gobernadores para el buen
orden de los Pueblos, y dirección de los negocios de su Instituto, deberán ser
por escrito, expresando con claridad la pena en que incurran los infractores.”
Qué
posibilidad tenía de hacerse efectiva una garantía de legalidad con esta noción
de “ley” en la que resultaban asimilados y equivalentes los “mandamientos”, las
“órdenes”, los “decretos”, los “acuerdos” y bajo un modelo de autoridad pública
representado por un concepto de “magistrado” en el que resultaban igualmente
incluidos y equiparados como productores de legalidad penal el “Director del
Estado”, la “Cámara de Apelación”, el “Gobernador Intendente”, los “Teniente de
Gobernador”, etc. El texto nos muestra la manifiesta persistencia del paradigma
jurisdiccional, es decir, de un orden cultural donde las categorías que
legitiman los actos de poder se organizan a partir del modelo del juez, con la
consecuente imposibilidad de pensar en una efectiva “división de poderes”, ni
mucho menos en un primado de la ley12.
En sintonía más explícita aún con dicho paradigma, el texto de 1817 reemplazó
el último artículo citado para colocar después de aquél referido a la legalidad
de las sentencias criminales – que se mantuvo en idénticos términos –, este
otro: “No se entiende por esto derogadas las leyes, que permiten la
imposición de las penas al arbitrio prudente de los jueces, según la naturaleza
y circunstancias de los delitos; ni restablecida la observancia de aquellas
otras, que por atroces e inhumanas ha proscripto o moderado la práctica de los
Tribunales superiores.” Cualquier jurista castellano del siglo XVII podría
haber redactado esta norma en idénticos términos. En este mismo cuerpo
normativo, como se sabe, se declaraba vigentes, hasta que la futura
Constitución determinara otra cosa, “todos los Codigos legislativos,
Cedulas, Reglamentos y demás disposiciones generales, y particulares del
antiguo Gobierno Español…”, siempre que no fuesen contrarios a “la
libertad é independencia de estas Provincias…” (Secc. 2ª, Cap. 1, art. 2).
El criterio primordial que servía para depurar el material normativo del orden
colonial no venía dado por una nueva concepción del derecho, de la justicia, o
de los sujetos de derecho, sino por la protección de una antigua libertad
corporativa, “la independencia de las Provincias”.
Cuando se
describe la práctica sin elucidar estas matrices conceptuales, se corre el
riesgo de incurrir, en mi opinión, en ciertas formas de anfibología. Cabe
preguntarse, por ejemplo, qué sentido tiene hablar del “Imperio de la ley” para
describir una práctica de justicia que incluía una “alta dosis de
indeterminación” o en la que se pueden constatar numerosos casos en los que los
jueces “aplicaban sus propios criterios para punir”13.
Qué se quiere decir cuando se afirma que un sistema así estaba “fundado” en la
“ley” o que presentaba algunos atributos “bien modernos” y “republicanos” como
“la predictibilidad y visibilidad de la pena, el principio de igualdad ante la
ley…”14. El problema no puede resolverse
recurriendo a una noción tan amplia de ley (“entendida como el conjunto de
dispositivos jurídicos, policiales y punitivos”)15 que
nada tiene que ver con el concepto “moderno” y “republicano” de ley y con sus
principios derivados como el de legalidad o el de igualdad ante la ley que
surgieron, precisamente, como herramientas destinadas, entre otras cosas, a
reducir los márgenes de discrecionalidad judicial que ofrecía la cultura de
antiguo régimen. Esto no quiere decir que el poder en aquel contexto social
careciera de legitimidad, o que no se diera alguna clase de “confianza en la
justicia”. Pero ¿acaso los textos patrios no muestran esa misma confianza en la
justicia colonial cuando sostienen que “no hay motivos” para “ampliar o
restringir la jurisdicción de los jueces ordinarios” o que la administración de
justicia seguirá los mismos principios y métodos que hasta entonces?
Por otra
parte, creo en materia penal sigue operando, pese al giro foucaultiano, la
impronta evolutiva que caracterizó buena parte del relato sobre la génesis del
derecho penal liberal. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se presupone una
“inspiración humanitaria” en la legislación revolucionaria16,
o se consideran como novedades algunas declaraciones de garantía que no hacían
más que reformular viejos principios de la práctica tradicional17,
o cuando equipara a los “principios liberales” el argumento de un pleiteante
esgrimido en Buenos Aires en 1813 según el cual las pruebas para condenar “deben
ser como la luz del mediodía, porque es más justo y santo que el culpado quede
sin castigo, que el inocente condenado”18.
Aunque la tradicional imagen “feroz” del derecho penal de antiguo régimen viene
siendo revisada, se suele olvidar que muchos principios adjudicados a la
irrupción del pensamiento ilustrado ya encontraban su formulación en la
tradición romano-canónica19. ¿Cómo calificar entonces la
presencia de este tipo de enunciados en testimonios judiciales del contexto de
transición para discernir si estamos ante estrategias novedosas o ante usos de
argumentos tradicionales? ¿Se trataba de un mero problema de eficacia de las
buenas viejas leyes, como solían afirmar algunas voces críticas de la época?20
Para abordar el problema del orden jurídico en
transición, desde la historia crítica del derecho se ha sugerido utilizar la
distinción analítica entre norma (como significado) y formulación de norma
(como significante): “una norma es una formulación normativa interpretada por
los llamados a cumplirla”. Como regla de conducta, la norma no existe con
independencia de la labor hermenéutica de quien se encuentra llamado a
cumplirla21. De este modo, muchas innovaciones
del derecho penal liberal radican exclusivamente en la forma de lectura que
adquirieron, según el contexto, los enunciados tradicionales. Por el contrario,
en el periodo de transición podremos encontrarnos también con formulaciones novedosas
que, sin embargo, son leídas en función de la cultura tradicional. En este caso
estaremos ante situaciones de continuidad implícita y es un fenómeno que
explica la nula eficacia de los textos patrios de la primera mitad del XIX que
hablan de derechos individuales en el marco de una cultura que, arraigada a un
imaginario corporativo, oblitera la posibilidad de asumir una noción abstracta
de individuo como centro de la axiología jurídica y de crear, en consecuencia,
dispositivos institucionales eficaces para asegurar su vigencia. En el
siguiente punto analizaremos tres ejemplos, tomados de la justicia criminal
ordinaria de Córdoba, en los que, de alguna manera, la cultura que condiciona
la visión de los participantes puede neutralizar innovaciones o reconducir a
una lectura tradicional lo que podía significar un verdadero cambio.
Como hemos dicho, la presencia de ciertos
enunciados normativos de garantía no es suficiente para señalar innovaciones
puesto que, a pesar del usual desconocimiento, muchas de ellas reconocen un
largo historial de formulaciones en el derecho romano canónico. Ahora bien, en
qué consiste la diferencia de lectura. Para el derecho liberal las normas de
garantía se ordenan para proteger derechos subjetivos, para evitar que un
ciudadano se vea afectado por una decisión arbitraria de un poder del estado.
En la cultura jurídica de antiguo régimen, sin embargo, tal subjetividad humana
individual dotada de derechos no es operativa. Las normas de garantía se
disponen y se leen en sentido puramente objetivo. Imponen una regla objetiva al
juez sobre cómo se debe hacer justicia. Se trata de un esquema de garantía de
inspiración religiosa que, en todo caso, propende más a salvaguardar la
conciencia (el alma) del juez que a proteger unos inimaginables derechos
individuales del reo. Basta una rápida lectura de los manuales doctrinarios y
las prácticas procesales para advertir que la consecuencia más grave de la
inobservancia por parte del juez de alguna de esas normas tiene que ver con su
condena eterna, amén de otras posibles penalidades seculares. Por otra parte,
la fuerte impronta corporativa que caracteriza a esa cultura permite recurrir,
sin contradicción, a argumentos de defensa del orden colectivo que autorizan,
en ciertas circunstancias, a proceder en contra del orden del derecho. Por
ejemplo, una práctica criminal hispana de principios del XIX, tratando
del in dubio pro reo y del uso del tormento, sostenía que “aquella
regla de derecho, que en caso de duda ha de resolverse la causa á favor de la
impunidad, cesa quando está interesada toda la Republica en que el delito no
quede sin castigo”22. Un razonamiento como este ya no
estará autorizado en el derecho penal liberal y ahí radica la innovación,
aunque en una y otra cultura la formulación - in dubio pro reo-sea
la misma.
Un
testimonio de la práctica judicial nos ayuda a ilustrar cómo una lectura
objetiva puede neutralizar el efecto subjetivo de un enunciado de garantía. Se
trata de la interpretación de un artículo de la Constitución de Córdoba de 1821
(tomado del Reglamento Provisorio de 1817), dispuesto para salvaguardar los
derechos del reo. Para comprender el caso, recordemos antes que una de las
formas más comunes de cerrar una causa criminal en tiempos coloniales consistía
en dar por pena la prisión que el reo había sufrido durante el proceso23.
Aunque se trataba de un modo “indulgente” de resolver una causa, esta forma de
penalidad se sostenía en criterios tan antiguos como la prudente discreción del
juez y el sentido purgativo del padecimiento, conformando así un mecanismo
antagónico con el ideario de una justicia penal liberal. Según lo que hemos
podido observar en el archivo, esta costumbre persiste en Córdoba durante la
primera mitad del siglo XIX. En un caso, sin embargo, se hizo manifiesta la
contradicción de considerar la prisión preventiva como pena. Pero veamos con
qué sentido.
En 1822
un joven Dalmacio Vélez oficiando como defensor alegaba en segunda instancia,
ante el gobernador, diciendo que no había méritos suficientes para la pena de
doscientos azotes impuesta por el juez ordinario y que, además, el reo ya había
purgado su culpa con los ocho meses de cárcel que había sufrido durante el
proceso. El fiscal, además de considerar que la pena se ajustaba a las leyes de
la Recopilación de Castilla, que citaba con toda precisión, dijo con respecto
al alegato del defensor que la prisión procesal “jamás se debe considerar
como una pena”, invocando como fundamento el “art. 11 cap. 21 Sec. 8 del
Reglamento de la Provincia” que “bien terminantemente declara que las
cárceles se tienen como un lugar de seguridad y no como un castigo”,
exigiendo por lo tanto que el gobernador confirmara la sentencia de azotes24.
Efectivamente, aquella norma constitucional sostenía ese principio y castigaba
el maltrato innecesario de los reos. La formulación no era en absoluto
novedosa, aunque como tal fue incluida en numerosos textos constitucionales de
la época25. Pero la lectura objetiva del fiscal
modificaba por completo el sentido normativo del texto, convirtiéndolo en un
argumento punitivo más. Su argumento tuvo éxito en este caso, y la sentencia de
azotes fue confirmada por el gobernador26.
Aunque la prisión procesal siguió teniendo ese tradicional efecto purgativo en
muchos procesos subsecuentes, el caso comentado ejemplifica muy bien las
consecuencias de aquella lectura objetiva, tradicional, de normas que todavía
no eran leídas en función de garantías subjetivas. Desde esta última
perspectiva una norma de esa índole jamás podría ser invocada para empeorar la
situación del reo.
Otra
forma de continuidad vinculada con formulaciones normativas antiguas que
también suele dar lugar a equívocos interpretativos pasa por la utilización, en
el contexto de transición, de nuevas autoridades doctrinales para reafirmar
normas de la tradición anterior. Muchas veces suele rastrearse la presencia de
un determinado autor para seguir la “pista” de las nuevas corrientes
ideológicas. Parece razonable que la presencia de una determinada obra es, al
menos, un indicio de contacto con una nueva corriente de pensamiento. Pero
podemos preguntarnos qué argumentos se extraían de ellas a la hora de la
discusión forense. Aunque resultan un número insignificante si se lo compara
con el de las citas a la doctrina tradicional (Antonio Gómez, Gregorio López,
Hevia Bolaños, Villanova y Mañes, Elizondo y Marcos Gutiérrez), a lo largo de
la primera mitad del XIX se pueden ver en los procesos de la justicia cordobesa
algunas citas a los “nuevos filósofos”, como Montesquieu, Beccaria o
Filangieri. Indudablemente son nombres que han adquirido difusa autoridad y eso
les convierte en herramienta de persuasión en determinadas circunstancias. Ello
no significa, sin embargo, que la doctrina que de ellos se tome sea
necesariamente novedosa.
Una
querella por injurias al gobernador, en los estertores del régimen del caudillo
López (1850) nos sirve para ver cómo autoridades modernas y antiguas
comparecían en un discurso sincrético en el que las primeras no necesariamente
se invocaban para argumentar una novedad. El defensor citaba, por ejemplo, al “humanista
Beccaria”, para sostener que era necesario que hubiese más de un testigo
para condenar. Como bien se sabe, esta norma constituía un axioma del derecho
procesal romano canónico derivado directamente de la Biblia (Deuteronomio cap.
17, vers. 6 y cap. 19, vers. 15; San Mateo cap. 18, vers. 16), a cuyo texto
solían recurrir los pleiteantes en tiempo colonial27.
Las referencias a Beccaria y a Montesquieu, aparecían en aquel escrito
reforzadas, unas líneas más abajo, por la voz de autoridades más tradicionales
como Plinio y “un rescripto de los emperadores Teodosio,
Arcadio y Honorio a Rufino prefecto del pretorio, puesto en el Código [de
Justiniano]”, para recordar la benevolencia con que los emperadores debían
mirar a los que hablaban mal del gobierno28.
En medio de ese sincretismo doctrinal, dominado por
la pesada inercia del antiguo aparato erudito, aparecía citado, en otro proceso
de la misma época, Filangieri, para fundamentar la necesidad de un castigo
ejemplar a unos criados que intentaron matar a traición a su patrón. Según la
acusación del fiscal, “cuando los humanistas y publicistas empeñosamente
abogan en favor de la abolición de la pena de muerte, entre los delitos muy
pocos que exceptúan es el delito que se persigue contra los criminales Díaz y
Salinas;…el sabio Filangieri, dice: que para que este crimen sea compuesto
debidamente castigado y los hombres inmorales y sanguinarios aprovechen de este
horrible ejemplar… la sangre del criminal alevoso debe derramarse sobre la
sangre del inocente que todavía humea”29.
Más allá de la conocida postura moderada sobre la pena de muerte del filósofo
napolitano, no parece que el argumento del fiscal tuviera inspiración en su
doctrina30. Por suerte para los reos, la
invocación a Filangieri no tuvo el efecto buscado por el fiscal. El juez tomó
en consideración una pragmática de 1734 y condenó a los reos a la pena de “seis
años de servicio en la frontera a ración y sin sueldo… previa consulta al
gobernador”. Como se podrá advertir la decisión tiene todas las
connotaciones propias de una sentencia penal de antiguo régimen.
Desde finales del XVIII, la abolición del tormento
en Europa vino a constituir uno de los símbolos más representativos de la nueva
justicia penal. La prohibición del uso del tormento judicial puede considerarse
una auténtica innovación que no reconoce formulaciones normativas precedentes
en la tradición castellano indiana31.
Pese al alto valor simbólico que en su momento se adjudicó a dicha norma, los
estudios que se han podido hacer sobre archivos judiciales parecen señalar que
hacia finales del antiguo régimen los tribunales rara vez recurrían al
tormento, habiendo sido desplazado en la teoría procesal por las posibilidades probatorias
menos exigentes estimuladas por el uso de las llamadas “penas extraordinarias”32.
Como es
sabido, el 13 de mayo de 1813, la Asamblea general que regía los destinos del
Río de la Plata ordenó “la prohibición del detestable uso de los tormentos,
adoptados por una tirana legislación…” disponiendo que, en consecuencia,
fuesen “inutilizados en la plaza mayor por mano del verdugo… los
instrumentos destinados a este efecto”33.
Si miramos toda la normativa producida durante la primera mitad del XIX en los
territorios del antiguo virreinato rioplatense, no caben dudas de que la
abolición del tormento fue la innovación más importante en materia de justicia
penal. Sin embargo, algunos testimonios parecen reflejar que dicho cambio podía
ser leído en términos de un ajuste normal derivado del desuso en que habría
caído la institución de la tortura.
En 1822
se siguió en Córdoba una causa criminal contra un esclavo que había sido
sorprendido en la calle con unos pañuelos robados en una tienda de la ciudad.
Según las actas del proceso el esclavo Clemente Asís había sido sometido a una
declaración verbal antes de dar su confesión. Con estos elementos, más las
declaraciones de unos cuantos testigos, se dio vista al fiscal para que pusiera
acusación. El fiscal argumentó entonces que a pesar de las pruebas y
testimonios que tenía en su contra, el reo se había mostrado “negativo”
y “vario”. Por ello pidió que para que los cómplices del robo no ganasen
más tiempo y evitar más perjuicios a la vindicta pública se sirviese el juzgado “contener
la indómita contumacia y desreglado manejo del reo apremiándole por medio de
una indagación aflictiva eficaz, que al peso irresistible de la corrección
confesase de plano no solo su crimen sino que asignase los demás cómplices que
contribuyeron al robo…”. Es poco plausible que Roque Funes, notable letrado
local, desconociera el célebre precepto de 1813. Aunque no utiliza el término
técnico, su argumento responde sin dudas a la teoría tradicional del tormento.
La forma elíptica en que se refiere a la tortura es quizás un indicativo de su
conocimiento de aquella prohibición. Antes de cerrar su vista, agregó que“un
hombre de tan degradantes qualidades y a quien se le encuentra con parte del
robo debía purificarse del cargo que contra él resulta al menos con algunas
inducciones que pudiesen inclinar a su favor la prudencia del tribunal…”34.
Como se puede ver, con ese mismo leguaje elíptico, su argumento pone de
manifiesto su adhesión, no a una institución que ya no podía invocar por su
nombre, sino a los patrones culturales dentro de los cuáles la tortura era un
remedio básicamente dirigido a personas “viles” y con efecto “purgativo”, es
decir, con virtualidad para limpiar, a través del dolor, las sospechas que
habían llevado al reo ante el juez35.
Pero si
era posible todavía esgrimir un pedido de tortura a pesar de la enfática norma
que había prohibido su utilización, la respuesta que dio el defensor demuestra
que el rechazo a la pretensión del fiscal podía también prescindir de esa ley
de la soberana Asamblea, mediante la invocación a una figura tan propia de la
cultura de antiguo régimen como era la de la derogación por la costumbre. En su
argumento, el defensor comenzó recordando la función del tormento, para señalar
luego que era una práctica que había caído en desuso. Estas fueron sus
palabras: “Tan solo por ser esclavo Clemente en el sentir de algunos
jurisconsultos debe ser azotado en el estado actual de la causa; mas este era
un resultado de las leyes que prescribían los tormentos, y estas leyes y estas
prácticas y estas costumbres barbarás in disuetudinem abiierunt”
(sic)36. Como era costumbre desde el tiempo
colonial, el pedido de tormento no tuvo ningún efecto. Más allá de su
resultado, el argumento de la defensa muestra cómo lo que constituía una
auténtica innovación podía ser pensada y discutida no como un efecto
derogatorio de la legislación revolucionaria, sino como una evolución a través
de un mecanismo normal de ajuste del derecho de antiguo régimen como la desuetudo,
incompatible, por otra parte, con el gran proyecto jurídico del liberalismo
europeo basado, precisamente, en el imperio de la ley37.
De acuerdo con lo que hemos dicho antes, y con lo que muestran los registros
judiciales de Córdoba, el argumento del desuso podía resultar una estrategia
eficaz, en clave de antiguo régimen, para oponerse a los argumentos del fiscal,
con total prescindencia de la famosa ley de la Asamblea.
Un tema
como el que acabamos de tocar pone de manifiesto el perfil ideológico de los actores
del foro local. Hay algunos testimonios todavía más explícitos al respecto. En
1828, un defensor pedía que se conmutara la pena de muerte impuesta al reo por
la pena de galeras. Su pretensión no tenía nada de novedoso, sin embargo, en su
alegato dejó notar cierta impronta moderna al mencionar “la inutilidad”
de la pena capital y la “mayor racionalidad” de los castigos moderados,
mostrando algún eco de los debates que por entonces tenían lugar en la
Universidad de Buenos Aires sobre las nuevas doctrinas punitivas38.
Claro que estos argumentos venían apoyados también en elementos del viejo
herramental normativo, como era una “piadosa” ley“de la recopilación
castellana” que dejaba al arbitrio del juez la moderación de la pena y el
principio, muy utilizado en época colonial, según el cual “por la piedad
deben también reglarse los magistrados”. Para el fiscal, los argumentos del
defensor eran “un delirio de la filosofía partera del siglo”, señalando
el ejemplo de “la culta Europa” que “ha subido a la cumbre en esa
decantada filantropía, e ilustración, mas no han mermado los crímenes, antes
los ha aumentado hasta el colmo del desorden, a que únicamente aspira
trastornándolo todo con apariencias de humanidad engañosas”39.
A lo
largo de la primera mitad del siglo XIX Córdoba había pasado de ser una vieja
república organizada en torno al poder jurisdiccional que le había adjudicado
su fundador, a ser una república soberana e independiente según se afirmaba en
su reglamento constitucional puesto en vigencia en 1821. En el ínterin, durante
la primera década posterior a la revolución de mayo, la ciudad se integró no
sin algunas reticencias en los intentos de organización política que, desde
Buenos Aires, procuraban conservar la unidad del viejo distrito virreinal. Sin
embargo, ni antes ni después, la estructura institucional de la justicia
ordinaria de la ciudad se vio seriamente afectada por los cambios ocurridos a
partir de 181040.
Sí hubo
cambios en la potenciación de los jueces pedáneos, consolidando un proceso que
se venía gestando desde finales del tiempo colonial41.
Pero ninguna de estas transformaciones significó una alteración de los
elementos esenciales que definían el orden semántico de la vieja cultura
jurídica, muy distante todavía de la revolucionaria y republicana idea de
“imperio de la ley”. La práctica de la justicia criminal ofrece un campo de
observación que nos permite apreciar la dinámica de continuidad en ese largo
proceso de transición, echando luz sobre la lectura de los participantes de
entonces. En nuestro análisis hemos procurado estandarizar algunas formas de
continuidad implícita, cifrándola en los siguientes casos: lectura objetiva de
normas de garantía; el uso de nuevas autoridades doctrinarias para evocar
normas tradicionales y, por último, la asimilación de las innovaciones a través
de mecanismos tradicionales como el efecto derogatorio de la costumbre.
Más allá de los casos que puntualmente hemos
elegido para este análisis, creemos que para comprender en su cabal dimensión
la continuidad en la praxis de la justicia penal, ésta debe ser contextualizada
en función de los estudios que han cuestionado el valor heurístico del
contraste entre lo colonial y lo patrio para el período que va desde finales
del XVIII y hasta la primera mitad del XIX, o poco más, según los casos,
resaltando la necesidad de abordarlo como una unidad cronológica en sí. En el
caso de la cultura jurídica que determinaba el lenguaje de la justicia criminal
de Córdoba, la coherencia y continuidad de dicho período parece un dato
incontestable.
1 Véanse
las actas de los últimos congresos del Instituto Internacional de Historia del
Derecho Indi(...)
2 Levaggi,
A., Historia del Derecho Penal Argentino,Buenos Aires,1978; Álvarez
Cora, E., La génesis (...)
3 Uribe-Uran, V. M.(ed.),State and Society
in Spanish America during the Age of Revolution, Wilming(...)
4 Aplicado
a la justicia criminal puede verse en Barreneche, O., Dentro
de la ley, todo La justicia (...)
5 Uribe-Uran, V.
M., “Introduction-Beating a Dead Horse?”, en Uribe-Uran, V. M.(ed.), State and Soci (...)
6 Guerra,
F-X.,Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas,
México, 2000(...)
7 Para
términos políticos, véase Goldman, N. (ed.), Lenguaje y Revolución.
Conceptos políticos clave (...)
8 Por
razones de brevedad remito a Lorente, M.
(coord.), De justicia de jueces a justicia de leyes: (...)
9 “No
hay motivo para ampliar o restringir la jurisdicción de los jueces ordinarios…”,
Reglamento de (...)
10 Reglamento
de 1817 (Secc. 4ª, cap. 3, art. 1, 1817). En términos similares, Estatuto de
1815.
11 Véase
el artículo 6 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de
1789 donde se (...)
12 Sobre
el “paradigma jurisdiccional”, también por razones de brevedad, remito a
Garriga, C., “Orden (...)
13 Salvatore, R., “El imperio de la ley.
Delito, Estado y Sociedad en la era Rosista”, en Delito y So(...)
14 Ibíd.
p. 100
15 Ibíd.
p. 117
16 Álvarez
Cora, La génesis…, p.
14
17 Cansanello,
O. C., “Derechos/Derecho”, en Goldman, N. (ed.),Lenguaje y revolución...,
pp.51-63, p (...)
18 Barreneche, O.,Dentro de la ley…, p.
77. Como se sabe, este enunciado pertenece al derecho imper (...)
19 Hespanha, A. M., De Iustitia a
Disciplina, enÍd., La gracia del derecho…,
pp. 203-273; Berman, H.(...)
20 Alonso
Romero, M. P., Orden
procesal y garantías entre Antiguo Régimen y constitucionalismo gadita(...)
21 Garriga, C., “Continuidad y Cambio del
Orden Jurídico”en Garriga, C. (coord.) Historia y constituc (...)
22 Villanova
y Mañes, S.,Materia Criminal Forense,Madrid 1807, Ob. 10 § V, n. 2, t.
II, p. 332.
23 Agüero, A., Castigar y
perdonar, cit., pp. 262-265; Cutter, Ch., “Judicial punishment in
colonial(...)
24 Archivo
Histórico de la Provincia de Córdoba [en adelante AHPC, seguido de C (que
indica fondo cri(...)
25 Secc.
8, cap. 21, art. 11, Reglamento Provisorio para el régimen y
administración de la Provincia d (...)
26 AHPC,
C, 143, 9, 1822, Auto del Gobernador, 13 de noviembre de 1822.
27 Agüero,
A., “Las armas de la Iglesia”. Saber religioso y auxilio espiritual, en
la justicia secular (...)
28 AHPC,
C, 223, 9, 1850, Contra don Manuel E. Pizarro por injurias
29 AHPC,
C, 223, 8, 1850, Contra Mariano Díaz y Andres Salinas. Vista fiscal de José
Roque Funes, Cór (...)
30 Sobre
el pensamiento penal de Filangieri y su influencia en España, Scandellari, Simonetta “La dif (...)
31 Tomás
y Valiente, F.,La tortura
en España, Barcelona, 1994, pp. 93-141.
32 Langbein,
J., Torture and the Law of Proof: Europe and England in the Ancien
Règime, Chicago 1977. (...)
33 San
Martino de Dromi, M. L., Documentos constitucionales, cit., p.
2036 s.
34 AHPC,
C, 143, 7, 1822, Contra Clemente de Asis, esclavo
35 Sobre
la teoría del tormento en derecho común, Fiorelli, P., La tortura
giudiziaria nel diritto Co (...)
36 AHPC,
C, 143, 7, 1822, Contra Clemente de Asis, esclavo
37 Costa,
P., Il Progetto Giuridico. Richerche sulla giurisprudenza del
liberalismo classico,Milano, (...)
38 Levaggi,
A., Historia del Derecho Penal…, pp. 127-128; Caimari, L., cit., p. 142 ss.
39 AHPC,
C, 163, 3, 1829, Criminal contra Ciriaco Burgos y otro por robo y salteadores,
Alegato fisca (...)
40 Romano,
S., Economía, sociedad y poder en Córdoba. Primera mitad del siglo XIX,
Córdoba, 2002, pp. (...)
41 Romano,
S., “Instituciones coloniales en contextos republicanos: los jueces de la
campaña cordobesa(...)
Referencia electrónica:
Alejandro Agüero, « Formas de continuidad del orden jurídico. Algunas reflexiones a partir de la justicia criminal de Córdoba (Argentina), primera mitad del siglo XIX », Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En línea], Debates, Puesto en línea el 23 marzo 2010, consultado el 19 enero 2013. URL : http://nuevomundo.revues.org/59352 ; DOI : 10.4000/nuevomundo.59352
Alejandro Agüero, « Formas de continuidad del orden jurídico. Algunas reflexiones a partir de la justicia criminal de Córdoba (Argentina), primera mitad del siglo XIX », Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En línea], Debates, Puesto en línea el 23 marzo 2010, consultado el 19 enero 2013. URL : http://nuevomundo.revues.org/59352 ; DOI : 10.4000/nuevomundo.59352
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