Facundo Quiroga. |
1834
En Buenos Aires,
luego de la terminación del mandato de su primer gobierno, el general Juan
Manuel de Rosas se ha internado en las soledades del desierto, empujando al
indio hacia los confines del Sur y rescatando miles de leguas para el
cristiano. En el timón del primer Estado argentino ha quedado el general
Balcarce, al que la
Revolución de los Restauradores hecho cesar en el mando,
acusado de no seguir la política de Rosas, al negarle a éste los auxilios para
la expedición al desierto y dando participación en los negocios públicos a los
unitarios y “lomos negros” (o federales cismáticos enemigos del Restaurador).
Los federales “apostólicos” o rosistas han colocado en el gobierno al general Viamonte, quien deberá
renunciar también, a mediados de ese año de 1834, hostilizado por los elementos
federales netos” que no desean ver en el gobierno sino a don Juan Manuel.
Diversos acontecimientos preceden a esa renuncia. Ya en noviembre del año
anterior había causado sensación e intranquilidad una carta del ministro
argentino en Londres, Manuel Moreno, dirigida al ministro de Relaciones
Exteriores de la
Confederación en la que denunciaba un plan convenido entre
los exilados de Montevideo, Chile y Bolivia para perturbar la armonía de los
jefes federales tratando de hacerlos pelear uno contra otros y después eliminar
a los más conspicuos, utilizando para esos fines a los unitarios residentes en la Confederación y a
los federales antirrosistas. Manifestaba en la misma carta que también se había
concertado un plan de “monarquización” de las antiguas posesiones españolas, en
base al coronamiento de testas vacantes de la realeza europea, todo lo cual lo
daba “por conocimientos muy auténticos e indudables”, agregando que “en fe de
sus efectos (el plan) va Rivadavia a partir de este mes”
En abril de 1834
llega don Bernardino y el gobernador Viamonte no tiene más remedio que
comunicarle, oficialmente, que debe abandonar el país, presionado por los
dirigentes federales y la desconfianza de las clases populares. Jaqueado por la
insatisfacción del pueblo, los prohombres del Partido Federal y los militares
prorrosistas, Viamonte, accediendo al reclamo general, presenta su renuncia,
que le es aceptada el 30 de junio de 1834 por la Legislatura. Esta
nombra al general Rosas, que se aproxima a marchas forzadas desde la inmensidad
pampeana. Don Juan Manuel rechaza por cuatro veces el cargo, actitud imitada
por todos los nombrados tras él (entre ellos los dos Anchorena, el general
Pacheco y Terrero) debiendo entonces designarse gobernador provisorio al
presidente de la
Legislatura , don Manuel Vicente de Maza, quien asume el 1° de
octubre del mismo año en medio de la tensión reinante y de las amenazantes
perspectivas que subyacen bajo la aparente calma.
Los Conjurados
El gobernador Maza se estrena con
un problema de la mayor importancia. Apenas instalado en el poder, llega la
noticia del conflicto estallado entre las provincias de Salta y Tucumán o entre
sus gobiernos que se acusan mutuamente de alentar cada uno en su provincia,
intentos de la fracción unitaria que ambos protegían, contra el otro, para
derribarlo del poder. Cuando la noticia cunde en Buenos Aires, se afirma que
los dos han salido a campaña al frente de sus respectivos ejércitos, para
combatirse.
El gobierno
bonaerense solo encuentra un medio para detener la efusión de sangre y es
mandar un mediador de prestigio y autoridad, para que evite la lucha armada y
reconcilie a los gobernantes Heredia y Latorre. Pero, ¿a quién?
Desde diciembre
del año anterior (1833) se halla en la
ciudad porteña el general Juan Facundo Quiroga, que ha venido a devolver el
Regimiento Auxiliares de los Andes, perteneciente a la provincia de Buenos
Aires y que le fuera facilitado por su gobierno para combatir a los unitarios.
Al parecer está resuelto a fijar su residencia allí, ocupado en la “educación
de sus hijos y administración de sus bienes”. Hace vida social y de relaciones
políticas, frecuentando los salones más afamados de la época y alternando con
los altos personajes del Partido Federal. A él ofrece el gobierno la delicada
comisión. Antes de aceptarla, recaba la opinión de Rosas, que se encuentra en
su estancia El Pino, a tres leguas de la ciudad. Rosas se muestra muy de
acuerdo con ese temperamento y aconseja una reunión previa para cambiar ideas y
acordar el camino a seguir para pacificar el norte, convulsionado por la
rivalidad de los dos gobernadores. La conferencia tiene lugar en la quinta de
Terrero, en San José de Flores. Se aprueban las “instrucciones” redactadas por
el gobierno, a las que se deberá ajustar el comisionado, siendo los puntos más
importantes la suspensión de las hostilidades y la firma de un acuerdo de paz
entre los beligerantes.
Resuelto el viaje
del caudillo riojano, se cursan los informes a los restantes gobiernos de la Confederación ,
avisando al mismo tiempo que se tengan preparados los elementos necesarios para
facilitar la marcha del comisionado, al que precederá en el camino un chasque,
con la finalidad de avisar su arribo a las postas y procurar su atención. Iría
por Córdoba.
En la provincia
mediterránea se han repartido los puestos de mando los hermanos Reinafé,
hombres de la hechura del poderoso “Patriarca de la Federación ”, el
gobernador de Santa Fe, general Estanislao López, que con Rosas y Quiroga
forman la trilogía del poder supremo de la República. Los ha
colocado allí luego de la caída del general Paz y por medio de ellos controla
la situación cordobesa (o cree que la controla). Los Reinafé son hombres
mediocres y muy ambiciosos. Parece que la codicia los ha llevado a beneficiarse
con el producto de los malones indios, a los que pasan aviso de la oportunidad
para malonear impunes. Y el jefe de la División del Centro, general Ruiz Huidobro, ha
apartado de la misma al coronel Francisco Reinafé, achacando a su indiferencia
el fracaso de la persecución al indio Yanquetruz. Por ello, tal vez, tolera la
intervención de sus oficiales en la fracasada revuelta de Del Castillo contra
los Reinafé, por la que es juzgado y absuelto en Buenos Aires. A José Vicente
le escribe Quiroga: “¿Cómo es que ustedes han avisado a Yanquetruz?”
Los Reinafé no le perdonan a
Quiroga su presunta ingerencia en la intentona fallida de derrocarlos. Saben
que éste los tiene vigilados, cercados por sus adictos cordobeses, y que no
oculta su desagrado por verlos en el poder provincial. Creen que hará todo lo
posible para sacarlos. Recostados en el general López, les parece fácil
satisfacer sus intenciones de librarse de Quiroga en la primera ocasión, la que
se presenta inesperadamente con el anuncio de su paso por Córdoba hacia el
Norte. ¿Están complotados con los unitarios en el “Gran Plan” de agitación? No
se sabe, pero lo cierto es que preparan la muerte del “Tigre” en el viaje de ida. Convencer, a medias, a un
empleado del ministro de gobierno de la provincia, Rafael Cabanillas, para que
lo espere en el Monte de San Pedro y lo asesine, con una partida que le facilitarán
el comandante de Tulumba, Guillermo Reinafé y Santos Pérez. Pero el intento
fracasa, parte por la indecisión de Cabanillas, ahogado por la conciencia del
crimen a cometer, parte por la inusitada rapidez de Facundo, que no da tiempo a
los preparativos. Pero están resueltos a todo y disponen su fin para cuando
regrese.
La
Barranca de las Cruces
Parece que el
"Tigre" ha recibido aviso, por varios conductos, de que algo se trama
contra él que debe cuidarse celosamente durante el viaje. Cuando Rosas le ofrece
la escolta, la rechaza. ¡No ha nacido el hombre que atente contra el
"Tigre de los Llanos"! Y
parte, el 19 de diciembre de 1834,
a cumplir la comisión de paz encomendada. Va con su
secretario. José Santos Ortiz. Delante sale, con algunas horas de diferencia,
el correo encargado de avisar su pasada. Rosas lo acompaña hasta San Antonio
de Areco y se despide de él en la hacienda de Figueroa, desde donde le remitirá
la famosa carta sobre la organización constitucional del país.
Quiroga hace imprimir un tren
veloz de marcha a la galera. El vehículo atraviesa como una exhalación la
distancia que lo separa de Córdoba, donde hará la primera parada importante.
Cuando los Reinafé lo hacían a varias leguas de la ciudad y ultimaban los detalles para la tentativa del Monte
de San Pedro, los sorprende la entrada del "Tigre" en Córdoba, a las
9 de la noche del 24 de diciembre. Es Nochebuena y los habitantes de la
"docta" llenan las calles con su bullicio y alegría. Quiroga deja la
posta por unos momentos y pasea entre la multitud. Cuando regresa a ella se
encuentra con que lo han ido a saludar y ofrecer hospitalidad, Francisco y José
Antonio Reinafé. Quiroga le agradece fría y cortésmente, diciendo que lo único
que necesita son caballos.
A "mata caballos"
prosigue el viaje y entra en Santiago del Estero el 3 de enero de 1835. Antes,
mientras esperaba que compusieran la galera rota al cruzar el río en Pitambalá,
se ha enterado del triste desenlace de la contienda entre Tucumán y Salta,
concluida con la prisión y muerte del gobernador Latorre a manos de los jujeños
separatistas. En Santiago lleva a feliz término la segunda parte de su
comisión, consiguiendo lenidad para los vencidos, pronunciamiento unánime por
la integridad territorial argentina y firma de un tratado de paz permanente
entre las provincias del Norte.
Cuando va a partir, el gobernador
Ibarra le ofrece una escolta. Le dice que ha recibido aviso de que atentarán
contra su vida y que él mismo puede elegir los integrantes de la escolta.
Nuevamente Quiroga rechaza el ofrecimiento. Es criollo, hombre valiente, sin
miedo, y no la necesita. Y parte el 13 de febrero con el doctor Santos Ortiz,
el correo Marín y su fiel asistente. Este gesto fiero de Facundo ante el amago
de la muerte y su decisión de enfrentarla sólo con su prestigio y coraje,
impresionará el alma popular y quedará grabado en el cancionero nativo:
"¡A Córdoba!", pega el grito,
y los postillones tiran,
resuenan
los latigazos
y los caballos se estiran.
Corre la galera de Facundo
por los caminos polvorientos. Devora leguas al acucio incesante del postillón.
Y los caballos cortan el aire enfebrecidos de velocidad, acercando a cada
empuje de sus patas la hora de la muerte.
En
una parada del camino, alguien se acerca al doctor Ortiz para prevenirle que se
trama el asesinato. Todo es inútil. La galera sigue por los montes
santiagueños. En Inti-Huasi, departamento Tulumba, en Córdoba, que comanda José Antonio Reinafé,
pasan la noche. Duerme Quiroga apaciblemente, pero no así el doctor Ortiz,
presa del miedo, porque el maestro de postas le ha ratificado que es cierto que
los Reinafé asaltarán la galera. A la mañana siguiente la galera retorna al
camino. Quiroga ha contestado a los temores del doctor Ortiz diciendo: "A
un grito mío, esa partida se pondrá a mis órdenes".
Pasan por Macha y se incorpora a la comitiva
el correo José María Luejes. Luego por la posta de Sinsacate y enderezan hacia
Barranca Yaco. El monte es allí más espeso. En un claro los detiene la partida,
a la voz de "¡Alto!". Rápidamente son rodeados por los asaltantes.
Quiroga se asoma y al tiempo que descarga su pistola sobre el hombre que está
más cerca, ordena: “¿Quién manda esta partida?". Sólo le contesta el plomo
homicida de Santos Pérez, los acompañantes de Facundo son llevados al monte y
degollados. Entre ellos hay un niño de 12 años que llora aterrado. Uno de los
soldados de Santos Pérez le pide que no lo mate, que él garantiza su silencio.
"No puedo, tengo orden de mis superiores de matar a todos", contesta
el capitán. Insiste el soldado y recibe un balazo en el estómago y otro en el
costillar. Degüellan a los caballos y se marchan. En Los Timones, Santos Pérez
disuelve la partida. Por la noche llueve y los cadáveres quedan semicubiertos
por barro. El teniente Figueroa lleva la noticia del crimen al comandante Reinafé,enTulumba.
Largo
proceso e interrogante en pie
El
suceso causa pavor y sobrecoge a todo el país. Desde el primer momento se sabe
quiénes son los culpables materiales del hecho. Pero los Reinafé, en su
ignorancia, en su falta de inteligencia, hacen demasiada ostentación de su condena del crimen y mucho aspaviento
en la indagación que ordenan, para terminar no hallando a los verdaderos
culpables. Arman todo un escenario de justificación, pero de nada les servirá.
En abril de ese año asume el poder don Juan Manuel de Rosas y su mano dura
caerá sobre los asesinos con rigor implacable.
Escribe
a López y éste se pone a su disposición: él no ampara a criminales. Rosas afirma
que es un hecho de interés nacional y hace que los gobiernos de todo el país le
confieran el juzgamiento de los Reinafé, ejecutores, cómplices y amparadores en
el crimen. Pronto son habidos los acusados. José Vicente, Guillermo, José
Antonio Reinafé y Santos Pérez, con algunos de los matadores y encubridores entran,
a fines de 1835, engrillados, en Buenos Aires. El proceso es fatigoso y largo.
Durante dos años se llenan folios y más folios. Los reos son defendidos por
notables jurisconsultos de la época: Gamboa, Vélez, de la Cárcova , Marín, se mueven
con entera libertad. A Gamboa lo sanciona pintorescamente Rosas por haber
querido publicar aisladamente el alegato de la defensa, sin la acusación. Pero
el incidente no pasa de ahí. Los procesados tienen las garantías ordinarias.
¿Quién
o quiénes están detrás del crimen? ¿Rosas, López, su secretario Cullen, los
unitarios? A nadie acusan los Reinafé. ¿Hubo coacción, faltó libertad? ¿Se
quejaron los reos? No, nunca. ¿Los defensores? Tampoco. ¿Lo hicieron después de
la caída de Rosas? No, jamás. Y Francisco Reinafé, el único que ha logrado
escapar y anda libre, con los unitarios, por el Uruguay, ¿por qué no habla, por
qué no escribe o dice algo para salvar a sus hermanos? Ni una palabra hasta el
día de su muerte. Hay algo, empero, que se consigna en el expediente a fojas
308. Es la declaración de Santos Pérez, prestada ante el juez, doctor Maza.
Dice que la primera vez que Francisco Reinafé le habló para cometer el
asesinato, rehusó, pero que después aquél le dijo que "era en combinación
con Rosas y López" y entonces se resolvió. Pero no porque le constara a
él, sino porque se lo dijeron.
Pronunciada
la sentencia y negada la apelación, los reos son ejecutados solemnemente el 25
de mayo de 1837.
Es
notable este caso, tal vez como ninguno de sus similares. Hay en él todos los
elementos de juicio. Culpables, pruebas, testigos, reconocimientos, careos y
declaraciones, incluido en un voluminoso, metódico y detallista hasta el
fastidio proceso escrito y autenticado. Y con todo nunca se pudo saber de donde
viene la instigación, cuál fue la mano oculta que produjo la tragedia de
Barranca Yaco. Rosas le achacó la inspiración a Cullen, el "intrigante
canario", secretario de López; años después, muerto el gobernador de
Santa Fe, lo fusilará en la
Posta de Vergara, al conseguir su entrega por Ibarra. Algunos
historiadores han culpado a Rosas, pero serenamente considerada, la cosa no
tiene asidero. A él le convenía menos que a nadie la muerte de Quiroga porque
éste era la garantía de la
Federación en el Norte y en Cuyo. Como quiera que sea, el
misterio del poder oculto que posibilitó el crimen es un completo enigma.
Y
aún hoy los, habitantes de la comarca, se niegan a pasar de noche por la
barranca de la tragedia. Afirman que el "Tigre de los Llanos" se
pasea cabalgando en su moro invencible, en las sombras nocturnas, mientras se
escucha el llanto aterrado de un niño en la espesura del monte.
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