miércoles, 19 de enero de 2011

JOSÉ BENJAMÍN GOROSTIAGA, HACEDOR E INTÉRPRETE DE LA CONSTITUCIÓN

Constituyentes de Santa Fe, 1953 (por Antonio Alice).


José B. Gorostiaga, Juan M. Gutiérrez y Delfín B. Huergo (fotografía).
                                          


       Por Raúl J. Lima


Justo J. de Urquiza.


Curioso destino el suyo. Se ha dicho que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, desde el momento en que su misión es interpretar la letra de la Constitución, funciona como una especie de Convención constituyente en sesión continua. A Gorostiaga, integrante de la primera Corte -en la que estuvo veinte años- le tocó interpretar la Constitución de la que fue su principal redactor. Es decir, le tocó interpretarse a sí mismo ¿puede pretenderse intérprete más autorizado? Además, fue diputado nacional por su provincia (1862/1863) en el primer Congreso de la Argentina unificada, por lo que intervino en la redacción de leyes nacionales acordes con la Constitución, tal como dispone el artículo 31 de la Carta Magna.
Nació en la ciudad de Santiago del Estero el 26 de marzo de 1823. Fueron sus padres don Pedro Pablo  Gorostiaga Urrejola y doña Bernarda Frías y Araujo, quienes tuvieron nueve hijos. Era nieto del Capitán don Josef Antonio Gorostiaga (vasco, de San Sebastián), que murió en Jujuy luchando contra los indios Tobas, por lo que a su abuela Bernardina Luisa de Urrejola le acordó Carlos III una pensión vitalicia.
A los diez años José Benjamín va a Buenos Aires con su familia, para radicarse allí: nunca volverá a Santiago del Estero. Pero representará a su suelo natal como diputado nacional y como convencional constituyente.
Su familia tuvo que radicarse en Buenos Aires porque su padre fue Tesorero de la Provincia durante los gobiernos de Alcorta y Deheza, y, tras el retorno de Ibarra al poder, en 1832, su situación fue incómoda, a lo que se agregaba su parentesco con los Frías, enemigos de Ibarra. El patricio decide dedicarse a la atención de su estancia en Silípica, pero a pesar del alejamiento de los negocios públicos, se imaginó a Don Pedro Pablo confabulado en una conspiración contra el gobierno y se lo mandó prender, sentenciado a destierro perpetuo y multa. Pagó ésta y cuando se dirigían a Buenos Aires murió el jefe de familia habiendo recorrido tan sólo nueve leguas. (Su bisnieto, Marcelo Lynch Gorostiaga, afirma que no murió en dicho viaje, sino en esta ciudad y en prisión por orden de Ibarra). Su desconsolada familia, luego de unos meses, volvió a dirigirse a Buenos Aires.
Durante los primeros años, madre e hijos vivieron en el pueblo de Ayacucho (ubicado al oeste de la provincia y al que los vinculaban lazos familiares con su fundador). Luego se radicaron en la ciudad de Buenos Aires, para que los hijos iniciaran o prosiguieran sus estudios escolares. Blanca Lorenzo de Noriega -la principal biógrafa de Gorostiaga en nuestro medio-,  nos informa en una de sus documentadas publicaciones, que cuando José Benjamín tenía 14 años, el núcleo familiar fue a vivir en una pensión de la calle San Martín, quedando en la estancia de Ayacucho los dos hijos mayores, Domingo Ignacio y Justo Pastor, dedicados a la actividad ganadera.
A los 15 años José Benjamín fue inscripto en el colegio regenteado por la Compañía de Jesús, a cargo de los padres jesuitas Parés y Magendie. Fue allí un estudiante muy destacado. En ese mismo colegio estudiaron: Sáenz Peña, Costa, Escalada, Irigoyen, los Anchorena… En 1841, al expulsar Rosas a los jesuitas, el colegio pasó a llamarse “Colegio Republicano Federal” y en el mismo enseñó Filosofía su  destacado ex alumno.
En 1840 terminó Gorostiaga sus estudios preparatorios, e inició su carrera de Leyes en la Universidad de Buenos Aires. También allí fue un estudiante destacado. Se doctoró en Derecho el 10 de abril de 1844. Su tesis versó sobre “Derechos hereditarios de los ascendientes legítimos”. Su padrino de tesis fue don Manuel de Irigoyen.
Ingresó como practicante en la Academia Teórico-Práctica de Jurisprudencia, desempeñándose luego en el Estudio del Dr. Baldomero García. En 1846 el Tribunal de Justicia le expidió su título de abogado.
Entre sus papeles, se encuentra esta anotación: “1846. Me recibí de Abogado y empecé a trabajar con éxito”. Tenía 23 años y era uno de los jóvenes más prometedores de su generación.
Su vida pública comenzó al día siguiente de la batalla de Caseros. Hasta entonces se había limitado a ejercer su profesión de abogado y colaborar en la “Gaceta Mercantil”.
Urquiza -buen catador de talentos- lo designó asesor de gobierno y auditor de guerra y marina.
Víctor Gálvez (seudónimo del  historiador Vicente Quesada), en su libro “Memorias de un viejo”, nos recuerda su aspecto físico: “Tenía la barba negra, el cabello ensortijado y compacto, el ojo de mirada ardiente y expresiva, rasgos muy acentuados en su fisonomía que le daba el aspecto de un hombre resuelto; su voz clara y sonora era notable, y como orador gozó de fama. Era afable, pero algo grave; su carácter natural es áspero y tal vez altivo. Es hijo de sus obras; su fortuna y su fama se la debe a sí mismo. Ha tenido reputación de abogado capaz y fue un estudiante famoso desde el colegio de los jesuitas. El Gral. Urquiza le dispensaba gran consideración...gustábale el ambiente apacible del hogar”.
La deferencia del Gral. Urquiza hacia su persona  se evidencia no sólo en las designaciones con que lo distinguiera, sino también en su famoso brindis: “Por los ilustres compatriotas cuyos consejos no me abandonaron en difíciles momentos y a los cuales es debido, tal vez, el triunfo de nuestras instituciones: por los Dres. del Carril y Gorostiaga”.


En  el Soberano Congreso General Constituyente

Caído Rosas en la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852, Urquiza -el general vencedor- tenía una verdadera obsesión por que se dictara cuanto antes una constitución nacional, con lo que estas provincias dejarían de constituir una Confederación (con el consiguiente derecho a secesión), para pasar a ser un Estado federal (esto es, una unión indestructible de estados indestructibles).
En 1852 gobernaba la provincia de Santiago del Estero don Manuel Taboada, quien concurrió a la reunión de gobernadores en San Nicolás de los Arroyos.
En dicho Acuerdo se decidió que al Soberano Congreso Gral. Constituyente, que se reuniría en la ciudad de Santa Fe, acudirían dos diputados por cada una de las catorce provincias entonces existentes, autorizados para decidir por sí mismos sobre los temas que se plantearan en la redacción de nuestra ley suprema.
Tan alta responsabilidad recayó sobre el joven abogado, a la temprana edad de 29 años, cuando era ministro de Hacienda de la provincia de Buenos Aires, nombrado por Vicente López,  gobernador interino de esa provincia.
El otro diputado por Santiago del Estero fue el presbítero Benjamín Lavaysse, también santiagueño de nacimiento, quien a la sazón estaba a cargo del curato de Tulumba (Córdoba). El Padre Lavaysse se había graduado de doctor en la Universidad Mayor de San Carlos, actual Universidad de Córdoba, y en esa Universidad enseñó Filosofía y Derecho. Siendo sacerdote católico, sostuvo el derecho a la libertad de cultos. Murió de una apoplejía, el 7 de de enero de 1854,  en el trayecto de Salta a Jujuy, a los 31 años. Cabe acotar aquí que los progenitores de ambos constituyentes -don Pedro Pablo Gorostiaga y el general José D´Auxion Lavaysse- fueron firmantes del Acta de la Autonomía de Santiago del Estero, en 1820.
Como nota curiosa,  puede apuntarse aquí que en ese año de 1852, no existía en la provincia de Santiago del Estero ningún abogado.
 En la redacción de nuestra Constitución Nacional en 1853, en Sante Fe (la misma que, con reformas, aún nos rige), fue Gorostiaga el principal redactor y el miembro informante de la Comisión de Negocios Constitucionales.
Su papel en el Congreso fue descollante, interviniendo en los debates en más de cuarenta oportunidades.
De su papel como convencional constituyente  dijo Paul Groussac: “...desde el principio al fin domina Gorostiaga la situación parlamentaria. Si fuera lícito admitir que tenga un autor la constitución federal que rige la república, deberá aparecer como tal Gorostiaga y no Alberdi”. Nada más lejos de la modestia que caracterizaba a Gorostiaga, estas rivalidades creadas por los historiadores y que no existieron durante la vida de los protagonistas (por el contrario, fueron amigos y se admiraron mutuamente). Al respecto, Gorostiaga se limitaba a decir: “Nuestra Constitución ha sido vaciada en el molde de la de Estados Unidos”.
Desde la Navidad de 1852 hasta fin de enero de 1853, el joven Gorostiaga no participó de los agasajos con los que eran obsequiados los constituyentes y, encerrado en su habitación en los altos de la alfajorería de Merengo, de Hermenegildo Zuviría, en completa soledad, realiza la ímproba tarea de dar forma al contenido de los debates y redactar el texto constitucional. Ese mes del estío santafecino, pese a las temperaturas superiores a los 40° y el clima húmedo, fue de un rendimiento extraordinario para nuestro jurista, y para la labor constituyente.
Dice el destacado constitucionalista Jorge Reynaldo Vanossi: ¿Dónde consta la obra constitucional de Gorostiaga? Surge del “Anteproyecto”, que es un testimonio irrefutable de su autoría. Son los borradores del esbozo de Gorostiaga, redactado de su puño y letra, que abarcan prácticamente la totalidad de la “parte orgánica” de la Constitución y el “Preámbulo” de la misma. Allí están casi intactos los artículos correspondientes al texto actual en los capítulos referentes a: facultades del Congreso, formación y sanción de las leyes, Poder Ejecutivo, Poder Judicial, y gobiernos de provincia. También son incuestionables las fuentes de su redacción en esas partes: el Proyecto de Alberdi, la Constitución argentina de 1826, la Constitución norteamericana de Filadelfia (1787), y los comentarios de “El Federalista” de Hamilton, Madison y Jay. Tanto Gutiérrez como Gorostiaga conocían el idioma inglés, que el último de ellos utilizaría después para la correlación de las Sentencias de la Suprema Corte norteamericana con la jurisprudencia constitucional argentina de nuestro máximo tribunal”.
El Congreso no  llevó un diario de sesiones, sino sólo extractos de las mismas, volcados en el libro de actas. No obstante ello, ninguna duda cabe de que fue Gorostiaga quien tuvo en él el papel más importante, sumado a ello esa tan valiosa redacción final a que hemos hecho referencia. Cabe acotar que, además, era un buen orador.
Y el segundo convencional en importancia fue su amigo Juan María Gutiérrez, quien trabajó sobre todo en la parte dogmática de la Constitución (en la que están Declaraciones, Derechos y Garantías). Gutiérrez llevó al seno del Congreso el ideario de Alberdi sobre tan importantes temas, con quien se carteaba con frecuencia.
Terminada la tarea del Congreso constituyente, Urquiza lo designó ministro de Hacienda, en su gobierno provisorio.
Instaladas ya las autoridades nacionales -Urquiza presidente y Del Carril vicepresidente-Gorostiaga resultó electo diputado nacional al Congreso Federal por su provincia natal, pero en 1854 fue comisionado para la unificación de las monedas con las provincias. También fue ministro plenipotenciario en la celebración de los tratados sobre la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Urquiza lo designó ministro del Interior de la Confederación.
Pero Gorostiaga, en octubre de 1854, abandona el gobierno de la Confederación y vuelve a radicarse en Buenos Aires, donde retomará con éxito el ejercicio de su profesión de abogado.
Las causas de su alejamiento del gobierno de la Confederación, nunca fueron aclaradas. Víctor Gálvez lo supone atraído por la fascinación de la gran ciudad. También se especuló con desinteligencias con el ministro de Justicia, Santiago Derqui, quien sucedería a Urquiza en la presidencia de la Confederación. Algún biógrafo atribuyó su renuncia a no haber querido convalidar, al frente del ministerio del Interior, la invasión del General Gerónimo Costa a Buenos Aires (esta última hipótesis es errónea, ya que este hecho ocurrió dos años después, en 1856).
En Buenos Aires, lo tomarán los acontecimientos de 1859: el triunfo de Urquiza en la batalla de Cepeda y su consecuencia, el Pacto de San José de Flores, que darán origen a la primera reforma de nuestra carta magna, en 1860, lográndose así la reincorporación de la provincia de Buenos Aires al seno de la Confederación.
Y Gorostiaga fue constituyente en esa primera reforma de nuestra Constitución. Lo hizo también por Santiago del Estero, en compañía de Antonino Taboada, Modestino Pizarro y Luciano Gorostiaga.
 En la siguiente reforma, 1866, otra vez fue convencional, pero no pudo asistir debido a una enfermedad.
Y, experto constitucionalista, en 1870 fue convencional constituyente en la reforma de la Constitución de la provincia de Buenos Aires.
En 1872 ocupó fugazmente la cátedra universitaria en la misma Facultad en la que se había graduado. También fue designado “Académico Honorario” de esa Facultad de Derecho, máximo honor que dispensa dicha Facultad, compartido con Estrada, Tejedor, Mitre, Rawson y Vicente F. López, distinción que recién acepta en 1885, para que no interfiriera con su labor en la Corte Suprema (En 1877 había rechazado la designación de académico, basado en ese escrúpulo).
En 1883 es elegido senador nacional por la Legislatura de su provincia natal, pero esta vez decide continuar en la Corte, por lo que no aceptó la designación.


En la Corte Suprema de Justicia de la Nación

En 1865, cuando tenía 42 años, Mitre lo designó juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el más alto cargo al que puede aspirar un jurista. Reemplazó a Valentín Alsina, que nunca se incorporó, por lo que la Corte de 1862 a 1865 funcionó con cuatro miembros, Salvador Del Carril, Francisco de las Carreras, José Barros Pazos y Francisco Delgado.
 En 1868, contrariando su gusto, dejó su sitial para ser ministro de Hacienda de Sarmiento. Renunció en octubre de 1871, y fue designado miembro de la comisión encargada de reformar el Banco de la provincia de Buenos Aires, durante el gobierno de Carlos Casares.
En ese mismo año retornó a la Corte Suprema nacional, designado también por Sarmiento. Permaneció en nuestro más alto Tribunal hasta su jubilación en 1887, y fue, sin discusión, el miembro más esclarecido de la Corte que le tocó integrar, y de la que fue presidente durante diez años (de 1877 a 1887).
También en la cabeza del Poder Judicial de la Nación, su papel fue descollante. Julio Oyhanarte (dos veces ministro de la Corte), en un interesante artículo periodístico, ha dicho que  la primera etapa de la Corte, a la que llama de “afianzamiento constitucional”, tiene el liderazgo indiscutido de Gorostiaga.
Se trataba de una Corte que aún no tenía precedentes propios, por lo que con frecuencia debía acudir a los de la Corte Suprema de Estados Unidos, atento a la semejanza de los textos constitucionales. Con la labor de Gorostiaga como ministro de la Corte nacional, sucede como con su labor como convencional constituyente: es necesario inferir su participación. En efecto, los votos emitidos en forma impersonal -salvo caso de disidencias o del agregado de otros fundamentos- no permite individualizarlos, ya que una vez llegado el acuerdo, eran firmados por orden de antigüedad de los ministros.
Empero, Vanossi hace un pormenorizado estudio de los votos, identificando la autoría de Gorostiaga en muchos de ellos, sobre todo a partir de las ideas que defendiera en el seno de la convención constituyente de Santa Fe, Constitución de la que la Corte es, no sólo su intérprete, sino su último intérprete (recordemos que nuestro control de constitucionalidad, semejante al de Estados Unidos, es “judicial” y “difuso” (está a cargo de todos los jueces), pero la Corte tiene la augusta atribución de ser su intérprete definitivo.
Así, en materia de temas de tanta trascendencia como: Derecho de la revolución, privilegios parlamentarios, valor de los actos públicos provinciales, expropiaciones, Poder de policía, principio de legalidad, supremacía del derecho federal, independencia de la justicia provincial y de la justicia nacional, competencia de la justicia federal, extensión del Poder Judicial y límites del control a su cargo, separación de poderes: independencia del Legislativo y Judicial, facultades privativas de los poderes políticos: el juicio de las elecciones, la “cláusula comercial” de la Constitución y sus normas afines, libertad de prensa: delitos de imprenta y su jurisdicción, efectos de las leyes: principio de la irretroactividad, retroactividad: leyes procesales y normas de competencia jurisdiccional, igualdad ante la ley, fueros personales y fueros reales o de causa, invocaciones a la equidad y a la justicia, limitaciones a los derechos individuales, defensa en juicio, las provincias en juicio (diferencias con la Constitución de Estados Unidos), demandas contra la Nación (el Estado nacional en juicio), autonomía de las provincias (principio de no intervención del gobierno federal), poderes militares y de guerra, Estado de sitio, Derecho Internacional y soberanía, nacionalidad y ciudadanía, responsabilidad de los funcionarios públicos, libertad de sufragio, límites provinciales y arbitraje, derecho de Patronato, Procurador General de la Nación, cuestiones procesales, límites de los poderes municipales, prerrogativas e inmunidades de los legisladores, y Banco Nacional.
Con la opinión de Gorostiaga vertida en sus enjundiosos votos, comienza a formarse la “doctrina de la Corte”, que origina la jurisprudencia constitucional. Aparecen los primeros “leading case” (la primera vez que la Corte se pronuncia sobre determinado asunto); Fallos éstos que, por su enorme peso moral, inciden decisivamente en futuros fallos de los tribunales nacionales y provinciales, e incluso convencen a veces al Congreso de la conveniencia de ajustar la legislación a esa interpretación.
En 1885 aceptó, como un sacrificio, la candidatura a Presidente de la Nación por la Unión Católica. Ya presidente Juárez Celman, rechaza el ofrecimiento de éste para integrar su gabinete.
Sus únicos viajes fueron: el viaje de Santiago del Estero a Buenos Aires siendo niño, el de Buenos Aires a Santa Fe con Urquiza a bordo del Countess of Landsdale, de Santa Fe a Paraná, y, ya en sus últimos años, sus periódicos traslados a su campo de San Bernardo, en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires.
Cuando la crisis de 1880 por la “Cuestión Capital de la República”, Gorostiaga intenta evitar el derramamiento de sangre e invita a una reunión en su casa de calle Piedras nº 48, a la que asisten Alberdi, Mitre, Sarmiento, su pariente Félix Frías, y otras personalidades; pero no pueden evitar los encuentros armados de Barracas y Puente Alsina.
Casó en 1871 con doña Luisa Molina, (fue necesario que les dispensaran la consanguinidad, ya que los contrayentes eran primos, por el lado de los Frías), con quien tuvo una hija, María Luisa, casada con Belisario Lynch, de donde provienen los Lynch Gorostiaga.  Murió José Benjamín Gorostiaga el 3 de octubre de 1891 a las dos de la tarde, a los sesenta y nueve años, por un “...proceso de arterioesclerosis”; recibió los auxilios religiosos de monseñor Antonio Rasore. Vivía en la entonces calle Cangallo nº 653 de Buenos Aires. Con un emotivo discurso, despidió sus restos -entre otras personalidades- el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Dr. Benjamín Victorica,  quien lo había sucedido en el cargo.  El ejército le rindió honores.
A guisa de colofón, debemos agregar que la provincia de Santiago del Estero ha sido ingrata con su hijo, quizás el más eminente. Pese a algunos reconocimientos oficiales, ha faltado empeño en difundir su figura en las escuelas y en los claustros universitarios. Idéntico reproche puede hacerse al gobierno nacional, si bien en su “pago chico” el hecho es más criticable.
Hacemos votos para que los abogados de nuestra provincia tomen ejemplo de la labor sabia y tesonera de este jurista ejemplar.  





viernes, 7 de enero de 2011

EL ORDEN Y LA MEMORIA EN UNA LIBRERÍA PORTEÑA DE 1829: EL CATÁLOGO DE LA LIBRERÍA DUPORTAIL HERMANOS

                                                                         






Marcos Sastre.


  Por Alejandro E. Parada


1. Introducción


Es muy poco, lamentablemente, lo que se conoce sobre las prácticas de la lectura en la Argentina de la primera mitad del siglo XIX. Si bien existen contribuciones recientes y documentadas que abordan esta temática en nuestro país, tanto directa como indirectamente, estas aproximaciones están muy lejos de brindar un panorama detallado y coherente de los usos de la cultura impresa (Rípodas Ardanaz, 1977-78; 1989; 1992: 36-44; 1994; 1999; Parada, 1998a; 1998b; 2000; Vera de Flachs, 2000; Di Stefano, 2001).
Aunque los aportes argentinos tuvieron un papel de liderazgo en el estudio de las bibliotecas particulares durante el período hispánico, este activo rol se fue diluyendo con los años ante el advenimiento de nuevas concepciones historiográficas (Furlong, 1944; Torre Revello, 1940 y 1965; Luque Colombres, 1945; Cutolo, 1955). Recientemente, la historia del libro y de las bibliotecas amplió sus campos hacia una nueva y apasionante vertiente: la historia de la lectura y sus diversas representaciones.
El lector y sus modos de apropiación del texto han alcanzado una relevancia similar (y a veces superior) al mismo autor. Por otra parte, se fueron dejando de lado los estudios cuantitativos y estadísticos, basados en inventarios de bibliotecas, en listados de escribanías y en los diversos grados de alfabetización. El discurso interpretativo, fundado en las prácticas textuales e impresas, ha tenido una amplia y decisiva aceptación (Chartier, 1991; 1993; 1995; 1996a; 1996b; 1999; Darton, 1998 [1984]; Mangel, 1999 [1996]; Guizburg, 1999 [1976];  McKenzie, 1991 [1985]; Bouza Álvarez, 1997; Cavallo y Chartier,           1998).
 No obstante, son muchas las dificultades que presenta esta clase de estudios. Entre ellas, y dejando a un lado el peligro de caer en un marcado relativismo cultural, la más conflictiva es la falta de documentos que registren las prácticas de los lectores en el pasado. Esta ausencia se torna dramática en nuestra historia, pues es un tema prácticamente no explotado.
Los catálogos de las librerías, entre otras fuentes primarias, constituyen un tipo de registro que raramente permiten un acceso cualitativo pues, por sus características formales pertenecen al ámbito cuantitativo. De este modo, casi siempre participan de los modelos de análisis estadístico (cantidad de títulos registrados, número y nacionalidad de los autores, títulos y autores citados con mayor frecuencia, porcentaje de materias, presencia de determinadas lenguas, etc.).        
Pero en contadas ocasiones, cuando los ejemplares existentes han sido "señalados" por sus antiguos propietarios, es posible realizar una modesta aproximación a las posibles prácticas de la lectura en una época determinada. En estos casos es fundamental la presencia de "marcas de desiderata" de los lectores al tildar los asientos, o al subrayar los títulos, o al dejar su impronta manuscrita en los márgenes del catálogo, entre otros ejemplos.
Son escasas las veces en que un ejemplar con estas características pueda llegar hasta nuestros días. Esto se debe, entre varias razones, a su corta tirada editorial y, fundamentalmente, porque se trata de impresos efímeros, destinados a una consulta de circunstancias y de rápido descarte. Su conservación depende de los azares del destino, de las responsabilidades de un bibliógrafo, de los cuidados de un bibliófilo, o de su ingreso en una biblioteca. La "efimeridad", pues, es el rasgo saliente de los catálogos impresos por una pequeña librería, situación que se incrementa cuando se trata de un modesto comercio en una remota geografía como lo era entonces la       Argentina.
Si
n embargo, muchos de estos impresos aún se hallan dispersos en distintos repositorios. Recientemente ha sido localizado uno de ellos en la Biblioteca Nacional de la República Argentina: el Catálogo de la Librería de Duportail Hermanos.  [1]
El objetivo de la presente contribución consiste en analizar dicho catálogo desde distintas perspectivas. En primera instancia, es oportuno señalar que no se pretende realizar un estudio de los posibles usos de lectura que del mismo se puedan inferir, ya que un documento de este tipo consiste en un simple listado de títulos, donde los usos de los libros brillan por su ausencia.
Se trata de divulgar un impreso desconocido hasta la fecha y de esbozar, en líneas muy generales, un acercamiento, relativamente expositivo, de las obras mencionadas. El intento abarca, además, el discurso histórico de la trayectoria de la Librería de Duportail.      
No obstante estas peculiaridades fuertemente cuantitativas, el folleto hallado presenta un rasgo especial que permite un relativo acercamiento a los diversos modos de apropiación de un impreso: el ejemplar, en varios de sus asientos, está tildado por las apetencias de un lector.
El trabajo concluye con la identificación de los asientos bibliográficos, con la intención de reconstruir, aunque sea parcialmente, el orden y la memoria de las obras que estaban a disposición del público porteño de ese entonces.

2. La Librería de Duportail Hermanos


Hasta la fecha son escuetos los datos que se tienen de la Librería de Duportail Hermanos. Sin embargo, es posible delinear, sumariamente, su origen y trayectoria a través de varias fuentes.      
Si bien se trataba de un comercio modesto su actividad debió de adquirir cierto vuelo, pues el negocio fue mencionado por el viajero Arsène Isabelle, rico en informaciones y juicios equilibrados, sin contar, además, que el atractivo bibliográfico de su elenco motivó la adquisición de la totalidad de la librería por Marcos Sastre en 1836.    
Aunque en varias oportunidades la firma aparece mencionada con el nombre de "Duportail Hermanos", el principal propietario fue Teófilo Duportail. Este joven comerciante, de origen francés, llegó a Buenos Aires durante la gestión de Bernardino Rivadavia (Cutolo, 1969). Poco después de su arribo se vinculó al comercio librero de la ciudad al comprar la librería que perteneciera a Pedro Osandavaras.          
También se relacionó con la importante colonia francesa radicada en la ciudad, participando, probablemente, en varios de los eventos de dicha comunidad, tales como el importante acto que realizaron los residentes franceses en ocasión de "la inauguración de la bandera tricolor" en el Parque Argentino (Vauxhall), en octubre de 1830 (The British Packet, 1976: 333). Además, el espíritu progresista y emprendedor de estos hermanos se manifestó en otros sectores de la vida ciudadana. Pues gracias a otra noticia de Isabelle sabemos que uno de ellos se afincó en la Boca: "Un francés -sostiene el cronista- el señor Duportail, ha hecho construir allí la única casa de ladrillos que se destaca, y se ha encargado, con la autorización del gobierno, de hacer una calzada por cuenta propia, que, si tiene éxito, facilitará mucho los transportes y comunicaciones de la ciudad" (Isabelle, 1943: 141).         
Pero interesa reconstruir particularmente la adquisición de la librería de Osandavaras, ya que demuestra la versatilidad económica de este tipo de negocios y los frecuentes cambios de dueños. El comercio librero se presenta, de este modo, como un establecimiento mudable y, al parecer, con ganancias desparejas.

2.1 La dinámica del cambio de un negocio librero: de la librería de Osandavaras a la de Duportail.


Gracias a los avisos publicados en La Gaceta Mercantil (que ya se han estudiado en otra oportunidad) es posible reconstruir, con cierto detalle, la evolución histórica de la Librería de Osandavaras hasta su adquisición por Pedro Gómez de Castro y Teófilo Duportail. Si bien las librerías no eran abundantes, el incremento paulatino pero sostenido de la actividad comercial de Buenos Aires generó una amplia gama de negociantes y consignatarios que sentaron las bases de un significativo intercambio de libros (Parada, 1998b: 20-23).  
Pedro Osandavaras fue un comerciante con una importante actividad durante el primer lustro de la década del veinte. Aunque su local compartió las características habituales de las librerías de ese entonces (la venta, además de impresos, de una variada gama de artículos personales) se destacó, principalmente, por haber ofrecido una gran cantidad de títulos.
Su tienda se estableció hacia 1821 y funcionó hasta el año 1825, fecha en la cual aparece Jaime Marcet como propietario del inmueble. Su ubicación exacta es de difícil identificación, ya que aparece citado por los anuncios en la «calle traviesa entre el Colegio y San Francisco», en «Potosí 32» y en «la calle San Francisco». Al parecer, en 1824 o 1825, se trasladó a las actuales Alsina y Bolívar, es decir, al solar con mayor tradición en la venta de libros de Buenos Aires, donde se encontraría la conocida librería del Colegio, la de las Naciones y, actualmente, la Librería de Avila (Sabor Riera, 1974, 1: 82-83; Arrieta, 1955:    52-53).
Pero la documentación más interesante con respecto a esta librería se encuentra vinculada con los distintos dueños que siguieron a Pedro Osandavaras. Estos propietarios brindan nuevos datos para identificar aquellas librerías que por su discontinuidad o por su vida efímera no se encuentran citadas en las fuentes de la época.
Poco después del fallecimiento de Osandavaras, su ex dependiente, Jaime Marcet, le sucedió como nuevo dueño del establecimiento (marzo de 1825). En mayo de ese año se trasladó a calle Potosí No. 28 que, sumado a la locación de Potosí No. 61, constituyeron sus dos locales de venta.
El 9 de mayo de 1827, Antonio Gómez de Castro (en sociedad con Joaquín Viñales) notificó al público la  compra de dichos comercios. Resulta complejo determinar la duración esta nueva empresa. Es probable que haya subsistido hasta comienzos de 1828, pues en esa fecha Antonio Gómez de Castro se asoció con Teófilo Duportail, formando de este modo una nueva firma comercial, conocida con el nombre de Librería de Castro y Duportail (Parada, 1998b:            22).
En cuanto a los cambios de domicilio, se observa que las librerías, al igual que muchos negocios de la época, se mudaban constantemente, lo cual torna muy azaroso el rastreo de las mismas. Sin embargo, parece que Castro y Viñales se trasladaron de Potosí No. 28 al No. 38 de la misma calle, reteniendo también el local de Potosí No. 61. Estos lugares permanecieron sin cambios sustanciales durante los primeros meses de la sociedad formada por Castro y Duportail, sin embargo, a fines de agosto de 1828, ambos informaron su mudanza a Potosí No. 46. 
Tras pocos meses de labor la firma sufrió un nuevo cambio. En efecto, gracias a un aviso publicado por Castro sabemos que vendió su parte a Duportail, quedando éste último como único dueño. El anuncio en cuestión data de septiembre de 1828:
«El ciudadano Antonio Gómez de Castro hace saber haber vendido a D. Teófilo Duportail la parte que le correspondía en [l]as dos tiendas por de Osandavaras, situadas entre el Colegio y San Francisco, las que estaban en sociedad entre ambos vendedor y comprador.» (Parada, 1998b: 22-23).

2.2 Las librerías de la época y el nuevo horizonte cultural


La actividad que llevó a cabo Teófilo Duportail no difirió, en lo sustancial, del comercio librero de ese entonces. Cuando abrió el nuevo local, en septiembre de 1828, la ciudad de Buenos Aires contaba con varias librerías e imprentas.
Para el año 1829 el conocido "Almanaque"de Blondel mencionaba, además de Duportail (Potosí 46), a las librerías de la Independencia (Perú 60), de Juan Ezeiza (Potosí 57), de Rafael Minvielle (Potosí 39) y de Luis Laty (Chacabuco 12) (Blondel, 1829: 74). En 1830 ascendían a cinco los comercios de esta clase: Duportail hermanos, Juan Ezeiza, Gustavo Halbach (Universidad 39), José Ocantos (Potosí 39), y la Librería de la Independencia (Blondel, 1830: 120).          
Hacia 1833, a las tiendas ya mencionadas se agregaron las librerías de José Lecerf (Perú 60), Gustavo Salbachi (Universidad 54) y Steadman (Cangallo 92) (Blondel, 1833). Pocos años después, durante el año de 1836, fecha de cierre del comercio de Duportail, el número de firmas había ascendido significativamente. Las más importantes eran la Librería Nueva (Cangallo 82), Mompié e Isac (Reconquista 72), Steadman (Catedral 30), Ruperto Martínez (Potosí 39), Pedro Lecerf (Perú 60), Marcos Sastre (Reconquista 79), Antonio Marchi (Belgrano 230), de Antonio Ortiz (Potosí 51 ½), la Librería de la Plaza de las Artes (Cangallo 222), la Argentina (Victoria 136) y la Librería de la Independencia (calle de los Representantes 60) (Blondel, 1836; El salón literario, 1958: 17,  n.14).
La mayoría de estos establecimientos, en mayor o menor medida, utilizaron los avisos periodísticos para vender sus libros. Los anuncios eran publicados, principalmente, en La Gaceta Mercantil, Diario de la tardey The British Packet, entre otros periódicos. Es habitual, pues, hallar todo tipo de documentos en los diarios, tales como rifas, suscripciones a ediciones de impresos, demandas por libros perdidos o robados, títulos pedidos, ofrecimientos de encuadernadores y traductores, rebuscas de obras antiguas, ventas de libros como papel para envolver, etc. A lo que debe agregarse, además, un fenómeno típico de las décadas del veinte y del treinta (aunque también esta situación se presentó durante el período hispánico): la extraordinaria proliferación de los "lugares de venta ocasionales de libros" (mercerías, tiendas, pulperías, etc.), en las cuales los impresos se mezclaban con todo tipo de mercaderías e          insumos.
El comercio del libro, es importante señalarlo, no sólo se limitaba a esa clase de negocios. En cierta medida, los textos circulaban "dentro y fuera" de las librerías, en una especie de concierto coral impreso, en donde las prácticas y usos de los lectores ya poseían una intrincada y sutil complejidad. Debe recordarse, además, que la mayoría de las librerías aún no eran negocios especializados en la venta exclusiva de libros, por lo tanto, la circulación "informal" era muy activa.        
La Librería de Duportail se desarrolló en este medio que oscilaba entre la competencia de múltiples lugares de venta de libros y, paradójicamente, la carencia de negocios dedicados a su comercio prioritario. No obstante, las librerías tuvieron un apoyo adicional con el desplazamiento del Clasicismo y el arrollador advenimiento del Romanticismo. La irrupción de la novela, como un fenómeno social a nivel mundial, las sostuvo y las impulsó dentro del comercio de Buenos Aires.         
El nuevo horizonte cultural ya ha sido retratado en varias oportunidades y, a veces, con interpretaciones disímiles. (Gras, 1949 y 1951; Arrieta, 1955; Buonocore, 1969; El salón literario, 1958; Sabor Riera, 1974; Verdevoye, 1994).Vicente Fidel López, en unas páginas muy divulgadas, dio su testimonio sobre esta nueva efervescencia (1896). Félix Weinberg, quien ha estudiado la época con mayor profundidad, sostiene: "La insuficiencia en la enseñanza y la comprensible curiosidad por indagar en el mundo extrauniversitario les llevó [a los jóvenes de la elite porteña], a través de los libros de procedencia europea, a embarcarse en una aventura intelectual de insospechadas consecuencias. Desde 1830, coincidentemente con la repercusión de las jornadas revolucionarias parisinas de julio, comenzaron a multiplicarse en los escaparates de las librerías porteñas centenares de volúmenes...." (El salón literario, 1958: 16).

2.3 El "Gabinete de lectura".


Ante esta situación propicia para el desarrollo del libro el establecimiento de Teófilo Duportail optó por dos respuestas de fuerte presencia comercial: la inauguración de un gabinete de lectura y la edición de un catálogo.
Resulta complejo señalar cuál fue el mejor momento de esta importante librería, cuya existencia se extendió durante ocho años, de septiembre1828 a noviembre 1836, es decir, una duración nada menor para la rápida fagocitación comercial de ese entonces. Es muy posible, sin embargo, que su momento de impulso se haya centrado entre 1829 y 1832, aunque luego de ese interregno continuó desarrollando sus actividades, debido a la importancia de sus fondos y a la aceptación que supo ganarse por parte de sus usuarios.
Si bien es poco lo que se conoce de la trayectoria de esta  librería (es posible, en futuros estudios, hallar nuevas informaciones al compulsar la totalidad de los diarios editados en ese período) sabemos que Teófilo Duportail se asoció con su hermano en 1829, pues así figura en el "Almanaque" Blondel para el año 1830 y en la portada de la edición del Catálogo de 1829 (Blondel, 1830: 120).
Pero esta asociación de hermanos, al parecer, tuvo una vida limitada, pues ya en 1833 vuelve a mencionarse a Teófilo Duportail como el único propietario de la firma (Blondel, 1834: 70), quien aún continuaba en su primera ubicación de Potosí No. 46, aunque es posible que a mediados de 1836, poco antes del cierre definitivo, se haya mudado a Potosí No. 60 1/2 (El salón literario, 1958: 17,    n.14).
Una información de interés particular la brinda el "Almanaque" de Blondel para 1830, pues informa que en la Librería de los hermanos Duportail también funcionaba una "mercería", confirmando, como ya se ha mencionado, una de las características de los establecimientos libreros de ese período: la venta de impresos conjuntamente con otros artículos (Blondel, 1830: 72).
El viajero Arsène Isabelle, que estuvo en el Río de la Plata entre 1830 y 1834, nos suministra un dato de gran interés al afirmar (había arribado a Buenos Aires en mayo de 1830) que en la ciudad, además de seis librerías, funcionaba "un gabinete de lectura dirigido por los señores Duportail" (Isabelle, 1943: 145). La duración del mismo es de difícil identificación, aunque posiblemente funcionó entre 1830 y 1833 (acaso hasta 1834) (El salón literario, 1958: 17; Sabor Riera, 1974-75, 1: 90; Parada, 1998b: 20).
Este hecho es de particular importancia. Pues la mención de Isabelle presenta, como probabilidad muy cierta, la prioridad en el tiempo del gabinete de Duportail con respecto al que fundara Marcos Sastre el 23 de enero de 1835. Esta anterioridad, además, no sólo se fundamenta en los datos brindados por un viajero circunstancial, aunque detallista, confiable y veraz en sus opiniones. También se fortalece debido a la nacionalidad francesa del Teófilo Duportail.  
En ese entonces, entre 1815 y 1830, Francia vivió un auge extraordinario de los denominados "cabinets de lecture o cabinets littéraires". Un dato revelador de esta inusitada difusión se manifestó en París, ya que esta ciudad llegó a contar con 463 gabinetes de lectura. Por lo tanto, no es de extrañar que Duportail tuviera un conocimiento de primera mano acerca del éxito de estas "bibliotecas públicas rentadas" y que haya sido su propulsor en la ciudad de Buenos       Aires.
Además, la presencia de este tipo de iniciativas era promovida por la prensa porteña, tal como lo sostiene el autor del artículo "Colegio y Universidad", aparecido en El Clasificador ó El Nuevo Tribuno, del 27 de noviembre de 1830, al sostener que "no bastan estos establecimientos [se refiere a las instituciones que motivan el título de la reseña], por mejor dirigidos que estén, para ilustrar al pueblo. Es menester aumentar las escuelas, fomentar los liceos de los particulares, y establecer buenos gabinetes de lectura, dotados de las obras más clásicas de la literatura moderna".
Esta declaración manifiesta varios aspectos de interés. Los gabinetes de lectura, en primer término, eran considerados como elementos auxiliares de la educación y, por lo tanto, se convertían en animadores de las prácticas de lectura; en segunda instancia, el cronista determina y sugiere el canon bibliográfico de su acervo, pues deben incluir las obras "clásicas de la literatura     moderna".
¿En qué consistía un gabinete de estas características? Se trataba principalmente de "un establecimiento comercial en donde el público [podía] consultar o llevarse en préstamo libros [y] periódicos" (Trésor, 1975: 1105). Su estudio y clasificación son, por cierto, complejos, pues los hubo con diversas variantes. Estaban asociados, en general, a un librero y consistían en una dependencia contigua a la librería, en donde, mediante el pago de una cuota o suscripción, se podía acceder a la lectura de diarios y de obras que trataban de materias muy variadas. Muchos brindaban, además, el servicio rentado de una "biblioteca circulante" con préstamo a domicilio. Esta modalidad de "lectura por dinero" en un espacio público rápidamente se extendió por Europa en coincidencia con el auge del Romanticismo (Escolar, 1985: 413-414; Chartier, 1993: 152-156).
Además de estos aspectos prácticos y comerciales es importante detenerse en un punto capital: los gabinetes formaron parte de la "revolución de la lectura" que comenzó en la segunda mitad del siglo XVIII, conjuntamente con otros emprendimientos similares como los book-clubs, los Lesegesellschaften, las chambres de lecture, las circulating libraries, los Leihbibliotheken, etc. (Chartier, 1996b). 
No sabemos, pues hasta la fecha sólo se cuenta con la información de Isabelle, el papel y el grado de desarrollo del gabinete de lectura de los hermanos Duportail. Se desconocen, por otra parte, hechos fundamentales en relación con este establecimiento, tales como si tuvo una amplia colección de periódicos o, aún más importante, si prestó sus libros a domicilio.
Empero, es oportuno señalar la presencia de un antecedente similar al gabinete de Duportail: la Biblioteca Circulante de Enrique Hervé, ubicada en la calle Chacabuco No. 61. Ésta funcionó entre setiembre de 1826 y agosto de 1828, y adoptó el típico régimen europeo de préstamo de libros por intermedio de una módica suscripción (Parada, 1998b: 34-35).
A partir de esa fecha fueron varios los gabinetes de lectura y bibliotecas de préstamo que estuvieron activos. A modo de ejemplo ilustrativo citaremos los siguientes: la Union Library and Reading Room Buenos Aires (calle de la Piedad No. 75 ), fundada en 1832 (The British Packet, 1976: 384); la Buenos Ayres British Subscription Library, cuyos orígenes databan de la época de Rivadavia; el gabinete de lectura de Marcos Sastre, inaugurado el 23 de enero de 1835 (y la implementación, poco después, de una biblioteca de préstamo); y las bibliotecas circulantes de Mompié e Isac (abril 1837), de la Librería Nueva (agosto 1837) y de la librería de Ortiz (abril 1838) (El salón literario, 1958: 18, 39; Buonocore, 1969: 32).
Así pues, la ciudad de Buenos Aires tuvo un amplio y heterogéneo intercambio librero entre 1826 y 1838. No obstante, la novedad no está dada por la presencia de las librerías, pues éstas habían comenzado a proliferar a partir de 1820 y constituyeron una respuesta lógica a la masiva importación de libros que producía el comercio marítimo. La novedad se presentó con la aparición de las bibliotecas circulantes y de los gabinetes de lectura. Ambas modalidades, indudablemente, fueron implantes traídos de Europa por extranjeros que conocían el éxito de estos establecimientos, como los casos de Enrique Hervé y Teófilo Duportail. La nueva característica fue, entonces, la lectura rentada a través de la suscripción a una librería, ya sea en un gabinete público o en el ámbito intimista del hogar.
Por otra parte, casi la mitad de los libros mencionados estaban impresos en lengua francesa. Lo que permite conjeturar, dado el origen de sus propietarios y la importante colonia de comerciantes franceses, que los mismos estuvieran destinados a este sector, al menos en una parte significativa.
Investigaciones recientes, como el trabajo de Françoise Parent-Lardeur sobre los gabinetes de lectura parisinos entre 1815 y 1830, han señalado que estos locales proliferaron, especialmente, gracias a la participación activa de la pequeña y mediana burguesía. Existiría, pues, un vínculo de "proximidad" entre los intereses de la burguesía relacionada con el comercio y el nuevo tipo de lectura rentada que brindaban los gabinetes (Saby, 2000).
Pero además de la cita de Isabelle tenemos una información vital sobre la trayectoria de la Librería de Duportail Hermanos: la edición, en 1829, de su catálogo de venta de libros. Esta publicación, analizada más adelante, permite una mejor aproximación a los hábitos de lectura de la época.
El listado de los libros ofrecidos era de 508 títulos; es decir, se trataba, al parecer, de una librería pequeña, teniendo en cuenta que en esa época se anunció el remate, por la firma Lavalle y Macomme, de una biblioteca de 800 volúmenes (Bonome, 1963: 40). No obstante, existe la posibilidad que el catálogo, tal como ocurre actualmente, fuera una selección del fondo bibliográfico del     establecimiento.
La última noticia que tenemos de la librería Duportail es, precisamente, acerca de su final. Su mejor época ya había pasado cuando apareció Marcos Sastre en el horizonte librero porteño. La pujanza de la nueva Librería Argentina fue arrolladora. En noviembre de 1836 Sastre anunció la adquisición y fusión a su negocio de la Librería de Teófilo Duportail (El Salón Literario, 1958: 39). Así pues, luego de ocho años de trabajo, sus libros terminaron por engrosar el torbellino creador del Salón Literario.

3. El "Catálogo" de la librería Duportail Hermanos (1829)

3.1. Los catálogos y sus ámbitos


Varios repertorios de los siglos XVIII y XIX brindan una explicación del significado de la palabra 'catálogo'. Esteban Terreros y Pando define este concepto como "una lista y memoria que contiene muchos nombres propios de hombres, libros u otros objetos" (1787, 1: 380). Otra prestigiosa obra editada a comienzos del siglo XIX, el Diccionario de la lengua castellana, expresa que esta voz consiste en "la memoria, inventario o lista de personas o sucesos puestos en orden" (1823: 210).          
El vocablo 'catálogo' se encontraba identificado, en ese entonces y también en la actualidad, por dos unidades semánticas determinantes: "la memoria y el orden"(en nuestro caso, por la memoria y el orden de los impresos ceñidos al mundo de las librerías) (Chartier, 1996a).           
Pero los catálogos poseen una rica multiplicidad de significados (Jacob, 1996). Implican, en primera instancia, la memorización ideal de los impresos. Son, en cierto sentido, la presencia virtual de un conjunto de libros recordados, en un momento determinado, por la enunciación de sus autores y          títulos.
Los catálogos tienen la intencionalidad de gestar la "corporización" de los volúmenes mediante una lista o inventario. No obstante, esa fuerza evocadora también puede trascender a su época. De este modo, el catálogo de la Librería de los hermanos Duportail reconstruye, como una cápsula detenida en el tiempo y hoy recuperada, las existencias de sus propios anaqueles. Es decir, intenta dar sentido físico a los libros que estaban a disposición de los lectores porteños en 1829.         
Estos modestos impresos, producto de la labor de pequeñas librerías, se caracterizan por su capacidad de mutación y representación de la cultura impresa formal. Es importante señalar, además, su papel aún más trascendental: operan como mediadores entre el libro y el lector. En realidad, se manifiestan como elementos ilusorios (y evocadores) de lo que fueron, en una oportunidad, los libros ubicados en un comercio librero. Son, sin duda, una versión minimizada de un determinado plantel bibliográfico.
El catálogo de una librería (o de una biblioteca) desde una mirada extrema, llega a ser una parodia o una "maqueta" de lo que fue, precisamente, ese comercio. Es un paradigma con cierta dosis de alteración de la realidad; un modelo a escala ficcional del orden y la memoria de un elenco de libros.
Desde un ángulo más alentador, por otra parte, los catálogos tienen la aspiración de resumir, en pocas páginas o tomos, la totalidad de un fondo bibliográfico. Su aspiración última es, pues, gobernar y manipular esa totalidad escurridiza y caótica que es propia de la naturaleza tipográfica.
Los 508 títulos ofrecidos por Duportail juegan, como lo hace todo catálogo, con la utópica y nutritiva relación que se establece entre el macro y el microcosmos del universo textual. Poseen, entonces, la vocación de intentar rememorar y posicionar un conjunto de obras destinadas a la dispersión. Son enclaves de entropía positiva en medio de un mundo impreso condenado a la desaparición.
Empero, aún resta otro aspecto de interés. Estos humildes folletos (aunque a veces adquieran proporciones descomunales) tienen elementos que los vinculan, si bien pueden ser lazos débiles y opuestos, con el mundo de la lectura. Se transforman en listas abreviadas que constituyen el primer momento para "apropiarse físicamente del libro". Sin ellos, en muchas ocasiones, los lectores no accederían a las obras. En gran medida, no son más que el paso previo (o el umbral) de la lectura y sus prácticas para arribar, en una instancia posterior, a la complejidad de los ámbitos de la cultura impresa.

3.2 Antecedentes (Aportes para una breve historia de los catálogos de las librerías porteñas entre 1824 y 1829).


En 1829 la Imprenta Argentina, ubicada en la calle de Las Piedras No. 31, estampó en sus tórculos el Catálogo de la Librería de los Sres. Duportail Hermanos. El pequeño folleto tenía apenas diecinueve páginas y reproducía, con tipografía escueta, errática y caprichosa, los asientos de 508 libros en lengua española y         francesa.
Sin embargo, la aparición de un documento de estas características no era una novedad en la plaza porteña. La riqueza y variedad de la cultura impresa fue de tal importancia en ese período que aún resta un estudio sistemático y detallado de ese fenómeno entre 1820 y 1838.
Existen varias menciones sobre la presencia de catálogos anteriores al editado por Duportail Hermanos, aunque hasta la fecha, lamentablemente, no se conocen ejemplares que hayan llegado hasta la actualidad. Gracias a los avisos de la prensa periódica se han identificado, al menos, tres catálogos de venta de libros (Parada, 1998b: 20, 34-35).           
El primero en aparecer, durante esta década, fue el que ofreció el negociante Guillermo Dana, cuyo local estaba ubicado en la calle de la Reconquista No. 76. Este conocido comerciante, en una publicidad de marzo de 1824, informaba que estaba en condiciones de proveer "bibliotecas para uso particular [a]precios acomodados"; y a continuación agregaba que para su formación y selección de títulos estaba a disposición del público "un catálogo de libros" (La Gaceta Mercantil, no. 134, martes 16 marzo, 1824).
La segunda información sobre la existencia de un catálogo se debió al anuncio del retratista y librero Enrique Hervé. En efecto, en octubre de 1826 este inquieto personaje informó, a pocos días de inaugurar su Biblioteca Circulante, que "los catálogos impresos estarán listos para su consulta el miércoles a la mañana [18 de octubre] a un precio de 4 reales cada uno" (La Gaceta Mercantil, no. 882, sábado 14 de octubre de 1826). Lo que significa que fue un hecho su impresión y su difusión por un módico precio.
Esta mención, por otra parte, tiene un valor adicional: se trata de una pequeña publicación impresa en Buenos Aires y, por lo tanto, no queda duda de su edición nacional. (No se puede asegurar lo mismo en el caso de Guillermo Dana, pues acaso sus catálogos fueran de origen europeo).
El tercer testimonio consiste en otro aviso que también apareció en La Gaceta Mercantil, en diciembre de 1828. En esta ocasión el librero Luis Laty, ubicado en Chacabuco No. 12, anunció que se hallaban en venta en su local "las obras más importantes en los idiomas castellano y francés" y que para su elección estaba un "catálogo a disposición del público" (La Gaceta Mercantil, no. 1498, jueves 4 diciembre, 1828). En este caso tampoco sabemos si se trataba de una edición realizada en nuestro territorio, o en el extranjero, o si era un ejemplar único (manuscrito).
Lo realmente significativo de los ejemplos citados (Dana, Hervé y Laty) es que los habitantes de Buenos Aires, al menos un sector (¿culto?) no determinado, conocían y "manipulaban" diversos tipos de catálogos. Estos modestos impresos formaban, pues,  parte de los usos y de las prácticas de lectura de ese entonces.

3.3 El "Catalogo de Duportail Hermanos en su estructura interna. El horizonte estadístico: ¿la lectura sin lectores?



Las críticas a los estudios cuantitativos, en el marco de la nueva historia del libro iniciada por la escuela de los Annales, son muy conocidas y han sido ampliamente divulgadas por numerosos investigadores, tal como hemos visto en la introducción. Los datos estadísticos ocultan el calor de la vida, reducen a meras cifras notariales una colección de libros, transforman "la manipulación" de una biblioteca en la triste frialdad de un simple inventario post-mortem y, lo que aún es más dramático, solapan el uso de los libros.
Esta es la realidad: los títulos del Catálogo de la Librería de Duportail Hermanos ya nada dicen de dichos usos y de sus eventuales y fortuitos usuarios. En este contexto, pautado por la monótona enumeración de autores y títulos, las diversas representaciones de la lectura se convierten en simples y difusas     evocaciones.
No obstante, una vez que se ha tomado conciencia de estas limitaciones, es preciso reparar en algunas de las ventajas, aunque mínimas, de los estudios estadísticos (Chartier, 1993: 14-15). En primer término, constituyen la necesaria base técnica y matemática que ha hecho posible el fructífero desarrollo de los estudios cualitativos. En segunda instancia, ante la falta de documentos de primera mano que sirvan de base para analizar los modos de la lectura en la vida cotidiana, permiten reconstruir ciertas "tendencias provisionales" cuantitativas que se presentan en la difusión del universo impreso. Finalmente, gracias a su presencia y a su propia limitación historiográfica, han precipitado e impulsado el advenimiento de una historia de la lectura de índole más interpretativa y social.
Los cuadros estadísticos, pues, sólo deben verse como "marcadores preliminares", más próximos a las exigencias bibliométricas que a la historia de la cultura. Empero, es posible aproximarse cuantitativamente a un determinado elenco de libros para identificar dichos "marcadores", que luego serán confirmados o rechazados por los estudios cualitativos. Por otra parte, el enfoque ideal (o acaso utópico) de los estudios sobre las representaciones culturales subyace, sin duda, en la mirada sincrética y conciliadora de los acercamientos matemáticos e interpretativos.
Aunque el estudio cuantitativo del Catálogo de Duportail Hermanos implica la posibilidad de "una lectura sin lectores", se intentará esbozar el horizonte estadístico del mismo para determinar esas tendencias y, posteriormente, compararlas con otros datos similares de la época.
Para delimitar un primer acercamiento es posible considerar algunas variables de accesible medición, tomando en cuenta los 508 libros ofrecidos en venta. Los tópicos estudiados son los siguientes: autores citados con mayor frecuencia, nacionalidad de los escritores, lengua en la cual fueron escritas las obras y las principales divisiones temáticas. Estos items constituyen, con todas las limitaciones ya mencionadas, indicadores de real interés para identificar los gustos y las tendencias de las lecturas de los porteños de ese entonces.        
Los autores citados con mayor frecuencia y cuya aparición en el catálogo de Duportail registran cinco o más menciones fueron, en orden de importancia, los que se citan a continuación: Pierre Théophile Robert Dinocourt [341, 401, 415, 417, 430, 439, 441, 444, 445, 447, 451, 473], Jeremy Bentham [306/311, 343/346], Charles Paul de Kock [161, 167, 340, 375, 388, 416, 425, 440, 459, 472], Jacques Henri Bernardin de Saint-Pierre [196, 268, 367, 372, 373, 382, 475, 504, 505], Étienne Léon de Lamothe-Langon [366, 394, 396, 398, 423, 429, 448, 452, 471], Walter Scott [125, 126, 176, 197, 279, 283, 329, 431, 497], Dominique Dufour de Pradt [38, 80, 128, 137, 331, 361, 362, 363],  Karl Franz van der Velde [358, 405, 443, 462, 476, 500, 502, 503], Jean Jacques Rousseau [62, 91?, 95, 114, 200, 481], Voltaire [92, 113, 216, 253, 407, 482], Holbach, [31, 75, 107, 111, 237, 301], James Fenimore Cooper [406, 449, 454, 455, 458], Ducange (Victor Henri Joseph Brahain) [337, 338, 419, 421, 493], Louis Picard [371, 378, 403, 436, 457], y Charles Antoine Guillaume Pigault-Lebrun [6, 115, 210, 226, 233]. [2] Otro aspecto a tener en cuenta lo constituye la nacionalidad de los autores cuyas obras estaban en venta.
Tal como se observa, si bien el grueso de las ventas estaba definido por las obras en español, la librería de Duportail también tendía a cubrir las demandas de los residentes franceses de ese período. Además, sin duda, se nutría de aquellos sectores sociales nativos que leían en dicha lengua. El origen francés de los hermanos Duportail, definió, en gran medida, una parte importante de la orientación lingüística del fondo de comercio.
Por otra parte, el agrupamiento de los títulos bajo encabezamientos de materia permite esbozar un panorama provisional de las principales divisiones temáticas de las obras ofrecidas por el Catálogo al público lector de Buenos Aires durante el año 1829. Se han logrado identificar los temas de la mayoría de los libros, los que se encuentran representados por 522 encabezamientos (algunas obras, muy pocas, tratan de dos o más asuntos).
Con el objeto de enriquecer el cuadro anterior, es importante señalar la composición de la materia "Literatura y Lingüística", ya que suma casi el 50% de los libros existentes en el Catálogo de Duportail.
Aunque los estudios cuantitativos son extremadamente parciales por las razones ya expresadas, es factible llegar a una serie de "indicadores coyunturales" de la amplia y vasta estructura del mundo impreso de esos años. En primer término, la venta de libros fue un rubro comercial de cierta importancia en el Buenos Aires de l825 a 1837, aunque improvisado y con iniciativas aisladas e individuales.     
Así pues, fue un mercado pautado por la espontaneidad y los emprendimientos circunstanciales, caracterizado por los constantes cambios económicos y políticos. No obstante, un aspecto es indudablemente alentador: la ciudad, por diversas razones, entre ellas por su dinámico comercio marítimo, poseía una gran variedad y cantidad de libros.
Entre las tendencias de la "conducta cuantitativa impresa" que nos ofrece el estudio del Catálogo, se destaca un hecho ya señalado en trabajos anteriores (Urquiza Almandoz, 1972; Parada, 1998a; Parada, 1998b: 90-91): la significativa presencia de la literatura de ficción, principalmente de la novela francesa (25%), que en ese entonces ya alcanzaba porcentajes superlativos en Europa. Tanto en Francia como en España, aunque en particular interesa esta última por la proximidad e influencia lingüística, la novela sentimental y de aventuras fue un éxito sin precedentes en la industria editorial.
Esta situación se había plasmado especialmente con el advenimiento del Romanticismo, el cual, en muy poco tiempo, tal como lo atestigua el Catálogo de Duportail, desembarcó en el Río de la Plata, inundando de novelas los comercios porteños. Una situación similar, si bien de mayor magnitud, aconteció, tal como se ha afirmado, en España, en donde la producción y la traducción de las novelas extranjeras al español tuvo grandes y complejas proporciones (Ferreras, 1979; Montesinos, 1955). A esto debe agregarse el desarrollo, en particular en Madrid y Barcelona, de una incipiente y activa industria editorial (Botrel, 1993), y la presencia de numerosos catálogos de librerías y de bibliotecas particulares (Rodríguez Moñino, 1966).      
Por estas razones también es importante la cantidad de libros en lengua española (66%), destacándose, en esta cifra, el peso innegable de las traducciones. Además, la tendencia estadística hacia la literatura (casi 50%) y hacia autores de nacionalidad francesa (49%), muestra un comportamiento similar al detectado por Jesús A. Martínez Martín para el Madrid del siglo XIX (Martínez Martín, 1991).     
Pero es oportuno puntualizar, nuevamente, que los datos precedentes nada (absolutamente nada) expresan sobre la conducta lectora de los clientes de Duportail hermanos. Los usos y las representaciones del universo impreso de sus usuarios se imponen, pues, por su ausencia. Sin embargo, a continuación se brindará una modesta y mínima aproximación al intento de apropiación de los libros por parte de un lector

4. ¿Una práctica de lectura?: las marcas de un posible lector.


Las contribuciones cualitativas a las prácticas de lectura en la Argentina del siglo XIX, tal como se planteó con anterioridad, son escasas y de complejo estudio debido a la carencia de registros apropiados. En muchas ocasiones, los modos de apropiarse del universo impreso se caracterizan por su carácter efímero, en tanto que en otros casos la ausencia aparente se debe a que los discursos de la vida cotidiana no han tenido la misma trascendencia que se han dado a otros       documentos.
La presencia del hombre común, en los heterogéneos y múltiples horizontes de la cultura tipográfica, siempre ha sido huidiza y esquiva. No obstante, existen una variadísima gama de gestos y manipulaciones de los lectores que han dejado su impronta, a veces prácticamente esbozada, en el libro impreso.
El ejemplar de la Biblioteca Nacional posee una peculiaridad de real interés: varios de sus títulos se encuentran tildados por un lector furtivo. Empero, es necesario aclarar ciertas limitaciones. No se trata de la presencia de abundantes notas en los márgenes del catálogo, pues el ejemplar carece de las referencias denominadas "marginalia", es decir, acotaciones manuscritas que conviven, dinámicamente, con el texto impreso. 
No nos hallamos ante el notable ejemplar de Tito Livio estudiado por Lisa Jardine y Anthony Grafton, nutrido por las exhaustivas y detalladas anotaciones de su propietario, Gabriel Harvey (1550-1630), quien durante veinte años realizó sucesivas "escrituras" en los márgenes del libro, permitiendo, de este modo, reconstruir parte de la historia de la lectura en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII (Jardine y Grafton, 1990).
Tampoco poseemos, en nuestro ejemplar, una variedad de "marcas" que permitan reconstruir, aunque sea modestamente, los sinuosos derroteros de la lectura sobre objetos tipográficos (Chartier, 1996a; Chartier, 1996b; Marks in Books, 1985). Ni están dadas las condiciones para estudiar la presencia de otros trazos manuscritos sobre ciertas colecciones de libros en algunas bibliotecas de la época colonial, tal como recientemente se ha llevado a cabo (Vera de Flachs, 2000). Ni es posible incursionar en otros aspectos filosóficos y existenciales de las improntas dejadas por varios propietarios (Kovadloff, 2002).        
El Catálogo de Duportail sólo posee ciertas marcas uniformes y rutinarias, "tildes" que evocan la "intencionalidad" de las eventuales lecturas, de ahí nuestra denominación de "lector furtivo". Sin embargo, aun dentro de esa pobreza, esto constituye un rico registro. Pues existió un lector, probablemente el dueño primitivo del Catálogo, que pautó sus intereses lectores y sus inclinaciones en materia de gustos frente al mundo del libro en una época        determinada.
También se presenta otra limitación: no sabemos si llegó a adquirir al menos uno de los libros deseados y por él buscados. Pero esta limitación es más aparente que real. Si bien es importante, no limita la intencionalidad lectora de un individuo ante la presencia del catálogo estudiado. Por el contrario, las "marcas o tildes" permiten reconstruir el derrotero de esa intencionalidad, de ese uso de la lectura que le llevó a tildar un catálogo como primer paso para apropiarse de los libros deseados. Es así como un humilde lector furtivo, cuya identidad, formación cultural y sexo se han perdido para siempre, nos permite conocer el ámbito íntimo de sus lecturas, aunque éstas no sean más que anhelos jamás          concretados.
El total de marcas identificadas corresponde a 56 títulos. Estos representan, casi en su mayoría, un importante conjunto de obras en lengua francesa (54) y una mínima mención en español (2). Nuestro lector, indudablemente, era de origen francés o dominaba esa lengua con soltura.
No obstante, lo que llama particularmente la atención es la uniformidad de la selección por él realizada. La mayoría de los títulos se ciñen a una sola temática: la novela y, en particular, la narrativa francesa, aunque también se encuentran ejemplos de literatura alemana e inglesa.    
Algunos de los títulos señalados (tomando como referencia aquellos autores que registran tres o más marcas) son, en orden decreciente, los siguientes: de Pierre Théophile Robert Dinocourt, Blackbeard [341], L'homme des ruines [417], Le conspirateur [447], Le ligueur [439], Le luth mystérieux [401], Le parricide [445], Le serf du XVe. Siècle [451], Mozanino [473]; de Charles Paul de Kock, André le savoyard [340], Jean [388], La laitière de Montfermeil [425], La maison blanche [440], Le barbier de Paris [416], Soeur Anne [459]; de Étienne Léon de Lamothe-Langon, La cour d'un prince régnant, ou les deux maîtresses [448], Le chancelier et les censeurs, roman des moeurs [398], Le gran seigneur y la pauvre fille, roman de moeurs [429], Le province à Paris, ou les caquets d'une grande ville [396], Le ventru, ou comme ils étaint naguère, roman de moeurs [423], Duranti, premier président du Parlement de Toulouse, ou la Ligue en province [366]; de Mortonval (seudónimo de Alex. Furcy Guesdon), Fray Eugenio, ou l'Auto-da-fé de 1680 [374], Le fils de meunier. Premier partie: Le siége de Rouen [434],  Le fils de meunier. Seconde partie: Le siége de Paris [435], Le Tartuffe moderne [393]; y de Victor Henri Joseph Brahain Ducange, Albert, ou les amants missionnaires [338], Les trois filles de la veuve [421], Thélène, ou l'amour et la guerre   [493].
A estas novelas de procedencia francesa deben añadirse otras, unos pocos ejemplos, de narrativa alemana e inglesa, aunque todas traducidas al francés, tales como Le Siège de Vienne [442] y Les Suédois à Prague, ou Un épisode de la guerre de Trente ans [420] de Mme. Caroline von Greiner Pichler; Naddok le noir, ou le brigand des Pyrénées [476] y Théodore, le roi d'été, ou la Corse en 1736 [443] de Franz Van der Velde; y Le loup de Badenoch, roman historique du XIVe. siècle [397] y Lochandhu, histoire du XVIIIe. siècle [424] de Edward Maccauley.        
Además, dentro de este vasto panorama de predominio de la literatura, existe un conjunto de novelistas que también fueron identificados por el lector que tildó el catálogo; la lista de ellos es la siguiente: Charles-Victor Prévôt d'Arlincourt [446], Hippolyte Bonnellier [414], Mrs Bray (Anna Elisa Kempe, Mrs Stothard) [422], Bronikowski (Alexander August Ferdinand von Oppeln, Cte) [355], Félicité de Choiseul-Meuse [347], Marie-Aglaé Despans de Cubières [474], Auguste Jean Baptiste Defauconpret [488], Mme. Stéphanie Félicité Genlis [297], Philippe Louis Gérard [305], Mme. Augustine Gottis [402], Victor-Joseph Étienne Jouy [349], Auguste-Hilarion Kératry [418], August von Lafontaine [392], Francis Lathom (seud. de Sophie Frances) [438], Auguste Lepoitevin de Légreville Saint-Alme, (seud. de Viellerglé, Prosper, Mme. Aurore Cloteaux) [469], Alessandro Manzoni [399], Charles Nodier [428], Louis-François Raban [432], Auguste Ricard [387], Walter Scott [431], y Alfred de Vigny [356].
Nada permite suponer, a ciencia cierta, si las lecturas marcadas se llevaron a cabo o no. Del vasto universo de las prácticas o manipulaciones que un individuo puede ejercer sobre el texto impreso sólo ha quedado, en este caso, un gesto mínimo, un ademán imperceptible: tildar, a un futuro incierto, las lecturas apetecibles. Empero, el lector o la lectora que seleccionó estas obras, sin duda, tenía una obsesión claramente definida: tratar de apoderarse del mayor número posible de novelas.     
Dentro de esa realidad se presenta una pregunta impostergable: ¿se trataba de un individuo o eran muchos otros, sin definir grupos sociales, los que estaban involucrados en estas búsquedas? Una respuesta posible, no definitiva, la brinda una obra de teatro de Claudio Marmerto Cuenca. Dado que este afán por la nueva literatura que inauguró el Romanticismo ya fue señalado, oportunamente, por Rafael Alberto Arrieta al comentar la comedia Don Tadeo, cuya peripecia se desarrolla en el Buenos Aires de 1832 a 1838.
En esta pieza de Cuenca, Don Diego, un viejo librero dedicado a la venta de impresos religiosos, se lamenta de su irreversible desastre comercial ante la falta de clientes, pues los nuevos usuarios sólo compran las obras de «Sué, Ducange, Beranger, Scott, L'Herminier, Víctor Hugo, Blaire, Dumas, Chateaubriand», y una pléyade de títulos en francés, inglés, alemán e italiano. (Arrieta, 1955: 68-69; Cuenca, 1926: 466-467).
Por otra parte, la prensa porteña de la época es muy rica en materia de usos y representaciones de la lectura. Un ejemplo de ello fue la nota que publicó La Gaceta Marcantil del 18 de noviembre de 1825, y que fuera recientemente reproducida por Paul Verdevoye. En este artículo (una reproducción de un periódico de Estados Unidos) se presenta una jocosa comparación entre el hábito de fumar y los signos gramaticales, bajo el título de Gramática de los fumadores.
Entre varios comentarios de interés el texto menciona lo siguiente: «Una sola fumada sirve para coma, Dos id. punto y coma; Tres id. dos puntos; Seis id. punto final. Una pausa con el cigarro en la boca, representa un guión... Para una exclamación (¡!) se alza con el labio de abajo el cigarro hacia la nariz. Para una interrogación (¿?) solo es preciso abrir lo labios...El sacar el cigarro de la boca, y quitar las cenizas de la punta, denota conclusión de un párrafo. Y el tirar el cigarro, indica una final pausa y según estilo. Nunca empezaréis un cuento, con un cigarro medio gastado...» (Verdevoye, 1994:      39-40).
Indudablemente, aunque se trate de la reproducción de una nota extranjera, muchos de los habitantes de Buenos Aires dominaban y manejaban aquellos signos que implicaban una compleja práctica de lectura, ya que la Gramática de los fumadores reproduce, tanto indirecta como directamente, los sutiles usos de los artificios intertextuales.

5. Epílogo


Resulta complejo interpretar hoy el Catálogo de la Librería Duportail Hermanos, no sólo porque implica dilucidar e imaginar la estructura y el funcionamiento tanto del establecimiento como de su gabinete de lectura, sino debido a que un "catálogo" es el esqueleto (aunque con aspectos palpitantes) de lo que fuera una variedad de comportamientos ante el fenómeno de la lectura.      
Impreso en instancias difíciles de nuestra historia, el documento emerge como un modesto folleto cargado de solapamientos e imbricaciones múltiples. Su tipografía, ahora reducida a un mero enunciado de asientos bibliográficos, revive con una variedad de ámbitos no menos interesantes.
En el momento de realizar un balance es posible elaborar algunas conclusiones provisionales y, sin lugar a dudas, rectificables. En primera instancia señalar la presencia, en la ciudad de Buenos Aires, de una gran variedad de novelas, fundamentalmente, de procedencia francesa, inglesa y alemana. Al parecer, aunque aún resta el análisis de una masa documental de envergadura, las librerías de ese entonces cumplieron un importante papel en la difusión de la cultura impresa del Romanticismo en el Río de la Plata. Esta situación abre un debate de amplios significados: ¿en qué grado, su eventual lectura, influyó en las representaciones y en el discurso (imaginario o real) de sus lectores?     
En segundo término un hecho que se encuentra íntimamente asociado a esta última reflexión. El Catálogo, a pesar de sus marcas e intentos tímidos de apropiación de los textos, poco y nada nos dice de los modos y de las prácticas que ejercieron los lectores sobre los libros. La encrucijada, pues, se encuentra aquí. El folleto presenta las intenciones de un individuo que ha tildado varios títulos, empero, los gestos, los ademanes, las muecas, las actitudes, las miradas ansiosas y vertiginosas sobre las líneas de los renglones, el movimiento retórico de la lectura tanto oral como silente, y el sentido íntimo (casi secreto) de las palabras, se han perdido.
La tercera instancia se define por una ausencia: la necesidad de abordar el canon que establece e identifica la sucesión de los títulos del catálogo desde la mirada de la historia política y de la historia de la cultura. A esto debe añadirse, la urgencia de delimitar la relación de esta publicación (propia de la microhistoria) con los horizontes del poder económico.
Esto último se encuadra en que no debe soslayarse el hecho de que la Librería de Duportail era una empresa comercial, donde la selección y la inclusión de las obras carecía, al menos hasta nuestro conocimiento, de una vocación altruista en beneficio de la lectura desinteresada. La elección de libros señala un lugar relacionado con la esfera de las ganancias, una manipulación de la moda y de los usos de la lectura (consciente o no) por parte de los           libreros.
Por último una reflexión que se cierra con otras dudas: ¿quiénes fueron los que leyeron los títulos ofrecidos por el catálogo? ¿Miembros de la elite porteña, personas de la mediana y pequeña burguesía mercantil, dependientes de mercerías, o acaso fueron leídos en una tertulia de amigos o en la intimidad hogareña?          Preguntas que el catálogo, lamentablemente, ya no puede responder, pues es necesario, en el futuro, apelar al estudio de otras fuentes complementarias que rescaten las voces y las miradas textuales (ocultas pero no desaparecidas) de los lectores de la Librería de Duportail Hermanos.

Notas bibliográficas:


[1] Catálogo de la Librería de los Sres. Duportail Hermanos, calle de Potosí, número 46. Buenos Aires: Imprenta Argentina (Calle de Las Piedras, número 31), 1829. 19 p. [Sig. Top. 71793].
La única mención que se realizó del Catálogo de Duportail en el siglo XX se debe a Manuel Selva, quien lo citó -y de este modo brindó la información para su hallazgo- en su conocida "Bibliografía General Argentina" (En: La Literatura Argentina: revista bibliográfica, Buenos Aires, Año 8, no. 95, noviembre de 1936, p. 695).
Por otra parte, cuando el autor de este trabajo estaba en la búsqueda del Catálogo, el amigo y bibliógrafo Horacio H. Zabala le brindó su desinteresada ayuda para identificar el folleto en la Biblioteca Nacional. De ahí nuestro cálido agradecimiento a su generosidad de siempre.
Nuestro agradecimiento también a los historiadores Daisy Rípodas Ardanaz y José M. Mariluz Urquijo, quienes alentaron el proyecto con sus sugerencias y con la lectura de la versión original.
[2] Las obras de los autores que aparecen citados con tres ocurrencias son las siguientes:
Arlincourt [116, 135, 446], Bouilly [24, 59, 78], Chateaubriand [17, 158, 175], Consant de Rebecque [15, 77, 342], Florian, [117, 244, 248], Genlis [205, 297, 334], Isla [146, 177, 303], Marmontel [32, 193, 351], Nodier [339, 428, 491], y Vertot [287, 288, 487].

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Referencia electrónica:
Información, Cultura y Sociedad. Revista del Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas n° 7Buenos Aires,  Universidad de Buenos Aires, Diciembre  2002.   Disponible en http://www.scielo.org.ar/pdf/ics/n7/n7a02.pdf   [accedido el 7 de  enero de  2011].