Caballería gaucha (por Carlos Morel, 1840). |
Por Ricardo Font Ezcurra*
El
brindis de Duarte no fue sólo
efecto del alcohol, ni el diplomático alejamiento de Moreno, en su doble
significado, fruto de superficiales disidencias. La necesidad de crear un
gobierno que indispensablemente debía sustituir al destituido, dividía a los
integrantes de la Junta de Mayo en dos tendencias irreductibles y antagónicas:
monárquica una y republicana la otra, dentro ambas del más riguroso
centralismo.
La transición pacífica y substancial de
súbditos de la monarquía española a ciudadanos independientes del ex monarca,
realizada jurídicamente en cuatro días y sin que ningún acontecimiento cruento
o espectacular sirviera de rotunda solución de continuidad, fue fundamental pero poco perceptible.
Por eso se continuó sin violencia la
tradición colonial, al hacerse extensiva a todo el virreinato la nueva
autoridad que en Buenos Aires había sustituido al Virrey. En algunos decretos
de la Junta se lee: “Y en consecuencia ha expedido por reglas generales de
invariable observancia de todas las provincias las siguientes
declaratorias...”. Y la expedición "que debía auxiliar a las provincias
interiores” y la de Belgrano al Paraguay, Corrientes y Banda Oriental, tuvieron
como principal y casi única finalidad, someter a los remisos en prestarle
acatamiento.
Ese unitarismo o centralización, contra
el que chocó desde el primer momento la extensión y configuración geográfica
del inmenso virreinato, contó con el asentimiento general de los hombres de
Buenos Aires, concretándose su disidencia a la opción entre la monarquía y la
república.
La Junta Grande reducida al Triunvirato
y concretado éste en el Directorio, y el Estatuto Provisional sancionado en
reemplazo del Reglamento Provisorio realizaban esta aspiración unitaria y
centralista. (1)
Y esta forma unitaria de los gobiernos
iniciales se hubiera perpetuado, y tal vez impuesto en definitiva – sobre todo
de adoptarse el régimen monárquico virtualmente
aceptado en el Congreso de Tucumán –, a no haber hecho su aparición un
elemento nuevo, auténtico producto de nuestra nacionalidad en potencia que,
encarnando el ideal republicano, habría de gravitar profundamente en nuestra
estructuración institucional.
Este elemento nuevo que aparece a partir
de 1810 es el núcleo-provincia, esas numerosas entidades autónomas que se
formaran en las distintas comarcas teniendo como centro las ciudades, y en que
se fragmentará el Virreinato del Río de la Plata, sin que autoridad alguna les
hubiera determinado sus límites territoriales ni sus derechos políticos, y cuya
resistencia a Buenos Aires haría fracasar las reiteradas tentativas de dar
forma constitucional a ese régimen unitario de la primera hora.
¿Cuál es la causa de la
aparición de estos entes autónomos? ¿Qué origen tuvo el núcleo-provincia? ¿De
dónde procedían sus elementos integrantes y cuáles fueron las causas que
presidieron a su desarrollo, que, juntamente con el prestigio de sus
gobernadores o caudillos, debía darles esa consistencia autonómica definitiva
que alteraría profundamente la fisonomía política del antiguo virreinato?
La cédula ereccional de 1776 que elevó
la Gobernación de Buenos Aires a Virreinato del Río de la Plata, integró
territorialmente a éste con las siguientes ciudades y regiones: GOBERNACIONES: Buenos
Aires, que comprendía el Uruguay, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, La
Patagonia, y parte del Chaco; Asunción y la Provincia de Guayra; Córdoba
del Tucumán, constituida por Salta, Tucumán, La Rioja, Catamarca, Córdoba y
parte del Chaco. Y las PROVINCIAS: del Alto Perú (Cochabamba, Potosí, La
Paz y Chuquisaca) y de Cuyo (Mendoza, San Juan y San Luis).
Todas estas ciudades y pueblos
diseminados en dilatadas comarcas y distantes entre sí, fueron puestos por Real
Cédula, bajo el gobierno inmediato del virrey, gobernador y capitán general y
supremo presidente de la Real Audiencia, con residencia en Buenos Aires.
Carecían de derechos políticos o de representación ante éste y sólo existía en
ellas un cuerpo colegiado para su administración edilicia y judicial: el
Cabildo. El virreinato español es la concepción más rigurosa de centralismo o
unitarismo. La autoridad del Virrey no reconocía más limitación que la del Rey.
Durante sus treinta y cuatro años
escasos de vida, la autoridad virreinal se hizo efectiva en toda esa enorme
extensión. Ocurrida la caducidad de ésta y reemplazado el Virrey por la Junta
de Mayo, ese territorio que el dominio español había mantenido unido y sometido
fue disgregándose paulatinamente y desconociendo cada vez más, la autoridad de
Buenos Aires.
Puede decirse que al movimiento
emancipador de Mayo siguieron numerosos movimientos emancipadores locales.
Estos que no fueron de resistencia a la revolución, sino a la hegemonía de la
Junta (2), se acentuaron luego a raíz de la expulsión de los diputados del
interior que habían concurrido a la capital en virtud de la circular del 27 de
mayo de 1810, y que dejaba a las ciudades que ellos representaban, sin
participación alguna en el gobierno revolucionario.
Rechazado el Reglamento Provisorio y triunfante
el golpe de estado del Triunvirato que decretó la disolución de la Junta Conservadora, los diputados del
interior, que pasaron a integrarla al disolverse la Junta Grande, fueron
compelidos con palabras injuriosas y en término perentorio a dejar Buenos Aires
y regresaron a sus respectivas ciudades, llevando a ellas la señal de alarma
contra las ilegítimas aspiraciones de dominación porteña.
Las ciudades del interior reaccionaron
contra esa usurpación y esta resistencia, que fue el toque de dispersión, es el
hito auténtico que marca el punto inicial de nuestro federalismo.
El origen de nuestro
federalismo, inorgánico y revolucionario, reside exclusivamente en el
levantamiento de las ciudades del interior contra Buenos Aires, en su reacción
disociante e igual y contraria a la centralizante, contra el absolutismo
porteño.
No es exacto que su punto de partida sea
la creación de las Juntas Provinciales, dejada luego sin efecto, que, al
establecer diferencias jerárquicas entre ciudades principales y subalternas,
provocó el levantamiento de unas contra otras. Las Juntas Provinciales creadas
por la Orden Superior de 10 de febrero de 1811 se constituyeron hacia la mitad
de dicho año y los diputados fueron expulsados el 7 de diciembre. En los pocos
meses que mediaron entre uno y otro hecho, no se produjeron en el país
“levantamientos” de ninguna ciudad contra otra y que pudieran influir o
trascender en nuestra organización futura.
Por lo demás, el art. 2°. de la extensa
“Orden Superior” que las creaba, establecía lo siguiente:
“Que en la Junta residirá in solidum
toda la autoridad del gobierno de la Provincia, siendo de su conocimiento todos
los asuntos que por las leyes y ordenanzas pertenecen al Presidente, o al
Gobernador Intendente; pero con entera subordinación a esta Junta Superior”
Esta “entera subordinación” de las
Juntas Provinciales a la de Buenos Aires, aleja toda idea federal.
Algunos autores por equivocada
inferencia analógica pretenden que nuestro federalismo tiene su origen remoto
en las autonomías regionales españolas, lo que es absurdo. Nada tiene que ver
el fuero de Aragón o el estatuto
vascongado, con nuestras ciudades cuya
legislación y ancestralismo étnico era
uniforme.
Creen varios que su causa reside en la
acción de los Cabildos. Sin considerar imposible que éstos hayan asumido en el
primer momento la dirección de la resistencia a Buenos Aires, lo cierto es que
nuestro federalismo se consolidó después de su abolición.
Otros admiten y sostienen una extraña
semejanza con los Estados Unidos de Norte América. Nuestro origen federal
difiere profundamente del
norteamericano. En el nuestro, un todo grande el Virreinato, se dividió en
numerosas partes pequeñas, algunas de las cuales por virtud de un Pacto Federal,
el del 4 de enero de 1831, se unieron luego, formando la actual Confederación
Argentina.
Es decir que primero hubo disociación
total y luego asociación parcial. En Norteamérica, numerosos estados pequeños y
algunas provincias quitadas a los estados vecinos formaron un todo grande.
La ilusoria aspiración
bonaerense de gobernar por sí sola todas las demás ciudades unida al acentuado
carácter monárquico de sus directivas que equivocadamente la ”minoría
ilustrada” le había impreso, acrecentaron, principalmente en el litoral, esos
focos de franca y abierta resistencia a Buenos Aires que fueron creando
alrededor de las ciudades núcleos comarcanos con fisonomía propia que adquirían
día a día una autonomía proporcionada a sus posibilidades económicas y que, la
impotencia o incapacidad de la autoridad nacional para mantener el orden
general y jerárquico y la necesaria cooperación entre capital y provincias y
frenar las ambiciones separatistas de éstas, consolidaría definitivamente.
En los primeros años de su aparición en
nuestra historia, las palabras unidad y federación no tenían la
acepción que se les atribuye actualmente y que adquirirían mucho después. La primera era sinónimo de monarquía y
la segunda de república.
El lema o divisa de los caudillos provinciales “Viva la
Federación” no significaba otra
cosa que “Viva la República”, porque era
expresión de esa resistencia democrática de las ciudades del interior a la
política absorbente y monarquizante de Buenos Aires.
Algunos años más tarde, don Juan Manuel
de Rosas, con su clara perspicacia política, puntualizaría en carta a Fecundo
Quiroga esa divergencia encuadrándola en esas dos palabras antagónicas:
“Por este respecto, que creo la más
fuerte razón de convencimiento soy yo Federal, y lo soy con tanta más razón
cuanto de que estoy persuadido que la Federación es la forma de gobierno
más conforme con los principios democráticos con que fuimos educados en el
estado colonial, sin ser conocidos los vínculos y los títulos de Aristocracia,
como en Chile, Lima, etc., en cuyos Estados
los Marqueses, los Condes y los Mayorazgos constituían una jerarquía, que se
acomoda más a las máximas del régimen de
unidad y la sostienen”.
En la sesión
celebrada el 19 de julio de 1816 en el
Congreso Nacional reunido en Tucumán, se trató la forma de gobierno que debía
adoptar la nueva nación, cuya independencia se había proclamado diez días
antes. El diputado Serrano se opone al sistema federal (pag. 237, Tomo I,
A.C.A.) y convencido de la necesidad del orden y la unión propone la monarquía
temperada. La mayoría de los diputados
se inclina hacia la monarquía y el restablecimiento de la Casa de los
Incas (Azevedo, Castro, Thames, Ribera, Pacheco, Loria, etc.)
En la sesión del 6 de agosto de 1816
(pág. 242) se renovó la discusión sobre la forma de gobierno y el diputado por
Buenos Aires doctor Tomás Manuel de Anchorena pronunció un discurso político
exponiendo los inconvenientes del sistema monárquico y señaló como el único
medio de conciliar todas las dificultades, “en su concepto” la federación de provincias.
En el Congreso de Tucumán ningún
diputado habla de República. Los que no eran monárquicos dicen: Federación.
“En abril de 1836 -dice Pradere”
(“Iconografía de Rosas” pág. 33)- se izó en el Fuerte una bandera con las
inscripciones siguientes: “Federación o Muerte”, “Vivan los Federales”, “Mueran
los Unitarios”, y adornada con los gorros de la Libertad”. Estos en
realidad no eran otra cosa que los gorros frigios que simbolizan la República.
La decidida resistencia de las ciudades
del interior revela a la “minoría selecta” su impotencia para imponer su
premeditada dominación, impotencia que hacen extensiva a todo el país. Y en la
infundada creencia de que el pueblo
argentino no contaba con elementos suficientes para organizar un gobierno
propio que pudiera sostener y consolidar la independencia y dominar eso que
ellos llaman “anarquía”, intentaron traer ese gobierno “de afuera”. (3)
Y como no era posible
importar un Director o un Presidente extranjero, pensaron, con toda lógica
dentro de ese orden de ideas, en el protectorado y la monarquía.
Primero fue la misión de Rivadavia y
Belgrano a Europa en procura de un rey.
Luego la de Manuel José García a Río de
Janeiro a mendigar el protectorado inglés. “En 1815 el Director, General Carlos
M. de Alvear le escribía al ministro inglés en Río de Janeiro: La experiencia
de cinco años había hecho ver de un modo indudable a todos los hombres de
juicio y de opinión que este país no estaba ni en edad ni en estado de
gobernarse por sí mismo” y concluía diciéndole: “que se necesitaba de una
mano exterior que lo dirigiese y contuviese en la esfera del orden. Fundado en
estas consideraciones y en el odio que todos manifestaban por la dominación
española, proponía convertir a las Provincias Unidas en Colonia autonómica de
la Inglaterra, si ésta se dignaba recibirlas como tales”. (4)
Y más tarde las gestiones de Valentín
Gómez en Francia en busca de un príncipe coronable en estas provincias.
En la orientación dada a la política
nacional por medio de estas misiones originadas en el presunto complejo de
inferioridad argentino y en la correlativa necesidad de traer el gobierno “de
afuera” se prescindió invariablemente de las demás provincias. La presuntuosa
minoría unitaria-monárquica, la oligarquía directorial bonaerense, decidía por
sí y ante sí de la suerte futura de la independencia de la nueva nación que
ella era incapaz de defender, llegando en su medrosa incomprensión hasta
considerar posible, no ya el humillante protectorado, sino también la
incorporación de las Provincias del Río de la Plata a la monarquía del Imperio del Brasil.
Así lo demuestran las “Instrucciones
Reservadísimas” votadas por el Congreso, trasladado de Tucumán a Buenos Aires,
el 4 de septiembre de 1816, a los dos meses
de haberse declarado la independencia:
“Si se le exigiese al Comisionado que
estas Provincias se incorporen a las del Brasil se opondrá abiertamente
manifestando que sus instrucciones no se
extiende a este caso, y exponiendo cuantas razones se presenten para demostrar
la imposibilidad de esta idea, y de los males que ella produciría al Brasil.
(Pero si después de apurados todos los recursos de la política y del
convencimiento insistiesen en el empeño, les indicará [como una cosa que sale
de él, y que es lo más tal vez a que podrán prestarse estas provincias] que formando
un estado distinto del Brasil,
reconocerán por su monarca al de aquél
mientras mantenga su corte en
este continente, pero bajo una Constitución que les presentará el Congreso;
y en apoyo de esta idea esforzará las razones que se han apuntado en las
instrucciones que se le dan por separado de éstas y demás que puedan tenerse en
consideración). Mas cualquiera que sea el resultado de esta discusión lo
comunicará inmediatamente al Congreso por conducto del Supremo Director”. (5)
Este hecho demuestra que la minoría
unitaria de Buenos Aires consideraba que el país carecía de los medios
necesarios para realizar el pensamiento de Mayo, y explica su impresionante
impasibilidad ante la desmembración territorial.
El monarquismo
imperante en Buenos Aires desde las postrimerías del Triunvirato dista mucho de
ser una exagerada leyenda, un “subterfugio diplomático” para ganar tiempo, una
“simulación” para salvar la independencia, como se ha pretendido y asume formas
precisas y caracteres profundos bien distintos de los que habitualmente se le
atribuyen.
Belgrano de vuelta en Buenos Aires de la
misión que juntamente con Rivadavia lo llevara a Europa, informa al Congreso lo
siguiente:
“…Segundo, que había acaecido una mutación
completa de las ideas en la Europa en lo respectivo a la forma de gobierno: Que
como el espíritu general de las naciones en los años anteriores, era
republicarlo todo, en el día se trataba de monarquizarlo todo: Que la nación
Inglesa con el grandor y majestad a que se ha elevado, no por las armas y
riquezas, sino por una constitución de Monarquía temperada había estimulado a
las demás a seguir su ejemplo: Que la Francia la había aceptado: Que el Rey de
Prusia por sí mismo, y estando en el goce de un poder despótico había hecho una
revolución en su reino, y sujetándose a bases constitucionales, iguales a los
de la nación Inglesa; y que esto mismo habían practicado otras naciones”.
“Tercero, que conforme a estos principios en su concepto la forma de
gobierno más conveniente para estas provincias sería la de monarquía
temperada“. (6)
Y en la sesión secreta del 12 de
noviembre de 1819 el Congreso resolvió aceptar la forma monárquica de gobierno
admitiendo como monarca de estas provincias, el príncipe adquirido en Europa
por Don Valentín Gómez.
El acta respectiva dice así:
“Reunidos los señores Diputados en la
Sala de Sesiones a la hora acostumbrada, los
Señores Diputados encargados en comisión de formalizar el proyecto de las
condiciones bajo las cuales había de admitirse la propuesta hecha por el
Ministerio de Negocios Extranjeros de París para establecer en las Provincias
Unidas una Monarquía constitucional cuyo punto había sido ventilado con la
mayor detención en las tres sesiones anteriores, y resuelto en la última la
admisión de aquél condicionalmente, hicieron presente a la Sala hallarse en
estado de dar cuenta de su comisión. Leído por tres veces el proyecto que
presentaron por escrito, se hicieron en general algunas observaciones y se
procedió enseguida a considerar separadamente cada condición de las nueve que
aquél contenía…”
“Se examinaron por su orden la tercera y
cuarta condición y fueron aprobadas en los términos siguientes: 3°. “Que la
Francia se obligue a prestar al Duque de Luca una asistencia entera de cuanto se necesite para afianzar la
monarquía en estas Provincias y hacerla respetable…4°. Que estas Provincias
reconocerán por su monarca al Duque de
Luca bajo la constitución política que tienen jurada; a excepción de
aquellos artículos que no sean adaptables a una forma de gobierno monárquico
hereditaria; los cuales se reformarán del modo constitucional que ellas
previenen”. (7)
La “máscara” de
Fernando VII se transformaba por imposición directorial en un rey de carne y
hueso.
En el libro “Rivadavia y la simulación
monárquica”, editada por la Junta de Historia y Numismática Americana, su autor
Don Carlos Correa Luna pretende que las gestiones de Rivadavia y Belgrano no
fueron otra cosa que una “habilísima simulación” para salvar la Revolución de
Mayo. Don Vicente Fidel López, por su parte, las llama “vergonzosa comedia”.
En presencia de estas actas secretas y
de las instrucciones Reservadas y Reservadísimas, redactadas y votadas para los
“de casa”, no es lícito hablar de simulación. Era mucho simular. Pero si
Rivadavia, Belgrano y Valentín Gómez estaban realmente representando una comedia, es de justicia
reconocer que actuaron con tanta eficacia que lograron desencadenar a las
Provincias contra Buenos Aires.
El mismo día, 12 de noviembre de 1819,
que en Buenos Aires el Congreso Nacional daba principio de ejecución a sus
proyectos monárquicos votando, como queda probado, la aceptación del Duque de
Luca para monarca de las Provincias
Unidas del Río de la Plata, en el otro extremo del país Don Bernabé Aráoz
derrocaba al gobernador directorial y asumía el mando de su provincia que a
poco convertiría en “La República Independiente de Tucumán”.
Nuestras guerras civiles se reducen en
lo principal, siendo lo accesorio lo que en ellas puso la pasión o el interés
local, a la lucha por imponer su predominio, entre estas dos tendencias: la
unitaria-monárquica representada por los hombres de Buenos Aires y la
republicana-federal que sostenían los núcleos provinciales por medio de sus
gobernadores o caudillos que ellos mismos se habían dado.
El proceso de esas luchas se había
mantenido latente, diferido podemos decirlo, a la necesidad de combatir unidos
por la gran causa de la independencia. San Martín, con muy buen criterio,
prefirió combatir a los realistas que bajar al litoral a presentar batalla a la
montonera.
Y cuando la independencia se hubo
consolidado por esta “desobediencia”, los federales-republicanos “invadieron la
provincia de Buenos Aires para libertarla del Directorio y del Congreso que pactaba la coronación de un príncipe europeo en el Río de la Plata contra la opinión de
los pueblos”, y al materializar victoriosamente su oposición en la Cañada de
Cepeda, su doctrina adquirió forma precisa en el Tratado de Pilar.
El motín de Arequito, primera
sublevación en masa de un ejército nacional, es seguramente el hecho más
importante de nuestras guerras civiles, que al restar la fuerza al Supremo
Director, hizo posible el triunfo de las montoneras en Cepeda y la
desaparición, para siempre, de las pretensiones unitario-monárquicas. Y no
puede dudarse, de que sus funestos errores, lógico fruto de su permanente
divorcio con la masa popular en la que nunca creyó y siempre despreció sinonimándola
con la barbarie, conducían fatalmente a la disolución nacional, este
hecho precipitó en forma incontenible los acontecimientos.
Su causa determinante no fue otra que la
enunciada por uno de sus principales autores, el general José María Paz: “Entre
tanto; ¿qué se proponía el gobierno abandonando las fronteras del Perú y
renunciando a las operaciones militares, tanto allí como en los puertos del
Pacífico? ¿Era para oponerla a algunos cientos de montoneros santafecinos, o para apoyar la coronación del
Príncipe de Luca?”
A raíz de la sublevación de Arequito:
“Luego que en Córdoba se supo el cambio del ejército, el Gobernador Doctor Don
Manuel Antonio Castro abdicó el mando y fue elegido popularmente el Coronel Don
José Díaz como Gobernador provisorio. Casi al mismo tiempo, y sin que hubiera
habido acuerdo ni la menor combinación, sucedía en Santiago del Estero el movimiento que colocó en el mando al Coronel don Felipe Ibarra, que rige hasta
hoy en aquella provincia, y en San Juan se sublevaba el batallón núm. 1 de Los Andes. El Coronel
Alvarado ocurrió desde Mendoza con el Regimiento de Granaderos a Caballo, para
sofocar la rebelión, pero tuvo que volverse de medio camino y ganar Chile a
toda prisa, temeroso de que se comunicase el contagio. En Mendoza y demás
pueblos hubo también cambios de gobierno, reemplazando a los nombrados por el
Gobierno Nacional, los elegidos por el pueblo. Los pueblos subalternos imitaron
a las capitales y se desligaron enseguida constituyéndose en provincias
separadas. De este tiempo data la creación de las trece que forman la
República, hasta que vino a aumentarse este número con la de Jujuy, que se separó últimamente”.
A lo referido por el General Paz, quien
ha escrito lo que antecede en sus MEMORIAS, hay que agregar la “República Independiente de Tucumán” de
don Bernabé Araoz, la Provincia de Santa Fe, los Litorales y la Oriental, con
que el Patriarca de la Federación, el Supremo Entrerriano y el Protector de los
Pueblos Libres, habían combatido exitosamente la política extranjerizante del
Directorio.
Con el triunfo de las armas federal-republicanas,
desapareció para siempre el gobierno nacional unitario de los primeros años, el
que a pesar de sus transformaciones
sucesivas -Junta de Mayo, Junta Grande, Triunvirato y Directorio- y de
estar desempeñado y asesorado por los “hombres de las luces” –Moreno, Rivadavia,
Pueyrredón, etc.- no logró en el decenio de su predominio, 1810-1820, imponer
ni prestigiar su autoridad, ni dar cohesión propia al inmenso territorio bajo
su mando.
Tal es la causa, sin que esto importe
negar la existencia de otros factores concurrentes, de la acefalía nacional y
de los acontecimientos que la historia escrita por los hombres de Buenos Aires,
desvirtuando intencionalmente su profundo significado, denomina erróneamente
“Anarquía del Año XX”, cuya consecuencia inmediata y trascendental fue la
consolidación del federalismo.
No hubo tal anarquía, a no ser que se dé
este nombre al desorden y desconcierto de la minoría unitaria monárquica ante
la inminencia de su derrota. En el año XX
las ciudades del interior enfrentaron decididamente a Buenos Aires y
definieron a favor de los republicanos la lucha entre las dos tendencias en que
se había bifurcado la Revolución de Mayo.
Por lo demás, en caso de haber existido
ésta realmente, una anarquía triunfante supone siempre del otro lado un
gobierno impotente o desprestigiado. La
historia es la depositaria de la reputación de los hombres del pasado, no es
posible entonces, lícitamente, seguir imputando la responsabilidad histórica de
esta guerra civil a los “anarquistas” Artigas, Ramírez, López, Bustos, etc.,
que en realidad no hicieron otra cosa que acaudillar al pueblo en su legítima
rebelión contra los hombres de Buenos Aires que pretendieron frustrar su
destino.
Y la antigua inmensidad virreinal cuya
“autoridad superior” asumiera en fecha memorable la Junta de Mayo, se desmembró
exactamente a los diez años, en
numerosas “soberanías” independientes entre sí, quedando como único vestigio de
la omnipotencia de Buenos Aires, una precaria y provisoria delegación para los
asuntos internacionales y de Paz y Guerra.
Así nació y se desarrolló nuestro
federalismo. Buenos Aires había emancipado de España el Virreinato del Río de
la Plata y las comarcas que integraban a éste se independizaron, a su vez, de
Buenos Aires.
Notas:
1) Con ser aparentemente
sinónimas ambas denominaciones, el Estatuto Provisional era típicamente unitario y el Reglamento Provisorio de
tendencia provincialista.
2)
Los diputados venidos a
Buenos Aires en virtud de la circular citada, reclamaron su inmediata
incorporación a la Junta, invocando entre otras, la siguiente razón: “La
capital no tiene títulos legítimos para elegir por sí sola gobernantes que las
demás ciudades deben obedecer”. Es de hacer notar que el diputado, que lo era
el Deán Funes decía ciudades y no provincias. Esta palabra se usaba entonces,
como sinónimo de comarca.
3) A. Saldías, “La
Evolución Republicana durante la Revolución Argentina”. Página 57. Buenos Aires
1906.
4) Clemente L. Fregeiro,
“Estudios Históricos sobre la Revolución de Mayo”. Edición de la Junta de la
Historia y Numismática, Tomo VII, página 100.
5) “Asambleas
Constituyentes Argentinas”, Tomo I, pág. 500. Lo contenido entre doble paréntesis
fue suprimido en sesión del 27 de octubre de 1816, Pág. 512.
6) “Asambleas
Constituyentes Argentinas”, Tomo I, página 482.
7) “Asambleas
Constituyentes Argentinas”, Tomo I, pág.
576.
* Revista del Instituto de Investigaciones
Históricas Juan Manuel de Rosas n° 6, Buenos Aires, Diciembre de 1940.
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