sábado, 15 de octubre de 2011

RESISTENCIAS AL ORDEN FORMALIZADO POR LA CONSTITUCIÓN DE MENDOZA DE 1854 EN EL ÁMBITO DE LA CAMPAÑA

Arriero cuyano (por Enrique Rapela).



                                                     Por Inés Sanjurjo de Driollet*




1. Introducción

Mendoza, a diferencia de otras provincias, se dio su primera carta fundamental recién en 1854, en el marco de la reorganización política producida en el país con la sanción de la Constitución Nacional de 1853 y siguiendo el proyecto de Juan B. Alberdi, publicado en sus Bases de Derecho Público Provincial. En el período de vigencia de esa Constitución provincial (1854-1895), que llamamos de construcción del orden liberal bajo el régimen constitucional,(1) se llevó a cabo la reestructuración político administrativa del territorio. Además, se creó una serie de organismos de gobierno tendiente a modernizar el aparato del Estado. Esta política tenía entre sus objetivos el de avanzar y fortalecer el poder estatal sobre el espacio geográfico de su jurisdicción, lo que implicaría incorporar efectivamente a la campaña a la vida política y económica provincial.
Este proceso de monopolización estatal en el orden provincial tuvo coincidencias, en otra escala, con el de la organización nacional, en el que fue notoria la evolución hacia el centralismo, no obstante las reformas de tipo federal que introdujo la Convención constituyente de 1860. El momento culminante fue el año 80, cuando el Estado federal “logró prevalecer sobre todas las unidades particulares, gracias a una combinación de capacidad coercitiva y consenso institucional” (Botana, 1993:238). Era, según Fernando Segovia, “un recurso para la solución del hiato producido entre el mandato constitucional y la falta de hábitos republicanos” (Segovia, 1998:494-495).
Hubo, sin embargo, diferencias entre ambos procesos, como las que mostraron en su origen. Las provincias, surgidas sobre las ciudades fundadas en el período indiano con una larga tradición de autogobierno, contribuyeron a la formación del Estado nacional y fueron los sostenes del gobierno federal. En cambio, los asentamientos de la campaña mendocina, que tuvieron su germen bajo el gobierno del cabildo, durante el período hispánico habían estado siempre subordinados a las autoridades con sede en la Ciudad, pues la única villa de relativa importancia, que fue San Carlos, no llegó a tener su cabildo. Y ya luego de 1820, cuando surgió la actual provincia de Mendoza, fueron administrados por funcionarios dependientes de gobierno provincial.
Pero la concentración del poder se mostró también en la provincia como prácticamente inevitable. Simultáneamente a la afirmación del poder estatal sobre el territorio se buscaba lograr el desarrollo de los núcleos rurales, de modo de que fueran aptos para que se estableciesen en ellos las municipalidades, llevándose así a cabo lo estipulado por la carta provincial en cumplimiento del art. 5° de la Constitución Nacional. Sin embargo, la campaña estuvo de hecho subordinada a los agentes del Ejecutivo, salvo, como veremos, en el corto período de autonomía municipal (1868-1874), y no obstante las voces que se levantaron en contra de tal centralización.
Analizamos aquí cómo se desenvolvió ese proceso en Mendoza, y si el objetivo de los gobiernos provinciales de afianzar el poder estatal sobre el territorio luego de sancionada la carta de 1854 se hizo efectivo, más allá de los mecanismos que se pusieron en marcha. En efecto, cabe el interrogante sobre el control que en realidad alcanzó el Estado provincial, vale decir, si existieron espacios que escaparon a su potestad.(2) Asimismo, tratamos de averiguar sobre la efectiva aplicación de los principios del constitucionalismo liberal. Esto, teniendo en cuenta lo constatado por estudios que advierten sobre las continuidades provenientes del período indiano y las resistencias que encontró la aplicación de las nuevas doctrinas políticas en el siglo XIX (Tau Anzoátegui, 1999:233). Para el abordaje de este último aspecto, en el que ponemos especial atención, hemos buscado superar una investigación basada exclusivamente en el derecho positivo, atendiendo de modo complementario a las prácticas institucionales.


2. El proceso de afianzamiento del poder del Estado provincial sobre el territorio de su jurisdicción

En los años siguientes a la sanción de la Constitución provincial de 1854, fueron creados la mayoría de los departamentos que existen hoy en Mendoza. Del hecho de tener que realizar la división de acuerdo con el elemento poblacional, según precepto constitucional, derivó el papel determinante que alcanzaron en este proceso los principales núcleos formados en la campaña desde la época indiana. La normativa posterior a la sanción de la carta de 1854 es demostrativa de la preocupación de las autoridades porque las circunscripciones respondieran a la existencia de un poblado, cuya importancia en la zona lo hacía acreedor de encabezar una nueva jurisdicción. Siempre que se creó un departamento, se le asignó una villa que le dio el nombre a la nueva circunscripción, y su fundación consistió generalmente en la urbanización de un núcleo preexistente, aunque a veces se erigía uno nuevo cerca de asentamientos cuyos requerimientos mostraban la necesidad de hacerlo en ese lugar.(3) Estuvo presente, en este proceso, el peso de un fenómeno del tiempo largo con raíces en la colonización hispánica: el ideal urbano de vida, que privilegiaba las relaciones comunitarias como condición para alcanzar un grado de desarrollo humano y social.
Pero, la población se había ido distribuyendo de acuerdo con diversos factores, entre los que la dicotomía oasis-secano constituyó uno de las más importantes, por la dependencia del agua que conllevaba. Esta característica de la geografía mendocina fue determinante, en efecto, de la particular distribución demográfica que debió ser considerada para el cumplimiento del mandato constitucional. Por un lado, estaba el oasis del río Mendoza, zona de ocupación original, a la que llegaba el agua por el canal Zanjón; en ella se erigían la Ciudad y los barrios aledaños, y se caracterizaba por su concentración poblacional. En los suburbios se alternaban caseríos con potreros y predios con ganados, frutales y viñedos, con bodegas y algunos molinos instalados sobre las márgenes de los canales que formaban la red hídrica proveniente del mencionado río. En esta zona de “extramuros”, y como una continuación de la Ciudad, se crearon los departamentos de San Vicente y Luján al sur, y Guaymallén al este. Un poco más distante, también en el oasis, el paisaje se volvía más abierto, había poblados diseminados, y estaba dominado por extensos potreros de alfalfa dedicados al engorde de ganado.(4) Allí se erigieron los departamentos de Maipú, San Martín y Junín. Ya fuera del oasis principal, en el secano, la población era escasa, y los departamentos que se crearon –Tupungato y San Carlos al sur, Rosario al noreste y La Paz al este-, abarcaban territorios de una dimensión que se hacía mayor a medida que se alejaban del núcleo fundacional. En ellos, se daba la presencia de pequeños caseríos asentados en microoasis regados por arroyos del río Tunuyán, en el Valle de Uco, o por agua de manantial, o bien por bañados, en la zona de las Lagunas. Los mismos se hallaban en medio de semidesiertos jalonados de estancias que “eran simplemente extensos campos de cría, de muy baja receptividad general, que aprovechaban las escasas pasturas naturales” (Richard Jorba, 1998:44). Más al sur, en la frontera, se emplazaba la villa de San Rafael en el oasis del río Diamante, que tenía bajo su jurisdicción un territorio en vías de ocupación (Sanjurjo de Driollet, 2001:9).
La zona núcleo –es decir, la Ciudad y las circunscripciones vecinas- constituyó el área de más concentración poblacional, según se infiere del censo de 1869 (Sanjurjo de Driollet, 2001:6).(5) De allí que este espacio fuera objeto de la mayor subdivisión política, lo que equivalía a una multiplicación de las estructuras administrativas, algo lógico ya que, teniendo en cuenta el factor demográfico, la capacidad de control es limitada “variando en razón inversa a la población” (Hespanha, 1993:127). Ese espacio era, además, el de mayor subdivisión de las propiedades agrícolas y, por lo tanto, donde la tierra estaba más valorizada. La consecuencia fue un marcado contraste entre departamentos pequeños en zonas intensamente pobladas y económicamente ricas –por su ubicación en el oasis- y departamentos extensos, ambientalmente pobres (Molina de Buono, 1998:196) y con menos habitantes, los cuales, por esta razón y por las lejanías, eran los que se hallaban en una situación marginal con respecto al polo que constituía la Ciudad. Aún así se buscó subsanar, en los casos de apartadas poblaciones, ese obstáculo que significaban las largas travesías, dado que éstas limitaban su accesibilidad geográfica a servicios que se brindaban en una villa distante. De ello dan cuenta las normas de creación de nuevas circunscripciones, como la del Rosario (1855), cuyo territorio fue separado del de La Paz porque era demasiado extenso y gravoso al vecindario que reside a muy larga distancia ocurrir a la subdelegacía; y del departamento de Tupungato (1858), creado por la enormidad de las distancias que embarazan el buen servicio administrativo de esos puntos poblados.(6)


3. El acrecentamiento de las facultades de los agentes del Ejecutivo en la campaña

En lo relativo al gobierno de las localidades, la Constitución disponía la creación de municipalidades en los departamentos en que se debía dividir la provincia, surgiendo así el sistema de municipio-partido o municipio-departamento. El hecho de que esa organización del territorio debía servir a la vez de distribución de la jerarquía de agentes del Ejecutivo, daba lugar a la existencia de una doble estructura administrativa en las circunscripciones. Si bien la Constitución establecía que la ley orgánica de municipalidades debía darse en el plazo de 3 años, ésta recién se sancionó en 1868. Es así como la creación de departamentos realizada entre 1854 y 1868, su subdivisión en distritos de menor categoría y la fundación de las respectivas villas-cabecera, fue una labor llevada a cabo por los agentes del Ejecutivo provincial, los subdelegados.
Estos agentes habían surgido con ese nombre hacia 1820, en un proceso de continuidades que hundía sus raíces en los antiguos jueces rurales indianos. En el siglo XVIII el cabildo de Mendoza nombraba dos alcaldes de hermandad, quienes debían cumplir funciones de justicia de mínima cuantía, y de policía de orden y seguridad en la campaña mendocina. Estaba también el alcalde provincial de la santa hermandad, miembro del cabildo que constituía la instancia superior ante la cual se podía apelar las decisiones de aquellos, y se destacaba por sus funciones de policía vinculadas por la ganadería. En la segunda mitad del siglo XVIII y a principios del siglo XIX, estuvieron los jueces comisionados, nombrados para administrar justicia de mayor monto que la que ejercían los alcaldes de hermandad, y encargarse de todo lo relativo a la edificación de la villa que se erigía al costado del fuerte San Carlos (Sanjurjo, 1995:200 ss). Funciones similares tuvo el juez delegado designado a principios del período patrio para la villa Nueva de los Barriales (luego villa San Martín).
Lo cierto es que los jueces subdelegados, creados en 1820, reunieron como aquellos las funciones de justicia (de 1ª instancia en lo civil y penal) y las de policía rural y “urbana” en las villas, otorgadas expresamente por el Reglamento de Estancias de 1834, así como la comandancia de armas en algunos sitios de frontera, como San Carlos y La Paz (Sanjurjo de Driollet, 2004:48). Tenían bajo su autoridad una red de agentes constituida por comisarios y decuriones, a cargo de los distritos en que se dividía cada circunscripción.
En 1868, se dispuso la instalación de municipalidades, algo que en principio se hizo efectivo en los departamentos que contaban con un mayor desarrollo socioeconómico, es decir, los que estaban en la zona núcleo del oasis. Allí, obviamente los subdelegados perdieron las funciones municipales, y en 1872, sus funciones de justicia pasaron a los jueces de paz, que de acuerdo con la Constitución quedaron dentro de la esfera municipal. Sin embargo, aquellos funcionarios retuvieron sus facultades de agentes del gobierno y de policía de orden y seguridad. Por inspiración de Alberdi, la Constitución había dispuesto para las municipalidades una cuota de autonomía, que derivaba de la elección popular de sus miembros y del manejo exclusivo de sus rentas. Pero los municipios rurales se vieron limitados en la práctica porque la norma de 1868 no les otorgaba las rentas que correspondían por la Constitución, y también por la presencia de la jerarquía de agentes del Ejecutivo, de los que dependían para hacer cumplir sus ordenanzas.(7) Este problema tuvo un principio de solución con la Ley Orgánica de Municipalidades de 1872, que concedió a las corporaciones las rentas que la carta fundamental establecía, además de importantes poderes jurisdiccionales.(8) La creación de los jueces de paz dependientes de las corporaciones colaboraba también con la autonomía municipal.
No obstante ello, luego de un arduo debate entre las tendencias centralistas y las autonomistas, se estableció una trama de legalidad al margen de lo dispuesto por la carta provincial. Aunque en la Cámara legislativa se hicieron escuchar voces solicitando que se cumpliera la constitucionalidad de las leyes, la reforma municipal de 1874 impuso a los subdelegados como presidentes de las corporaciones en los departamentos rurales, lo que obviamente significaba que no todos sus miembros fueran elegidos por el voto popular, contrariando el mandato constitucional. Los principales argumentos en que se apoyó tal decisión aludían a la mayor eficacia que se lograría en el gobierno municipal, dado lo difícil que era encontrar personas idóneas en la campaña para ejercer esas funciones, aunque en el trasfondo se ha comprobado la necesidad del gobierno de controlar los nuevos espacios políticos que se habían abierto en la campaña, así como las rentas municipales (Sanjurjo de Driollet, 2002:253-298). Así, aquellos agentes volvieron a tener en sus manos los asuntos municipales y, en la práctica, también las cuestiones judiciales, ya que fueron los que en definitiva elegían a los jueces de paz.
Sin duda, la centralización dispuesta por la ley de 1874 era complementaria de la política de afianzamiento de la potestad estatal el territorio, a través de los agentes del Ejecutivo, y a la vez, era paralela a la modernización y la complejización del aparato gubernamental. Este último proceso estuvo marcado por la creación de distintos dispositivos que apuntaban a consolidar ese dominio, en tanto que se impulsaba desde el gobierno el cambio del modelo económico de ganadería comercial al de agroindustria vitivinícola, basado en modernas técnicas que se introducían desde Europa (Richard Jorba, 1998). En 1872 se creó la Superintendencia General de Escuelas y las Comisiones escolares en los departamentos, y fueron dictadas la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley de Educación Común. En 1876, se sancionó la Ley Orgánica y de Procedimientos de la Justicia de Paz, que fue reformada por la Ley Orgánica de 1880. Paralelamente, se dictaron otras normas tendientes al progreso económico, como la que declaraba de utilidad pública el terreno necesario para el tendido de las vías y estaciones de ferrocarril de 1873; la Ley de Usufructo de 1874, que disponía la entrega de tierras en el sur para su colonización y la creación en 1877 del departamento y subdelegacía de Malargüe en esa zona; así como la ley referida a colonias agrícolas y pastoriles de 1875, que destinaba terrenos fiscales en el sur de la provincia, también para su colonización (Sanjurjo de Driollet, 2002:387). El conjunto funcionalmente diferenciado de instituciones públicas que emergió en la provincia sobre todo luego de Pavón, algo que en otras dimensiones ocurría en la esfera nacional, habla de la “modernización” del Estado (Oszlak, 1985:148).
Lo cierto es que adquirió forma una red de funcionarios y organismos que abarcó múltiples aspectos, constituyendo los subdelegados los mecanismos centrales en la campaña de ese régimen de concentración del poder en el Ejecutivo. En efecto, dentro de esa política se ubicó el significativo acrecentamiento de las funciones de esos agentes producido en la década del 70, y del cual es demostrativa la legislación sancionada entonces. Además de las funciones de policía de seguridad que siempre tuvieron a cargo, y las municipales recobraron en 1874, volvieron a adquirir otras de tipo judicial, aunque ya no ejercieron la justicia de 1ª instancia en la campaña como lo venían haciendo desde 1834. La ley de justicia de paz de 1876 dispuso que en los departamentos en donde no había municipalidades –los que no alcanzaban los 5.000 habitantes- esos funcionarios formaran parte, junto a dos ciudadanos, de un tribunal de distrito ante el que se apelarían los fallos de los jueces de paz en los casos cuyo monto excediera una determinada cantidad.(9) Es así como en tales circunscripciones tuvieron funciones judiciales, además de las municipales y las que les eran propias en su calidad de agentes del Ejecutivo y jefes de la policía departamental.(10) A ello se sumó lo dispuesto por un decreto reglamentario de la ley de justicia de paz de 1880, que estableció que en estos departamentos serían los subdelegados –por no existir municipalidad- quienes debían proponer a aquellos que ejercerían “las funciones de los Jurados, Jueces de Paz, Comisarios y Decuriones”. Además, les otorgaba la facultad de demarcar el territorio sobre el cual éstos tendrían jurisdicción.(11) En cuanto a los departamentos que sí tuvieron municipalidad, cuando los subdelegados comenzaron a ejercer la presidencia en 1874, como ya se ha señalado, toda la actividad municipal pasó por sus manos y también dependieron de ellos los jueces de paz, pues en la práctica, decidían quién ocuparía el cargo.(12)
En 1875, una Circular del Ejecutivo provincial estableció expresamente que los subdelegados serían los guardianes del cumplimiento de las ordenanzas municipales, las leyes y la Constitución en su jurisdicción,(13) en tanto que la Ley de creación del Departamento de Policía afianzó su papel de herramienta de control político, al definirlos como “agentes directos del Poder Ejecutivo” y “la máxima autoridad superior del Departamento en el orden político". Hay que tener en cuenta que desde 1864 los subdelegados formaron parte de las mesas electorales de su departamento, lo que junto con el manejo de la fuerza pública les posibilitaba controlar los comicios.(14) Asimismo, la Ley de Creación del Departamento de Policía los designaba agentes directos del poder judicial, “de la Policía Central y de las Municipalidades" y les daba las facultades de "velar sobre la conservación del orden público y seguridad individual y de propiedades" (policía de seguridad); "ejecutar toda orden emanada de autoridad judicial competente, relativa a la aprehensión de delincuentes, pesquisas e informaciones sobre hechos criminosos y ejecutar penas impuestas por el juez de paz del departamento" (policía judicial); y "aprehender y poner a disposición de la autoridad competente a los desertores del Ejército Nacional" (policía militar).(15) Además, antes de enviar a los reos ante el juez de paz, o el juez del Crimen en la Ciudad, levantaban los correspondientes sumarios (Barraquero, 1881:53). En caso de necesitarlo podían requerir los auxilios del comandante de la Guardia Nacional de la localidad.(16)
A tales facultades, los subdelegados sumaron otras no menos importantes. En 1875, una Circular del gobierno estableció que debían ser los presidentes de las comisiones departamentales de escuelas. En otra materia, un decreto dispuso que serían agentes de inmigración en los departamentos, con la misión de fomentarla, y de lograr la “pronta y ventajosa” colocación de los inmigrantes, tarea que sin duda adquirió mayor importancia en la década siguiente, cuando se inició el ingreso significativo de extranjeros en la provincia.(17) Una actividad con la que estuvieron vinculados desde la sanción del Reglamento de Estancias de 1834 fue la ganadera, ya que si bien ésta comenzaba a ceder su lugar preeminente a la industria vitivinícola, no por ello era dejada de lado por el gobierno provincial. En 1880 se juzgó necesario “amparar la propiedad rural”, muy particularmente en el sur, cuyas tierras ya liberadas del dominio indígena debían ser incorporadas a la economía provincial. También en este aspecto le cupo al subdelegado un papel central, pues tuvo entre sus funciones la de vigilar el cumplimiento del Reglamento de Estancias dictado ese año, y cobrar las multas por las infracciones al mismo, intervenir en el entendimiento entre los estancieros del distrito en orden a determinar la capacidad de sus respectivos campos en los casos de remate de hacienda; realizar el control, autorización y registro de marcas y contramarcas; etc. Además, tuvo ciertas facultades de tipo judicial que se le daba para resolver sobre los pastoreos.(18) A ello hay que sumar las funciones que ejercieron en relación con el fisco.(19) Estas facultades, como también las que lo capacitaban para cobrar multas por incumplimiento del Reglamento de Policía o la Ley de Educación, constituyeron importantes dispositivos en manos de los subdelegados, por cuanto éstos tenían la posibilidad de ser más rigurosos o más flexibles según su parecer, lo que les daba capacidad de tender redes clientelares.
Sin duda, el arraigo de la institución del subdelegado y su eficacia en el ejercicio de una acción mediadora entre la población rural y la dirigencia provincial, fue lo que la dirigencia liberal tuvo en cuenta para convertirla en su principal herramienta política en la campaña. Las fuentes consultadas nos ofrecen ejemplos del ejercicio de esa función, sobre todo en las décadas de 1850 y 1860. A través de ellas puede observarse que los subdelegados se hicieron eco de las solicitudes de los vecinos acerca de las más variadas necesidades, tales la fundación de una villa en un poblado de cierta importancia, el emplazamiento de otra en un lugar u otro del departamento, la provisión de un curato para atender las necesidades espirituales de la población, o la apertura de una calle pública. En 1866, el subdelegado de San Martín se dirigía al gobierno para presentarle una solicitud “como subdelegado, como miembro de la comisión de culto religioso de esta villa y a nombre de los vecinos de ella”.(20) En 1867, el subdelegado Francisco Romero, del mismo departamento, explicaba al gobierno los valederos motivos que asistían a los hacendados de esa localidad para negarse a colaborar donando reses.(21) Estos agentes también cumplieron esa función en relación con los requerimientos de la autoridad militar del departamento. Un ejemplo es cuando el de la villa del Rosario, atendiendo al reclamo de varios vecinos, solicitó al gobierno que no se fuera tan severo en el cumplimiento con los ejercicios doctrinales de los domingos, “por ser el tiempo apurado con las cosechas de trigo”.(22) Así, aunque ninguna ley o decreto confería expresamente a los subdelegados la misión de representación de los intereses locales, de las fuentes surge que ellos se la arrogaban, y que la ejercieron mediante petitorios, algunos de los cuales iban acompañados de las firmas de los vecinos.
Existieron otros factores de poder en el orden local, como los comandantes de las Guardias Nacionales, que cumplieron un rol central en los procesos electorales, y la autoridad religiosa del departamento, de gran predicamento en la campaña. Sin embargo, los subdelegados fueron, salvo en las circunscripciones en que se establecieron municipalidades y en el corto período en que éstas gozaron de cierta autonomía, el medio de comunicación habitual entre el ámbito del gobierno y el rural, dos esferas distintas. Operaban, en efecto, como transmisores en una doble dirección: de una parte, conducían las pretensiones del centro a la periferia, en un lenguaje político que ésta pudiese entender y cumplir; de otra, comunicaban al centro, buscando persuadir, los requerimientos de la periferia. Esta importante función mediadora, de antigua data, les fue allanada, sin duda, por el hecho de que, por lo general, pertenecían a la comunidad local. Muchos fueron contribuyentes, ya que solieron ser pequeños propietarios o arrendatarios.(23) Además, la poca circulación que muchas veces hubo en los diversos cargos del departamento, debido a la escasez de personas consideradas aptas para ocuparlos, los convertía en “líderes” naturales de las localidades. Esto se vio favorecido, indudablemente, cuando el gobierno se preocupó por colocar a personas idóneas en esos cargos, tal como ocurrió durante la gestión de Barraquero como ministro de gobierno. Precisamente, lo que éste pretendía era la mayor participación de los vecinos en los asuntos públicos locales, algo que en su concepto no existía por estar habituados a ser gobernados por funcionarios nombrados por el Ejecutivo.
Puede hablarse, por lo tanto, de la existencia en el ámbito de la administración periférica de pequeños “grandes” poderes, término que Tau Anzoátegui usa en sentido semejante para el período indiano (Tau Anzoátegui, 1997:87).(24) No sólo por la raigambre de una autoridad que remitía a los jueces indianos por el ejercicio conjunto de funciones de justicia, policía, guerra en el caso de San Carlos (donde el subdelegado era el comandante del fuerte) y también fiscales, es decir las cuatro causas del orden colonial. También constituyeron “poderes” locales por las cuantiosas facultades que se les otorgó, y que demuestran que no se cumplía la teoría liberal decimonónica acerca del papel secundario y neutro que debía tener la administración con respecto a la política (Hespanha, 1989:37). La contradicción con la modernización estatal que se quería implantar se planteaba también en lo relativo a la acumulación de funciones ejecutivas y judiciales en estos niveles intermedios de la administración estatal.

4. La excepción: San Rafael

            Una situación especial se planteaba con el subdelegado de San Rafael, el departamento que surgió en torno al fuerte del mismo nombre. Allí los comandantes de frontera tenían un enorme poder. Ya ha sido ampliamente estudiada la participación de estos jefes en el juego político provincial, que apoyados en las fuerzas de línea constituían una importante reserva de hombres armados para afrontar las luchas civiles (Seghesso, inédito; Gascón, 1989). Tal el caso del coronel Ignacio Segovia, que se sublevó en apoyo del gonzalismo, con motivo de los resultados electorales que llevaron a la gobernación a Francisco Civit en 1873. Esto se debió al frecuente ejercicio por parte de los comandantes, de caudillismos forjados al calor de actos considerados heroicos y otras actitudes que crearon estrechos vínculos con los subordinados, como así también por el orden que muchos supieron imponer no sólo entre la tropa sino en toda esa comarca, donde las deserciones, el cuatrerismo y los crímenes estaban a la orden del día.
            Un ejemplo de lo que acabo de exponer es el del teniente coronel Manuel Olascoaga, quien ocupó la jefatura de la Frontera Sud en 1863, que estaba en un estado de total desorganización. Para lograr revertir la situación, contó con la cooperación del gobernador Carlos González mediante el alistamiento de voluntarios en la ciudad. La única estipulación que se hizo a aquella gente después de organizada –dice el biógrafo de Olascoaga, su hijo Laurentino- fue una simple promesa verbal comunicada por su jefe a nombre del gobernador de que, al cumplir seis meses de buenos servicios bajo las armas, los que pidieran su baja la recibirían inmediatamente. El comandante buscaba conquistarse la voluntad de aquellos soldados, y asegurar la permanencia en sus filas, propósito que se cumplió pasado el tiempo señalado con una “irreprensible” conducta entre sus hombres. Al intentar cumplir la palabra empeñada, tuvo la satisfacción de que sólo pidiera el retiro un sargento enfermo. A raíz de esto recibió una nota del general Paunero en la que lo autorizaba a “enganchar” a los soldados que habían cumplido, haciéndoles el abono acordado de 5.000 pesos, a lo que aquel jefe contestó que su cuerpo quedaba todo voluntario en las filas, sin necesidad de causar dicho gasto al Tesoro de la Nación. Luego, el gobierno reconoció ese cuerpo como unidad del Ejército permanente, dándole el nombre de Regimiento de Granaderos de Línea. El comportamiento de esos hombres era, sin duda, una respuesta a las actitudes de su jefe, que supo también defenderlos, por ejemplo, cuando un encargado de pagarles los sueldos enviados por el gobierno “compraba” sus haberes mediante engaños y en connivencia con “gentes influyentes”. Olascoaga prohibió a sus soldados tal venta, y esto fue mal interpretado por la prensa, que lo trató de déspota por “privar a los oficiales del uso libre de su sueldo” (Olascoaga, 1911:39). Otro tanto ocurrió cuando llegó la orden de que trabajaran en las obras de edificación y labranza del lugar, aduciendo que no estaba autorizado para destacar a sus hombres en la clase de peones gañanes. Olascoaga también se interesó por que se liberara de la cárcel al coronel Clavero, federal muy apreciado entre gran parte de la tropa. Lo cierto es que todos estos sucesos le ganaron la enemistad en los sectores más liberales de la elite, y finalmente fue relevado del cargo, al parecer con motivo de haber hecho fusilar a un cuatrero chileno que había asesinado a un decurión de Malargüe y a su familia en su casa, y que tenía vinculaciones con un “estanciero rico del sud de Mendoza, que ocupaba un puesto influyente” (Olascoaga, 1911:40). Lo sucedido a raíz de su deposición y el nombramiento de comandante a Irrazábal, el asesino del general Peñaloza, demuestra el gran ascendiente que ejercía Olascoaga entre su tropa. El regimiento se levantó en contra del nuevo nombramiento y éste logró reinstalar el orden. Pero, para no ejecutar las durísimas medidas que debían tomarse en caso de motín, se exilió con tres oficiales y cuarenta y tantos hombres en Chile, volviendo a Mendoza cuando se produjo la revolución de los Colorados, en 1867 (Olascoaga, 1911:44).
            Más allá de estos caudillismos favorecidos por la problemática propia de la frontera, y que no se ajustaban a la teoría liberal en boga, en lo relativo a los subdelegados, un factor que hacía que estuvieran “sometidos” a los comandantes era el hecho de que carecieran de fuerzas policiales propias. Se debían valer del auxilio de los soldados para llevar a cabo su cometido, situación que perduró hasta la desaparición de la frontera indígena. Un ejemplo es el del subdelegado Arsenio Contreras, quien se quejó ante el gobierno de que el comandante ejercía de hecho funciones de justicia que le correspondían a él, y luego se vio obligado a abandonar su cargo, además del de preceptor de la escuela. Ni bien renunció, accedió a subdelegaría Bernardino Galigniana, gracias al “generoso apoyo y cooperación que había encontrado en el Jefe de Frontera, coronel Ignacio Segovia” (25), según palabras del mismo Galigniana. Esto demuestra que, para subsistir en el cargo, los subdelegados debieron muchas veces, debido a su situación desventajosa, entrar en el juego clientelístico que se daba en torno a la autoridad militar del lugar. Vale decir que no obstante las inmensas facultades que las leyes fueron atribuyendo a los agentes del Ejecutivo, queda corroborado lo que dijo el publicista mendocino Manuel Antonio Sáez hacia 1870, acerca de que mientras todos los subdelegados eran como unos “pequeños soberanos absolutos” en su jurisdicción, el de San Rafael no era “más que un siervo del comandante de frontera” (Sáez, 1870:46).

5. La capacidad operativa de los agentes

Pero en el logro del afianzamiento de la jurisdicción del Estado provincial tenía incidencia la efectiva capacidad operativa de sus agentes. Por ello, no obstante las ingentes funciones que adquirieron los subdelegados y que indudablemente los convertía en el “factotum” de su circunscripción, hemos considerado necesario constatar cuál fue el verdadero poder con que contaron esos agentes del gobierno. En realidad, el control que en los hechos pudieron ejercer en su circunscripción no estuvo acorde con la tendencia del Estado provincial a afianzar su dominio sobre todo el territorio. Los informes para el año 1880 elevados por los subdelegados al ministro Barraquero, son demostrativos de lo dicho. El subdelegado de Las Heras comunicaba que por entonces esa circunscripción contaba con un teniente de policía, un sargento y cuatro soldados, dos personas menos que en 1873. Dejaba sentada la insuficiencia del personal de esa policía “para mantener regularmente el orden y garantir las vidas y propiedades de sus habitantes”, ya que con ese escaso personal tenía bajo su jurisdicción “un radio de más de 25 leguas de Sud a Norte, y mucho más de Este a Oeste”. Por ese motivo, se lamentaba no poder acudir a los múltiples asuntos que le competían, entre ellos: auxiliar a los comisarios y decuriones, agentes territoriales de menor jerarquía, para aprehender a los malhechores; “atender los arrestos decretados por el juez de paz y las citaciones y servicio municipal”; vigilar los “presos y detenidos del Cuartel” de policía departamental, a quienes había que sacar “diariamente a trabajos públicos”; cumplir con el código rural sancionado ese año; y, por fin, “hacer largas y frecuentes excursiones en persecución de cuatreros y criminales en los caminos de Chile y San Juan, por otros diversos delitos que con frecuencia” se le encargaba desde el “Departamento General de Policía y de los Tribunales de Justicia”. “Con cuatro soldados”, continuaba, era “materialmente imposible distribuirlos en un mismo tiempo en más de una comisión”, y cuando esto sucedía, quedaba “abandonado completamente y sin Policía el Departamento para cualquier evento” hasta su vuelta (Barraquero, 1881:36 ss).
En el caso de Luján, el hecho de contar con menos personal policial debido a su menor población, y la necesidad de recorrer grandes distancias, hacían “imposible una buena vigilancia” (Barraquero, 1881:36 ss). En cuanto a Guaymallén, este departamento, que era mucho menos extenso que Las Heras, contaba, sin embargo, con un 20% más de población, de allí que necesitara de más hombres para el servicio policial. En 1880 tenía, en efecto, una dotación de un oficial, un sargento y siete soldados, es decir, tres más que Las Heras. Sin embargo, el subdelegado consideraba que dado que el número de habitantes era igual al de Ciudad, resultaba muy escaso el personal, de allí que para atender los asuntos más urgentes, entre ellos los relativos a la seguridad individual, debiera recurrir al auxilio de los vecinos. San Martín, por su parte, disponía de una población similar a la de Guaymallén, pero dispersa en un extenso territorio, formando diversos núcleos. Además, la villa de ese departamento del este era relativamente importante y constituía un polo de atracción en esa zona de la provincia. Por tal motivo, la dotación de diez hombres con que contaba (un oficial, un sargento y ocho soldados), resultaba escasa para atender los asuntos inherentes a la subdelegacía y a la municipalidad. Por otra parte, dado que dentro de su jurisdicción había núcleos de alguna importancia subordinados a la villa, los cuales se encontraban a gran distancia de ésta -las autoridades debían recorrer “cuarenta leguas de extensión”- las cabalgaduras eran insuficientes, quedando los gendarmes muchas veces a pie (Barraquero, 1881:73).
Todo lo dicho demuestra que las distancias que había que recorrer desde la villa cabecera para llegar a muchos poblados subalternos, y la pobreza cuantitativa de personal y medios de que disponían las subdelegacías, hacía imposible, por lo general, que estos agentes llegaran a ejercer efectiva jurisdicción sobre aquellos. Hay que tener en cuenta que cada departamento se dividía en dos o tres comisarías, y éstas, en dos o tres decurionatos, que contaban, a su vez, con tenientes y ayudantes que no eran rentados por el presupuesto estatal, lo que lleva a considerar su probable ineficiencia dentro de la estructura administrativa provincial. Sin embargo, estos funcionarios menores, sobre todo los decuriones, fueron de mucha utilidad en los lejanos lugares de la campaña, precisamente por constituir la única autoridad efectiva en el lugar y la más inmediata, aunque también la menos controlada. Colaboraba con esta última situación el hecho de que decuriones, comisarios y jueces de paz administraran justicia –de “ínfima cuantía”- en forma oral, lo que constituía una fuente importante de poder para esos magistrados inferiores por no permitir el examen de la decisión por el órgano superior.
Es de tener en cuenta, además, que las múltiples responsabilidades que caían sobre quien ejercía el cargo de subdelegado contribuían muchas veces a su menor eficacia en la labor de gobierno, tal como lo sostuvo el gobernador Arístides Villanueva en 1872: “Este cúmulo de atenciones concentradas en un solo individuo daba por necesaria consecuencia la irresponsabilidad del funcionario, y el mal desempeño de sus funciones, puesto que le era imposible atender a todas las exigencias que demandaban sus numerosas obligaciones” (Masini Calderón, 1967:220).

6. Resistencias al ejercicio de la potestad del Estado sobre su territorio y a los principios del orden liberal formalizado en 1854

Todo el esfuerzo por afianzar su jurisdicción sobre su territorio que realizó el gobierno provincial a partir de la sanción de la carta magna provincial, no dio siempre buenos resultados, sobre todo en las áreas marginales. Estas estaban determinadas fundamentalmente por el factor de la distancia o bien por la exclusión de las principales vías de comunicación. Allí se ha constatado el ejercicio de prácticas informales de dominio que el Estado provincial debió tolerar, y cuando procuró someterlas a su jurisdicción, muchas veces fue en forma infructuosa. Algo que fue posible porque a medida que los territorios se alejaban de la Ciudad o se hacía más difícil el acceso a ellos, aumentaba la dificultad en la transmisión de órdenes y de información, y, consecuentemente el control estatal sobre ellos se debilitaba.(26)
Un ejemplo fue el del departamento del Rosario, donde se ubicaba el territorio de las Lagunas. Este presentaba una situación particular, pues aunque no estaba a tanta distancia de la Ciudad como San Rafael o Malargüe, se hallaba fuera de las rutas más transitadas y, si se tiene en cuenta la importancia de la red vial en el desarrollo o desaliento de los intercambios cotidianos (Molina de Buono, 1998:102), puede explicarse su situación marginal. A él se llegaba por el camino llamado “de los Pescadores” desde la época colonial, y la textura de su paisaje, dominado por montes de algarrobos, lagunas y ciénagas en medio del desierto, incidía en que fuera un lugar de difícil acceso; de allí que constituyera un refugio para marginados y disidentes políticos. Sobre la frontera con la provincia de San Juan se levantaban caseríos de alguna importancia: San Miguel, Asunción y Rosario. En aquellos asentamientos se avecindaba población de indios laguneros, muchos de costumbres nómades, lo que venía a agravar la situación, impidiendo “la cómoda y fácil administración de justicia e inspección en el régimen policial”.(27) Todo ello lo convertía en una zona periférica, que hacía del departamento del Rosario el más atrasado de la provincia en la imagen de los sectores dirigentes y de los propios vecinos. Tal era la opinión del subdelegado de ese departamento en 1875, Casimiro Ibarzábal, quien se refería a “la defección de la instrucción del pueblo” y “la situación excepcional” en que se encontraba esa villa “respecto de los demás departamentos por la diseminación de sus habitantes y por el estado lamentable de atraso que generalmente” se notaba entre ellos.(28) En opinión del gobierno la zona constituía, gracias a sus características y en opinión del gobierno, “foco de montoneras inquietas y activas”, que se oponían a los gobiernos liberales, todos considerados “gauchos malos”, según calificativos que se solía dar a los disidentes.(29)
Lo cierto es que aunque el gobierno se haya esmerado por nombrar una autoridad en aquellos parajes, ésta solía resultar muy débil por la carencia de efectivos a sus órdenes y por lo aislada que quedaba. Así lo demuestra una nota del subdelegado en referencia al comisario Desiderio Jofré, designado para el distrito denominado de “los algarrobos blancos”, quien había comunicado el paso de dieciséis gauchos armados provenientes de La Rioja y encargaba no hacer público el origen de la denuncia, teniendo presente el “desamparo” en que vivía.(30)
Allí, los jefes montoneros llegaron a contar con un enorme poder, con amplio apoyo en la población lugareña, aunque también se vincularon con las luchas facciosas entre los distintos grupos de la elite liberal. Esto se vio obviamente favorecido por las características naturales de la zona y la débil presencia estatal en la circunscripción, como se ha señalado, prácticamente inexistente en las Lagunas. Una nota del subdelegado Ibarzábal enviada al ministro de Gobierno en 1873, es altamente demostrativa de la existencia de esas formas de dominio que se escurrían de la potestad estatal. En ella comunicaba que le habían llegado noticias acerca de que “la mayor parte de los individuos de este departamento que pertenecen a la Guardia Nacional se han presentado voluntarios a la montonera encabezada por Cruz Albino, Guayama y José Montenegro”; sumaban ochenta y cuatro hombres, provenientes “del arroyo y las Lagunas”. Con este motivo, le expresaba su preocupación, porque creía “expuesto el departamento y la partida por el poco número de gendarmes para contener las montoneras en caso que invadan”. Informaba, también, que la escuela fiscal de su jurisdicción permanecía cerrada “porque el preceptor de ella, Serapio Pizarro”, se había “ausentado del departamento por haber acompañado a los montoneros” en su marcha a la localidad de Jocolí. Este individuo parece haber sido, además, informante del coronel Segovia, quien se oponía a la candidatura de Francisco Civit.(31)
Cabe también señalar la presencia de espacios privados vedados al ejercicio de la autoridad estatal respecto de los cuales el poder central disponía de reducidos medios de control político. De ello da cuenta un hecho ocurrido también en el departamento del Rosario en 1874, cuando el ya mencionado Ibarzábal, quiso intervenir en defensa de un peón y una mujer, maltratados y heridos con peligro de muerte, según se sabía, en la hacienda de Maximino Segura, en cuya propiedad no pudo ingresar a ejercer su autoridad.(32) La situación marginal del departamento contribuyó particularmente a esos modos informales de ejercicio de poder, que el Estado debió tolerar y que escapaban a las modernas doctrinas políticas. Aunque es de aclarar que también se dieron en circunscripciones más cercanas a la Ciudad, dada la fragilidad que también en ellas mostraba la estructura burocrática estatal. Tal el hecho ocurrido ese mismo año, en el marco de las luchas políticas entre facciones liberales, cuando el subdelegado de un departamento “central” como Junín, Saturnino Álvarez, comunicó al ministro de gobierno que el vecino Dn. Ladislao Segura, quien había sido subdelegado en 1869, se negó a hacer la entrega a un decurión del departamento, de un individuo que tenía orden de captura por “sospechoso”.(33)
Otro ejemplo fue el caso del sureño departamento de Malargüe, en el que el subdelegado era un “empleado” del dueño del único establecimiento que había allí, la gran estancia del general Rufino Ortega. Además, como la única población que existía en la circunscripción era la de la estancia, en cuyos terrenos se levantaba la villa-cabecera del departamento, el control de los comicios era la costumbre en el lugar, y el diputado elegido por esa sección respondió siempre a Ortega (Sanjurjo, 1991:154).
Lo que interesa sobre todo destacar en este análisis frente a los casos citados, es el hecho de que, contrariando la doctrina liberal, que fue defendida por constitucionalistas mendocinos como Sáez y Barraquero, esas prácticas eran vistas con bastante naturalidad en la época, o al menos, como muy “eficaces” para el gobierno rural, tal la disposición de que los subdelegados presidieran las municipalidades, y la acumulación de funciones en estos agentes. Las prácticas de tipo patrimonial dentro de medios “oficiales”, por ejemplo, tuvieron aceptación. Préstese atención a las palabras que con motivo de tratarse en la Legislatura el aumento de sueldo a los subdelegados en 1871, pronunció el diputado Felipe Correas, y a las que no hubo mayores oposiciones. Para fundamentar su postura contraria a la mejora de los haberes de estos funcionarios, se refirió al uso del agua para riego en la provincia –una cuestión de suma importancia en una zona semidesértica como ésta- y las “compensaciones” que obtenían en ese aspecto quienes ejercían un cargo público y su círculo:

“Durante el gobierno de Don Luis Molina, a su hacienda de San Pedro le llegaba agua de sobra porque siempre sobraba por el río, y después de su muerte esa misma hacienda se ha perdido por no poderla regar, pues el agua no alcanza. Cuando fue gobernador Don Pedro Pascual Segura, el zanjón del pueblo siempre iba bramando porque en el Algarrobal estaba la hacienda del Gobernador”

Luego Correas agregaba que, como consecuencia de tales usos, también los subdelegados tendrían la facilidad de que nunca les faltase el agua si eran hacendados.(34) Esto nos hace pensar que no parece lo más acertado considerar, sin más, esas prácticas como “abusos” o distorsiones del orden formalizado en 1854, tal como lo dejan entrever autores que se apegan a las críticas que en la época provenían de adversarios políticos que muchas veces estaban dispuestos a actuar de la misma manera cuando tuvieran la oportunidad.(35)

7. Consideraciones finales

El estudio de las prácticas ha demostrado, en fin, que, por un lado, el Estado provincial en el período de su organización político-administrativa bajo la primera constitución inspirada por Alberdi, encontró fuertes dificultades en hacer efectiva su potestad sobre el territorio de su jurisdicción. Esto, no obstante el sinnúmero de facultades que se otorgó a los agentes rurales, y la multiplicación del aparato burocrático por la mayor subdivisión político-administrativa de las zonas más densamente pobladas. Se ha comprobado la poca efectividad que de hecho tuvieron en los territorios de su jurisdicción más alejados de la villa cabecera, debido a de la precariedad de recursos humanos y materiales con contaron, situación que dio lugar a modos no formalizados de ejercicio de poder, que el gobierno debió tolerar sobre todo en las áreas periféricas.
Asimismo, se ha constatado la ineficacia de la aplicación de las nuevas doctrinas en el ámbito del gobierno de la campaña, no sólo por la existencia de arraigadas prácticas institucionales -el ejercicio conjunto de facultades ejecutivas y judiciales en los funcionarios rurales o el gran poder que ejercieron los comandantes de frontera- sino también por la presencia de prácticas de tipo patrimonial aun dentro de medios “oficiales”. En nuestro concepto, esto último se daba porque no estaba del todo clara en la mentalidad de los hombres de la segunda mitad del siglo XIX la distinción entre lo público y lo privado a que apuntaba, entre otros principios, la formación del Estado liberal.
La investigación demuestra, en fin, que durante el período estudiado existieron importantes contradicciones entre las prácticas y la doctrina política, y aun entre ésta y la legislación y entre la constitución y las leyes. Pero, más que hablar de “abusos”, parece apropiado referirse a fuertes resistencias al orden que se formalizó en la provincia con la Constitución de 1854.


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NOTAS

(1) Nos referimos a constitución en el sentido racional-normativo del término, según la tipología de García Pelayo, que “parte de la creencia en la posibilidad de establecer de una vez para siempre y de manera general un esquema de organización”, mediante una carta escrita (García Pelayo, 1959:34 y ss). El período anterior, es decir, entre la Revolución de 1810 y la sanción de la Constitución de 1854, se caracteriza por la organización de un orden republicano bajo distintas leyes sancionadas en el tiempo por la Legislatura provincial, que fueron llamadas “fundamentales” por constituir los pilares de ese orden. Este artículo se origina en nuestra tesis doctoral, que ha dado lugar a la reciente publicación de un libro (Sanjurjo de Driollet, 2004). Ha sido, además, expuesto, en el Simposium “150 años de la Constitución de Mendoza”, Facultad de F. y Letras UNCuyo y CRICYT-CONICET, Mendoza, 25 y 26 de noviembre de 2004.

(2) El iushistoriador portugués Antonio España, quien ha trabajado sobre el proceso de centralización político institucional que se dio en los siglos XVIII y XIX en su país, considera que “la monopolización del poder del Estado nunca se consumó”, ni aun en el Estado de bienestar (Hespanha, 1990:40).

(3) Es de destacar que el nombre de “villa” denotaba la menor jerarquía que tenía ese poblado con respecto a la Ciudad, de acuerdo con una costumbre de la época hispánica; y como en aquellos tiempos, fue inherente a ella ser sede de la autoridad civil de la localidad, además de la religiosa y la militar. En el período indiano, en efecto, se llamó villas a los poblados de inferior rango que las ciudades, ya fueran éstas sufragáneas, como era el caso de Mendoza, o metropolitanas, como el de Buenos Aires. Ése era el motivo por el cual a las primeras correspondieron cabildos de cuatro regidores, a las segundas, de seis y a las terceras, de doce (Zorraquín Becú, 1981:317). En la campaña mendocina, como se ha visto, existieron durante el período indiano las villas de Corocorto y de San Carlos, que no llegaron a tener su corporación, aunque se había previsto la construcción de las casas de cabildo en la última.
(4) El modelo de ganadería comercial, que consistía en la compra de ganado en las provincias del litoral, el engorde en Mendoza y la venta en Chile, se impuso a partir de la década de 1830.
(5) El Censo de 1869 dio las siguientes cifras: Ciudad: 8.118; 1º y 2º Departamentos de Campaña (Las Heras): 6.459; Guaymallén: 8.128; San Vicente: 4.439; Maipú: 4.603; Luján: 4.960; San Carlos: 3.825; Junín: 7.483; San Martín: 8.044; Rosario: 2.060; San Rafael: 1.361; Tupungato: 2.357; La Paz: 3.055 (Primer Censo de la República Argentina verificado los días 15, 16 y 17 de setiembre de 1869, Buenos Aires, Imp. El Porvenir, 1872). Ver también el cuadro comparativo de los censos y el mapa de los departamentos de Mendoza hacia mediados de la década de 1870.
(6) Decretos gubernativos del 2 de agosto de 1855 y del 8 de noviembre de 1858 (Ahumada, 1860:298 y 374).
(7) Ley de la Municipalidad de Ciudad y Ley de Municipalidades de Campaña de 1868, Archivo de la Legislatura de Mendoza (en adelante: ALM), Libro de Actas de la Cámara de Diputados, Sesión Ordinaria del 4 de agosto de 1868.
(8) Ley Orgánica de Municipalidades de 1872, Archivo Histórico de Mendoza (en adelante: AHM), independiente, Carpeta 134, Legajo 1.
(9) Art. 10º, Ley Orgánica y de Procedimientos de la Justicia de Paz, Registro Oficial de Mendoza (en adelante: ROM), 1875-76.
(10) Esto ocurrió en esos departamentos hasta 1893 cuando, como se ha visto, se dispuso la creación de municipalidades en todas las circunscripciones en que faltaban (Ley del 8 de noviembre, ROM, 1893).
(11) Decreto del 13 de noviembre de 1880 del gobernador Elías Villanueva, refrendado por el ministro de gobierno, Julián Barraquero, ROM, 1880.
(12) En 1875, por ejemplo, el subdelegado y presidente de la Municipalidad de Junín, comunicaba al ministro de gobierno que a su juicio y el de algunos municipales, debían ser reelegidos los jueces de paz que se desempeñaban en ese momento “por considerarse los más competentes” (AHM, independiente, Carpeta 559 bis, Legajo 91).
(13) Circular del 15 de marzo de 1875, ROM, 1880.
(14) Ley electoral del 29 de septiembre de 1864, ROM.
(15) Ley de creación del Departamento General de Policía, ROM, 1875-76 y ALM, Libro de Actas de la Cámara de Diputados, Sesión del 18 de mayo de 1875.
(16) Ley de creación del Departamento General de Policía..., cit.
(17) Decreto de 10 de junio de 1875, ROM, 1875-76 y AHM, indep., C. 120, Leg. 9.  
(18) Reglamento de Estancias del 12 de mayo de 1880, ROM, 1880.
(19) En 1871, los subdelegados fueron designados jueces ante los cuales podían reclamar los vecinos propietarios que no se conformasen con los avalúos para el pago de impuesto sobre los bienes raíces; en 1872, se dispuso su actuación en la ejecución de multas por inasistencia escolar y la separación del porcentaje correspondiente de lo recaudado del impuesto del papel sellado; en 1876, se los designó para que, en su calidad de presidentes de las municipalidades de campaña y acompañados de dos ciudadanos nombrados por el Ejecutivo, formaran juris a fin de oír los reclamos de los contribuyentes; en 1877, se les asignó el cobro a deudores morosos de los impuestos en su circunscripción, debiendo embargar a quienes no cumplieran con el pago (Decretos de 27 de enero de 1871, 15 de diciembre de 1872 y del 8 de marzo de 1876; y Ley del 5 de julio de 1877. ROM).
(20) A.H.M., indep., C. 568, Leg. 81. El subdelegado solicitaba que “siendo uno de los departamentos más populares de campaña” y dada la “falta casi absoluta de la base de la moral pública”, que son “los auxilios religiosos”, solicitaba que se creara un curato en San Martín (A.H.M., indep., C. 568, Leg. 81).
(21) A.H.M., indep., C. 568, Leg. 87. Otro de tantos ejemplos es una nota del subdelegado de Guaymallén, del 19 de abril de 1860, por la que elevaba una petición de los vecinos para abrir una calle pública (A.H.M., indep., C. 522, Leg. 18).
(22) Nota del subdelegado de la villa del Rosario del 19 de diciembre de 1864, A.H.M., indep., C. 574, Leg. 100.
(23) En San Carlos, José Manuel Troncoso, subdelegado en 1856, aparecía como arrendatario y poseía 31 cuadras cultivadas, 100 vacunos y 25 yeguarizos; Donato Guevara, subdelegado en 1855, poseía un sitio con casas en la villa; Federico Aguirre, subdelegado en 1857, tenía 12 cuadras cultivadas y un sitio en la villa; Juan Toledo, subdelegado en 1858, y quien durante dieciséis años estuvo sirviendo en distintos cargos en la villa, era un arrendatario de 7 cuadras cultivadas (A.H.M., indep., C. 545, varios legajos). En Junín, Ladislao Segura, subdelegado en 1869, había donado cuatro años antes los terrenos donde se construyó la villa y tenía casa allí (A.H.M., indep., C. 1, Leg. 16 y C. 559). En el mismo departamento, José Luis Marcó, subdelegado entre 1862 y 1866, era propietario en el cuartel de Alto Verde de 100 cuadras de alfalfa, 200 incultas, 36 vacas y 25 ovejas, en tanto que Juan Antonio Guevara, subdelegado entre 1877 y 1879 poseía en Mundo Nuevo 74 cuadras alfalfadas, 40 vacas, 50 ovejas, 8 caballos, además de un aserradero y almacén en el Retamo (Castillo Segura, Marigliano y Pérez, 86-87). Por su parte, José Guillermo Gibbs, subdelegado de Tupungato entre 1870 y 1874, aparece en un documento como hacendado, aunque en otro se dice que el que tenía propiedad raíz era su padre” (A.H.M., indep., C. 553 bis, Leg. 10 y 125).
(24) En otra obra, este autor señala, también en referencia al período indiano, que nuevos enfoques historiográficos, “sin desconocer la existencia de una fuerte tendencia hacia la centralización y uniformidad desenvuelta paulatinamente”, procuran atender a los variados mecanismos de poder, “desde el que proviene de las relaciones clientelares y corporativas, hasta el engendrado por la propia burocracia, todo ello entramado en sutiles articulaciones variables conforme a las coyunturas” (Tau Anzoátegui, “La monarquía...”, 233)
(25) AHM, indep., C. 593, Legs. 5ª, 5b y 6.
(26) “El poder se desvanece cuando uno se aleja de su centro; no se ejerce en todo su rigor (...) más allá el espacio introduce fricciones que vienen a entorpecer el sistema y debilitarlo” (Claval, 1978:30).
(27) ALM, Carpeta 37 bis, Legajo 1717 (1864).
(28) AHM, independiente, Carpeta 575, Legajo 129, 1875.
(29) Ibídem.
(30) Nota del subdelegado Avelino Saldeña del 5 de agosto de 1871, AHM, independiente, Carpeta 575, Legajo 34.
(31) Nota del subdelegado Casimiro Ibarzábal del 21 de octubre de 1873, AHM, independiente, Carpeta 575, Legajo 82.
(32) AHM, independiente, Carpeta 575, Legajo 110.
(33) AHM, independiente, Carpeta 559 bis, Legajo 42.
(34) ALM, Libro de Actas de la Cámara de Diputados, Sesión del 29 de noviembre de 1871.
(35) Lacoste, por ejemplo, sin atender a las lógicas continuidades que se desenvuelven en el tiempo, y la resistencia que antiguas prácticas suelen oponer a las novedades que introduce la teoría política, se refiere a que el sistema político había adoptado las formas republicanas de división de poderes y los principios de representatividad y periodicidad de funciones. Y como si por sí solo el derecho positivo otorgara efectiva vigencia a sus disposiciones, critica que existieran usos residuales, fundamentalmente de tipo patrimonial, considerados por él como anomalías o abusos a un sistema que en realidad tardaba en imponerse (Lacoste, 1995:79 y ss).

Mundo Agrario. Revista de estudios rurales, nº 9, segundo semestre de 2004
Centro de Estudios Histórico Rurales. Universidad Nacional de La Plata.

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