Por José María Rosa (h)
Los directoriales
de 1814, los principistas de
1820, los alumbrados de 1824, los unitarios de 1826 (como más
tarde los mayos de 1838 y los liberales de 1852) vivieron de espaldas a la Argentina , sordos y
ciegos a la realidad que los rodeaba. Sus nombres, no obstante sus valores
intelectuales y conocimientos teóricos, no comprendieron los intereses
nacionales. Su acción política valga el ejemplo de Rivadavia –se consagró a
reformas edilicias, mejoras educativas o beneficios comerciales foráneos
mientras San Martín no podía continuar falto de apoyo y el dinero de Buenos
Aires la campaña del Perú, Brasil se incorporaba la Provincia Oriental ,
se segregaba el Alto Perú y se consolidaba el alejamiento del Paraguay. Sus
Congresos (brillantísimos Congresos) discutieron la excelencia de ésta o de
aquélla Constitución a copiar de Francia o de Estados Unidos mientras las
provincias combatían entre sí y el enemigo arrebataba las fronteras. No era el
momento de reformar el Estado, sino de salvar y consolidar la Nación. No podían
saberlo porque no sentían la nacionalidad: su concepción política no iba más
allá del Estado, es decir lo formal, lo transitorio; no veían a la Nación , la esencia,
lo perdurable. Su gran problema era importar una Constitución que dejare –a
trueque de la entrega a la economía extranjera– intactos sus beneficios
sociales y políticos de clase privilegiada.
Durante el
predominio de la oligarquía –de 1811
a 1827– la poderosa nación del Plata se escindió en una
constante anarquía que amenazó convertirla en una Centroamérica de catorce
republiquetas controladas desde afuera.
Oligarquía y pueblo
La
oligarquía chocó con esa realidad que se obstinaba en no ver la Nación incomprendida o
rebajada en los de arriba, se manifestaba precisa y fuerte los de abajo.
No es lícita una
división absoluta de clases: San Martín, Belgrano, Guido o Las Heras, entre los
militares; Vicente López, Paso o Anchorena, entre los civiles (para nombrar los
mejores), se esforzaron por dar rumbo argentino a la Revolución , pero fueron
barridos por el ambiente. Son las excepciones, las reservas de la nacionalidad
se dieron más en el pueblo que en la clase superior. Los gauchos de la campaña,
hortelanos y matarifes de las orillas, artesanos o pequeños comerciantes de
las ciudades –todos aquellos que los decentes
calificaban con desprecio de chusma–, fueron tesoneramente
argentinos. El pueblo había sido el verdadero autor de la revolución del 25 de
Mayo de 1810, imponiéndose los patricios sublevados contra sus jefes y
oficiales a las vacilaciones de los señores del Cabildo. Como más tarde serían
también San Martín y Belgrano –comandantes de los ejércitos de los Andes y del
Perú– y las milicias gauchas de Güemes,
quienes obligaron al vacilante Congreso de Tucumán a la independencia
del 9 de Julio de 1816.
El pueblo se
expresaba por sus caudillos: José Gervasio de Artigas, en el litoral, y Martín
Miguel de Güemes, en el Norte; durante el primer decenio de la Revolución. Conductores
de muchedumbres, hechas montoneras en las milicias, defendieron la
autonomía de sus provincias contra la
prepotencia de Buenos Aires, asiento de Directorios, de allí que se los llamara
“federales”, como acabaron llamándose “unitarios” los integrantes de la clase
gobernante.
A unitarios y
federales los separó algo más que una polémica por centralismo o
descentralismo; no fue la suya una división teórica, sino viva y profunda. Dos
concepciones antagónicas de la realidad, dos maneras opuestas de sentir la
patria: “civilización” y “barbarie”, dice Sarmiento errónea, pero
elocuentemente. Civilizados eran los unitarios, que admiraban e imitaban a
Europa, bárbaros, los federales arraigados a la tierra y a su propia defensa,
que descreían de los europeos y sus intenciones.
La designación unitario,
en el lenguaje oligárquico, no significaba partidario de la unidad, sino de la
exclusividad; gobierno de doctores en beneficio de la clase decente durante los tiempos de Rivadavia; predominó
de espíritus universales que no temían al extranjero, en los años que
siguieron. La Patria
para ellos no estuvo en la tierra, ni en la Historia , ni en la sangre, ni en la comunidad. La
patria fue la civilización: “Nadie es extranjero en la patria universal, la
patria es el universo”, dijo Echeverría en 1846: “llamar hermanos a los nacidos
en el mismo suelo es un despropósito; los espíritus universales no somos
hermanos de las bestias nacidas en América”, bramaba Alberdi en 1839, “nuestro
patriotismo no es el patriotismo de la pampa, no es la incrustación del hombre
sobre la tierra, que respetamos solamente en el ombú”, razonaba Mármol en 1851.
Federal, en el habla del pueblo,
equivalía a argentino; el grito “¡Viva la Santa Federación !”
significaba vivar a la Confederación Argentina. La patria era la tierra,
los hombres que en ella habitaban su pasado
y su futuro; un sentimiento que no se razonaba, pero por el cual se
vivía y se moría. Defender la patria de las potencias extranjeras era mantener
o conseguir un bienestar del que están despojados los pueblos sometidos.
La
incomprensión argentina
Comprender es amar; incomprender es odiar. Unitarios y
federales, separados tan profundamente, formaron dos Argentinas opuestas y
enemigas. El primer estallido federal en Buenos Aires –de 1820– fue sofocada por
una represión hasta entonces nunca vista. Al segundo –el Gobierno de Dorrego
entre 1827y 1828 seguiría el fusilamiento del gobernador, sus principales
colaboradores y la sistemática acción de la ciudad y la campaña de las Comisiones
especiales, creadas por el ministro Carril. Algo más que el intento frío de
aniquilar por el terror al partido del pueblo: era la explosión de un odio
incontenible.
El odio empezó de arriba abajo: de unitarios a federales.
No lo hay en la oposición de Dorrego a Rivadavia, ni en sus actos de gobierno
perdonando las grandes faltas de la presidencia. Sí lo hay en la revolución
unitaria de 1828. No existe en la primera administración de Rosas: se encuentra
alegría en las manifestaciones populares por el advenimiento de éste, y ningún
acto de venganza, ninguna manifestación popular de agravio sigue al sepelio de
Dorrego, en diciembre de 1829.
Pero el terror engendra el terror. Al de arriba acabará por
suceder el de abajo. Después de contemplar a los “decentes” unidos a los franceses,
después de dos años de bloqueo y advertir la alegría de los unitarios por
suponer en septiembre de 1840 un próximo desembarco de las fuerzas de Mackau,
el estallido del odio federal sería terrible. Octubre de 1840 fue el mes rojo,
que serviría en adelante a los periodistas unitarios para quejarse de la
crueldad de la chusma y del tirano. El “¡Mueran los salvajes unitarios!”, que
se agregó desde entonces al lema, demuestra el apasionamiento alcanzado.
En este último odio –el de federales y unitarios– no había
una repulsión de clases, una animadversión de la chusma a los decentes, no
obstante algunas expresiones despectivas (cajetillas, paquetes de frac)
que podrían darlo a entender, pero que solamente traducen el desprecio a los
extranjeristas, a quienes imitaban a los de afuera en trajes, maneras y habla.
El aristócrata que se mantenía argentino era tratado por gauchos y orilleros
con respetuosa estima.
En cambio hubo resentimiento de clase por parte de los
unitarios: de ignorancia o negación de la clase plebeya, pasaron al desprecio
cuando los montoneros de 1815 fueron tras sus caudillos a defender la
argentinidad, al terror cuando irrumpió la chusma en las calles de Buenos Aires
de 1820, al odio cuando llegó al gobierno Dorrego en 1827. Odio que tenía de
incomprensión y de impotencia; la más fuerte de las pasiones. Hacia los
estancieros aristócratas y hombres de sólida cultura que formaban en las filas
federales, el Partido de la barbarie y la ignorancia, el odio alcanzaba
proporciones implacables. En su limitado esquema social podían explicarse que
el pueblo fuera “bruto”, pero no encontraba justificativo el federalismo de
Juan Manuel de Rosas, Tomás de Anchorena, Vicente López y Planes, Felipe Arana,
Tomás Guido, señores de antiguo entronque hidalgo; o Bernardo de Irigoyen,
Baldomero García, Pedro de Angelis,
Felipe Senillosa, Nicolás Mariño o Francisco Javier Muñiz, que traicionaban a su clase intelectual al no
pensar en fórmulas acuñadas y empeñarse en vivir espiritualmente volcados hacia
la bárbara tierra nativa o adoptiva. Nunca pudieron comprender, la burguesía y
la mediocridad, por qué la aristocracia y la inteligencia formaban en las filas
repudiadas.
Fuente:
Revisión n° 1, Buenos
Aires, Julio de 1959.
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