Por
Juan Carlos Reyes *
“En
el pleito y causa que de oficio de justicia se ha seguido contra Francisco
Joseph de Villegas, de color pardo, natural de esta ciudad sobre el delito y
crimen de pecado de sodomía que cometió y ejecutó con una burra en el pago de
Guarenas el día quatro de julio próximo pasado de este año en un monte de dicho
pago, vistos los autos con lo demás que convino etcétera.
Fallo
atento a ellos y méritos del proceso que por lo que resulta contra el referido
Francisco Joseph Villegas le devo de condenar y condena en pena de muerte en
cuya conformidad será sacado de la cárcel Real donde se halla preso al lugar donde
estubiere el patíbulo y en el en la forma más conveniente por defecto de
verdugo, se ejecutará en el sitio dicho la dicha pena hasta que naturalmente
haya muerto, y la dicha burra que sea traída a esta ciudad sea sacada a lugar
competente y en el será muerta quemada y por esta mi sentencia que se ejecute
sin embargo de cualquiera apelación definitivamente juzgando asi lo pronuncio
mando y firmo, sin aser condena de bienes por no constar tenga ningunos dicho
reo. Don Martín de Lardizábal”.
“En
la ciudad de Caracas en cinco de agosto de mil setecientos treinta y cuatro
años, yo el escribano pongo por dilixencia haberse executado la sentencia de
muerte proferida contra Francisco Joseph de Villegas de lo qual do fe= Gascón.
Escribano”.
El
escrito anterior es una sentencia extractada de un expediente levantado contra
un poblador de la ciudad de Guarenas en el siglo XVIII. El juez que la dispuso,
Martín de Lardizábal, era gobernador y capitán de la Provincia de Venezuela,
pero además poseía tal poder e idoneidad que en su curriculum encontramos:
pertenencia al Consejo de su Majestad, alcalde del crimen de la Audiencia de
Zaragoza, electo alcalde de su casa y corte, y además de su nombramiento para
Venezuela se hizo con la jerarquía de comandante general de la Provincia.
La
motivación de esta sentencia dictada por el juez Lardizábal, así como la de
muchas otras que se dictaban por delitos de orden sexual, no es más que el
castigo por la violación del orden natural e incluso celestial impuesto tanto
por la Iglesia como por el Estado para normar la forma de actuar de los hombres
en la tierra.
Es
necesario, para comprenderla, introducirse en los cuadros de vida y costumbres,
así como en la mentalidad de la época, pues la violencia que en ella se observa
era cotidiana, normal y perfectamente comprensible para los pobladores de estas
tierras en el siglo XVIII, ubicados como un todo, es decir que abarcaba la
ideología de la generalidad de las esferas sociales.
Es
preciso puntualizar a su vez, que en la sociedad monárquica, todos los poderes
de organización social se resumían en la persona del soberano -aún faltaba
tiempo para que la Revolución Francesa rompiera drásticamente con tal estado de
cosas e impusiera un nuevo y moderno orden- y, e este modo toda acción que
infringiera las normas del equilibrio social, o contraviniera la armonía de la
institución familiar, era, en principio, un ataque a la persona del rey, por
tanto, todo delito en esencia debía ser considerado “crimen majestatis”.
Pero,
además, los jueces que impartían justicia en territorios tan alejados de la
sede metropolitana actuaban como personeros ejecutantes de los mandatos
soberanos, y aun cuando contaran con cierta libertad de acción o arbitrio
judicial, en lo fundamental obedecían e imponían las normas morales e
ideológicas que dimanaban de España a todos sus dominios, bajo una especie de
vigilancia por “control remoto”, más fácilmente apreciable en este terreno de
las ideas que en cualquier otro.
Conviene
aquí hacer una precisión sobre la idea de la muerte. La idea de la muerte, tan
temida por la cultura occidental de nuestros tiempos, ha sido distinta en
diversas épocas, y por su parte el siglo XVIII poseía su propia visión del
“término de la vida”; no es que no se le temiera, sino que estaba “más a la mano”;
era algo más rutinario, más normal, pues la situación demográfica y biológica
del hombre de entonces le hacía enfrentarse a ella en todo momento. Las
enfermedades y el hambre, lo recurrente de las mortíferas epidemias, la
mortalidad infantil exagerada, lo precario del equilibrio bio-agrícola, hacían
de la muerte algo familiar.
Por
tanto, una decisión judicial de condena a muerte, que representa a nuestros
ojos signos de crueldad y violencia, es probable que para los pobladores del
siglo XVIII representara, en términos reales, simplemente un castigo y la
satisfacción de la vindicta pública, sin entrar en consideraciones de lo justo
o injusta de la pena, o lo bien o mal que haya sido vista por el pueblo.
Es
importante ahora pasearnos, groso modo, por la visión que la iglesia católica
poseía acerca del asunto. La institución eclesiástica gracias a una poderosa y
estricta organización logra ordenar a través de sus escritos las ideas de cómo
debería funcionar el mundo, y a su vez el cómo normar el comportamiento de los
hombres. Por ende, a lo largo de su dilatada trayectoria ha condenado como
pecado la bestialidad, manteniendo esto casi invariablemente en su doctrina
hasta nuestros días.
La
concepción religiosa de corregir el pecado de lujuria se mantiene incólume a
través de siglos, en tanto que el esperado reino de Dios en la tierra implicaba
el mantenimiento de los preceptos considerados inamovibles para el mejor
sostenimiento de una sociedad apta para vivir en ellas, y que castigara todo
aquello que atentara contra el orden natural de las cosas.
En
consecuencia, si hablamos de la sociedad colonial venezolana no podemos obviar
la influencia que dentro de ella, tenían las ideas cristianas esparcidas a todo
el mundo occidental conocido, pero a su vez tampoco se debe dejar de lado el
afianzamiento de un estado que pretendía el control de las actuaciones de cada
uno de sus súbditos. Ya no con la amenaza ideal de impedirles el disfrute de un
feliz destino ultraterreno sino con algo más particular, concreto y terrenal,
que era el castigo de los hombres por los mismos hombres (el Estado), a quien
infringiera la norma. En resumen no basta el castigo del alma, hay que castigar
el cuerpo, el individuo.
El
Estado civil, por tanto, absorbe muchas de estas ideas y doctrinas
eclesiásticas para ser aplicadas como lo que efectivamente eran, mecanismos de
control social que pretendían vigilar al individuo hasta lo más íntimo de su
ser, su sexualidad; y de allí que la condena de estas prácticas, puede
afirmarse, servía a ambas instituciones, civil y eclesiástica, sin negar con
esto el ancestral enfrentamiento que por motivos políticos, económicos e
ideológicos han mantenido.
En
este orden de ideas vemos como ya desde los inicios, la doctrina católica
condena tales prácticas bestialistas con el rigor y la dureza que se vivía en
los primeros tiempos de la era cristiana. Los textos de la Biblia -Antiguo
Testamento- arrojan las primeras informaciones que se conocen respecto al tema,
como vemos en el libro del Levítico, en el capítulo 18 “sobre la moralidad
sexual” en que se dice: “ni con ningún animal tendrán ayuntamiento
amancillándote con él, es perversión” (Levítico 18:23).
Pero
la Biblia no solamente invoca lo inmoral del pecado sino que a la vez impone la
norma que ha de seguirse en el mencionado caso. El libro del Éxodo, en su
capítulo 22 acerca de las “Leyes morales y religiosas”, lo expone de manera
clara y precisa: “El que tenga ayuntamiento con bestia, ha de morir” (Éxodo
22:19).
La
institución eclesiástica, mediante el pensamiento de grandes teólogos, fue
analizando la cuestión a lo largo del tiempo, y en ello se observa una actitud
casi inalterable respecto a la observación que se hacía del pecado. Incluso,
para el siglo XVIII, los manuales de estudio teológico mantienen idénticas
concepciones que permiten conservar aquellas disposiciones cristianas que se
pretenden inamovibles y que la iglesia propugna como conductas que es necesario
extirpar pues enfrentan sus principales columnas ideológicas.
El
problema se centró entonces en la generalización de la lujuria como pecado, y
se le ha dividido fundamentalmente en siete faltas distintas. De esta forma,
encontramos enumeradas las siguientes materias: simple fornicación, el
adulterio, el estupro, el incesto, el rapto, el sacrilegio y los pecados contra
la naturaleza.
Pero
es Santo Tomás de Aquino en sus obras (específicamente en la Suma Teológica) quien comienza a ordenar
de manera metódica los preceptos que han de regir en la comprensión del asunto
y también a analizarlos según la concepción cristiana, para de manera bastante
precisa y sencilla exponer tan enrevesada materia.
“En
la cumbre de la escala -nos dice Tomás de Aquino- con gravedad excepcional se
encuentran los pecados contra la naturaleza”.
“Entendemos
por tales todos los actos lujuriosos que repugnan al orden y modo establecido
por la naturaleza para realizar el acto venéreo, cuyo fin es la concepción y
generación (…) Hasta el presente, la lujuria se mantenía dentro de las normas
señaladas por la naturaleza para poder conseguir el fin del acto; todos
conducían a la concepción humana. En el vicio contra la naturaleza se rompe
incluso ese orden, al fin, se obstaculiza, se impide la consecución del mismo.
Se mantiene todo lo que hay de placer venéreo, pero se rompe el proceso normal
de concepción” (S.T. 2-2 q. 154 intr.).
Pero
Santo Tomás no se queda solamente en el análisis somero de los pecados contra
la naturaleza, sino que ordena y detalla a cada uno para su mejor comprensión;
en el caso tratado nos dice: “Producción del placer venéreo mediante el coito
carnal con seres de especie distinta de la racional; es el vicio denominado de
la bestialidad” y acota a continuación la postura moral que debe guiar para su
juicio: “es gravísimo y extremadamente bochornoso” (S.T. 2-2. q. 154 intr.).
Sin
embargo, en la concepción tomista se observa una jerarquización de la
diversidad de pecados que implica la lujuria; y en ella las de hacer notar la
importancia del análisis que hace acerca de la gravedad de cada uno de los
delitos según se atente contra el prójimo, para aclarar y concluir que los
pecados contra la naturaleza (dentro de los que se incluye la bestialidad) no
son por esta razón los más graves dentro de los correspondientes a la lujuria
en general. De esta forma apunta que: “tanto mayor es el pecado cuanto más se
opone más a la caridad para con el prójimo que el vicio contra la naturaleza,
por el cual a nadie se injuria. Luego no es el mayor de los pecados de lujuria”
(S.T. 2-2 q. 154. A. 12).
Por
otro lado, es importante mencionar que por revisión hecha a los textos
redactados por cronistas y misioneros que visitaron nuestros territorios, no
apareció ninguna información que permita afirmar la práctica de la bestialidad
entre los pobladores prehispánicos, tal parece entonces que el pecado o delito
tenía la marca española y dado el conservaturismo que imponía la religión
católica predominante en España, es probable que haya sido una práctica
relativamente común en las provincias españolas y que luego fue trasplantada a
tierras americanas.
Es
así como en los trabajos de Francisco López de Gómara, Felipe Salvador Gilij,
Fray Pedro Simón, Antonio de Herrera, Lucas Fernández de Piedrahita, Fray
Antonio Caulin, Pierre Pelleprat, Joseph de Acosta, Gonzalo Fernández de Oviedo
y Valdés, José Gumilla y Fray Pedro de Aguado, no se encuentra siquiera mención
al problema.
Hasta
aquí hemos podido ver de manera general atisbos de la historia del pecado y
sobretodo la concepción eclesiástica que regía su delimitación. Pero entremos
ahora en el problema de cómo veía el Estado español la cuestión.
Ya
desde las siete Partidas de Alfonso X, en vigencia desde el siglo XIII, podemos
encontrar una unidad en su concepción de la bestialidad como pecado, pero
ahora, y con la intromisión del Estado, se ha convertido en delito. Su texto es
muy preciso:
“Cada
uno del pueblo pueda acusar a los omes que fiziesen pecado contra natura, e
este acusamiento puede ser fecho delante del juzgador do fiziesen tal yerro. E
si le fuere provado, deve morir por ende también el que lo faze, como el que lo
consiente (…) esa misma pena deve aver todo ome, o toda muger, que yoguiere con
bestia, e deven demás matar la bestia para amortiguar la remembranza del fecho”
(Siete Partidas. Part. 7. título 21. ley 2).
Claramente
notamos aquí el porqué de la condena a muerte contra el reo y la incineración
del animal en la sentencia que citamos al comienzo de este trabajo. Y varios
siglos después en la Novísima Recopilación -de principios del siglo XIX- se
seguía manteniendo la animadversión a tal delito, aun cuando en su época se
encontraba en discusión en toda Europa la utilidad de la pena de muerte para la
erradicación del delito y evitar su reincidencia.
Es
así que, en la mencionada recopilación, se insiste de manera drástica en el
castigo ejemplar del transgresor:
“Porque
entre los otros pecados y delitos que ofenden a Dios nuestro señor, e infaman la tierra especialmente es el
crimen cometido contra orden natural; contra el qual las leyes y derechos se
deben armar para el castigo de este nefando delito, no digno de nombrar,
destruidor de la orden natural, castigado por el juicio divino; por el cual la
nobleza se pierde y el corazón se acobarda (…) y porque las penas antes de
agora estatuídas no son suficientes para extirpar, y del todo castigar tan
abominable delito (…) establecemos y mandamos, que cualquier persona de
cualquier estado, condición o preeminencia o dignidad que sea que cometiere el
delito nefando contra naturam, seyendo en el convencido por aquella manera de
prueba, que según derecho es bastante para probar el delito de heregía o crimen
Lesa Majestatis, que sea quemado en llamas de fuego en el lugar” (Nov. Rec.
Libro XII, Título XXX, ley 1).
Como
hemos visto las leyes en sí mismas contienen una dualidad que manifiesta su
estructura interna, y en ellas pueden observarse posturas éticas y morales que
persiguen el deseo porque no se cometan transgresiones al orden, pero también
la intención explícita de que quien las cometa debe sufrir una pena, un
castigo.
Por
otro lado, es posible afirmar que el delito de bestialidad no es recurrente,
por lo menos por los escasos expedientes que pueden encontrarse en los archivos
históricos. Tal hecho probablemente se debe a dos razones íntimamente
relacionadas: la primera está vinculada a la privacidad con que se ejecutaba,
pues generalmente se hacía en los campos donde se trabajara con las bestias, lo
que generó cierta impunidad o que el hecho pasara inadvertido a la justicia o a
los mismos pobladores; y la segunda, que implicaba lo necesario que era para el
actor utilizar aquellos lugares furtivos que permitieran no ser visto por
cualquier potencial acusador, en vista de la repulsión que la sociedad le tenía
a dichas prácticas.
El
expediente del año 1734, del cual extractamos su sentencia, arroja informaciones
muy valiosas para formarnos una idea de la visión con que era visto el delito,
así como la represión sexual que se observaba en la época; como ejemplo de ello
puede citarse que el acusado no fue capturado por funcionarios de justicia,
sino por algunos empleados de la hacienda en que trabajaba, lo que hace suponer
que la población condenaba en su fuero interno el delito y por tanto creía en
la necesidad de denunciarlo ante algún funcionario de los juzgados. Esto se
desprende del auto de proceder del juez que se encargó de la causa:
“En
el valle de Santa Cruz de Pacairigua, jurisdicción del pueblo de Guarenas en
seis días del mes de julio de mil septecientos treinta y quatro, yo don Juan
Agustín Henríquez de Almeida correxidor del pueblo de los Guarenas sus anexos por su majestad digo: que hoy en
este día se me notició que Francisco Joseph Villegas, vecino de la ciudad de
Caracas y asistente en esta jurisdicción, ha sido hallado por unos morenos de
dichos herederos en la hacienda de su cargo cometiendo el pecado de bestialidad
con una burra el día domingo cuatro del corriente y para que semejante delito
no quede sin el castigo correspondiente mando a hacer información sumaria del
caso…” (Arch. Acad. Nac. Hist. Sección civiles. Arch. I. Vol. 145. exp. 14).
Además,
en la confesión hecha por el reo Francisco Joseph Villegas encontramos algunos
elementos que sutilmente esbozan la coerción y el control que por la vía sexual
se imponía a los pobladores para el acceso a la relación con el otro sexo; la
respuesta dada en el interrogatorio por el acusado es bastante explícita:
“…dijo:
que es verdad que hizo como tiene dicho y declarado acto torpe con dicha burra
dicho día como se le hace cargo pero que la culpa de ello es de su mujer que
anda fugitiva desde la última pascua de espíritu santo y por eso y peligrar en
buscar la mujer ajena para su desahogo tuvo el acto de que se le hace cargo con
dicha burra y responde…” (expediente citado).
Ingenuamente
quizás, en otro momento del interrogatorio, el inculpado, al preguntársele
sobre la reincidencia en la que pudiera estar incurso por haber cometido el
delito en otras ocasiones, afirma no haberlo cometido sino que en esa única
oportunidad, sin sospechar la gravedad que contenía su acción a los ojos de la
sociedad de entonces, lo que le costaría la vida; su texto expone:
“…y
habiéndole vuelto a preguntar y repreguntar y rogar por Dios y la Virgen y
todos los santos y bajo el mismo juramento, si ha cometido otro semejante
pecado en otra ocasión dijo que no lo ha cometido sino en esta con la burra
expresada y que esta es la verdad como si se estuviera confesando para morir,
so cargo del juramento que tiene hecho en que se afirma y ratifica…”
(expediente citado).
En
resumen, hemos podido apreciar la condena a la máxima pena a un individuo por
un delito de orden sexual, las razones de ello están en el peculiar juego entre
las concepciones civiles y eclesiásticas acerca del mundo y la sociedad.
Por
su parte, el estudio de la sexualidad y por ende de las mentalidades no es
tarea fácil, sin embargo es factible enfrentarlo ya que las ideas de los
hombres tienen siempre manifestaciones concretas en el ámbito social. No sólo
los hombres piensan autónomamente, sino que cuando actúan en sociedad, dirigen,
controlan, administran e imponen pensamientos al resto de los hombres que con
él conviven, de tal modo también crean leyes y un Estado acordes a un orden que
se pretende ideal.
La
realidad de la vida cotidiana que transcurría en el siglo XVIII, por tanto es
posible comprenderla a través de diversas aristas y complejos mecanismos de
control social, dentro de los cuales se encuentra el movimiento tribunalicio de
la época. En fin, no deja de ser apasionante la intención de hurgar en la mente
de aquellos hombres, tutelada por la autoridad de la Iglesia y el Estado.
*
Miembro adscripto al Departamento de Investigaciones Históricas de la Academia
Nacional de la Historia.
Boletín de la Academia Nacional de la
Historia n° 312, Caracas, Octubre-Diciembre, 1995, pp.
111-117.
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